lunes, 27 de julio de 2009

DERECHOS DEL NIÑO Y PROSELITISMO RELIGIOSO.

En 1990, Chile suscribió la Convención de los Derecho del Niño, proclamada por el Asamblea de las Naciones Unidas el año anterior, y sus alcances fueron integrados a la legislación de nuestro país en diciembre de ese mismo año.
Constituyó la ratificación chilena de la Convención, junto a poco más de una cincuentena de países, un paso de enorme significación para nuestra, entonces, aún tambaleante democracia, y una saludable expresión de consenso de las distintas fuerzas políticas sobre la importancia que para nuestra sociedad tienen los derechos del niño, más allá de la simple enunciación discursiva.
Reconociendo la existencia de violaciones de los derechos consagrados por la Convención, que se hacía presente en muchos niños chilenos, la ratificación significó que el Estado chileno asumía las obligaciones presentes en la Convención como una prioridad y un desafío a abordar con decisión. Quedando aún mucho por hacer, en un sentido general, se puede afirmar que el Estado chileno ha actuado coherentemente con esa ratificación.
Dentro de lo que queda por hacer, está lo relacionado con los artículos 14 y 36 de la convención, en lo relativo a la libertad de conciencia, los derechos de los padres de guiar al niño conforme a la evolución de sus facultades, y la protección del niño respecto de formas de explotación que son perjudiciales para su bienestar.
Ello tiene especial importancia cuando los niños carecen de discernimiento, producto precisamente del proceso de evolución natural de sus facultades, y corresponde a los padres o tutores legales ejercer el derecho de educar a sus hijos según sus creencias y valores.
La ley de cultos de nuestro país establece el derecho de los padres y guardadores legales de los menores no emancipados, a elegir la educación religiosa que esté de acuerdo a sus convicciones. Más allá del alcance legal, desde un punto de vista racional y ético, resulta inobjetable que los padres formen a sus hijos bajo los valores que son consustanciales a sus convicciones morales y religiosas, cuando estos aún no están en condiciones de discernir con autonomía.
Sin embargo, ese derecho puede verse cuestionado por las acciones emprendidas por los padres o tutores legales, a partir de un interpretación abusiva de la ley. Desde el punto de vista legal y ético, el derecho a educar al hijo no emancipado legalmente según los particulares valores y convicciones de sus tutores legales es específico, y no debe considerar extensiones en tales derechos.
Esto tiene que ver con la constatación del uso de niños en actividades de proselitismo religioso, que es posible de observar por parte de ciertas congregaciones o credos, y que nuestro sistema legal debiera de prever, por constituir prácticas abusivas de los padres o tutores legales que afectan los derechos de los niños.
El uso de niños sin discernimiento legal, en actividades misionales o de difusión de contenidos religiosos, resulta tan abominable como el uso de menores en actividades propias de mayores, a los cuales son inducidos por sus padres, tutores o cualquier persona mayor de edad que busque un propósito definido, y que utilice a menores de edad para sus fines e intereses.
El uso de menores de edad en actividades de proselitismo religioso es tan repudiable como lo puede ser el padre que hace trabajar a un niño para apropiarse de los beneficios económicos de su trabajo, o como aquel que induce a un niño a delinquir, o como aquel que utiliza a un niño con objetivos perversos. En cualquiera de las alternativas expuestas hay un abuso de poder que se da entre el mayor y el niño sin discernimiento.
Es probable que las intensiones que están presentes en los padres que usan a sus hijos menores en actividades misionales estén bien inspiradas, y sean lógicas a partir de la cultura y los conceptos doctrinarios de su fe, pero desde el punto de vista de las convenciones que han permitido determinar los derechos del niño, ello constituye una explotación del menor, dado que no tiene las facultades legales ni mentales para oponerse ni discernir respecto a los objetivos que le son planteados por sus padres o tutores.
Llevar a un niño a las ceremonias religiosas o llevarlos a las actividades misionales que puedan realizar sus padres, son situaciones obvias e inobjetables, porque los menores de edad dependen de sus mayores, y estos están facultados por la ley para educarlos en torno al culto que la familia posee. Cosa distinta es hacer del niño un protagonista en las actividades misionales o de proselitismo de una fe particular.
Durante la última Semana Santa, por ejemplo, a través de la televisión se vio a niños de 10 o 12 años repartiendo propaganda religiosa, puerta a puerta, producto de la iniciativa de una congregación religiosa, con la amplia satisfacción y dirección de sus padres. Habitualmente, ciertos credos realizan actividades misionales, casa por casa, y quien acude al llamado a la puerta se sorprende al encontrarse con un niño desarrollando una actividad de proselitismo religioso bajo la supervisión de mayores, que consideran absolutamente normal que aquello esté ocurriendo.
Más dramático resulta el hecho cuando padres separados, de distinta confesionalidad religiosa, usan a su hijo para promover sus particulares valores religiosos en el momento en que están a su cargo, no importando el contrasentido que ello implica y las consecuencias afectivas y emocionales que esta dicotomía pueda tener en el menor de edad.
Lo que los involucrados debieran preguntarse es que, si las convenciones internacionales censuran el reclutar un niño menor de 15 años para fines militares, o el llevarlo a actividades productivas o laborales, o inducirlo a acciones propias de mayores de edad, ¿por qué no puede ser atentatorio a los derechos del niño usarlo con fines de proselitismo religioso? ¿La diferencia estaría planteada por la naturaleza doctrinaria del propósito a que el niño es inducido? La realidad indica es que, en cada caso, hay un abuso de poder, y una ventaja insalvable de quien determina la acción o toma la decisión sobre el que está desventaja: el menor de edad.
Es de mucho interés, entonces, que los órganos del Estado, que están llamados a proteger los derechos del niño, tomen en consideración esta violación a los derechos determinados por la ley y las convenciones internacionales, y si la ley no es específica en ese aspecto corresponde a los legisladores actuar con premura para garantizar los derechos de la infancia e impedir el abuso de sus mayores.

La Libertad de Conciencia como Seguridad Humana.

Uno de las convenciones establecidas por la Humanidad sobre los derechos fundamentales inherentes a cada persona humana, señala que nadie puede ser perseguido, discriminado o sancionado por sus opciones de conciencia. Ella queda establecida irrenunciablemente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea de las Naciones Unidas de 1948.
El Informe de Desarrollo Humano de 1994 del PNUD, estableció dentro de la comunidad internacional el concepto de seguridad humana, poniendo en la agenda de las convenciones de la Humanidad, el objetivo del aseguramiento de las condiciones esenciales que hacen posible, garantizable y vivible la vida de las personas. Condiciones de seguridad que deben proteger a los seres humanos de aquellos riesgos que impiden la realización de un ambiente adecuado para su vida y desarrollo personal.
Se supera de ese modo la visión tradicional de la seguridad como un tema que tiene que ver con las necesidades de los Estados, para generar y desarrollar un nuevo concepto de seguridad centrada en los seres humanos.
Para ello es fundamental que los Estado adapten sus instrumentos legales y sus ámbitos de acción a los tratados y acuerdos internacionales que garantizan reglas universalmente aceptadas y consensuadas para la protección de la vida humana, de la integridad física de las personas, su libertad, y su desarrollo material y espiritual.
En ese sentido, corresponde a los poderes de cada Estado la obligación de actuar a favor del establecimiento de las convenciones básicas de cobertura de seguridad humana, y cuando ellas se encuentren implementadas, deben propender a su mejoramiento cualitativo y ampliación cuantitativa.
De la misma forma, cuando los Estados ponen en riesgo o amenazan las coberturas de seguridad humana, poniéndose al margen de las convenciones universalmente aceptadas, quienes actúen ejerciendo el poder sobre esos Estados trasgresores de la seguridad humana, deben ser sometidos a la acción jurídica internacional, por atentar contra los derechos humanos fundamentales y trasgredir la obligaciones que el Estado está llamado a cumplir respecto de quienes están bajo su jurisdicción.
En ese marco convencional, hay tres derechos que corresponden a la escala de seguridad humana, que hacen posible los demás derechos a consagrar como metas de aseguramiento: el derecho a la vida, el derecho a la alimentación y el derecho de conciencia. Sin ellos, los demás son imposibles de implementar. Si no se asegura la vida de las personas, la alimentación y la libertad de conciencia, no hay condición humana posible ni un ambiente básico para el desarrollo del Hombre.
La libertad de conciencia es la base de todos los derechos de creencias y de opinión, por lo cual debe ser considerada una de las coberturas de seguridad humana constituyentes de la condición humana más esencial. Es el derecho a la libertad de conciencia el que plasma el libre discurrir, la autonomía individual y la autodeterminación personal. Así, las posiciones religiosas, filosóficas y éticas son inherentes a cada persona y tiene derecho a expresarlas y divulgarlas con entera libertad.
De la misma forma, nadie puede ser obligado por un sistema legal, Estado o autoridad administrativa, política o jurídica, a asumir obligaciones provenientes de afirmaciones religiosas, filosóficas e éticas que la persona individual no comparte en el pleno ejercicio de su libertad de conciencia. Por ello, la ley debe considerar la existencia de distintas visiones valóricas, que en la sociedad se expresan. Ningún cuerpo legal podrá sustentarse en la discriminación, en la hegemonía o en el unilateralismo de un sistema de creencias, para aplicar a todos los miembros de la sociedad.
La salvaguardia de la objeción de conciencia debiera estar considerada en todo ordenamiento jurídico que contemple el aseguramiento de la libertad de conciencia. Si la ley, proveniente de un debate democrático, termina por imponer un criterio valórico, debe existir la posibilidad de que una persona presente una objeción ante las instancias competentes, para ser excluida del cumplimiento de las obligaciones emanadas de la aquella ley que sea incompatible con sus creencias o valores fundamentales.

EL ARTÍCULO 69 DE LA LEY 18.861

 Publicada en el Diario Oficial del 31 de Diciembre de 1987, la Ley de 18.861 estableció en su artículo 69 la facultad de las empresas o contribuyentes para que, de acuerdo con las normas generales de la Ley sobre Impuesto a la Renta, al declarar sus rentas efectivas, pudieran descontar de sus respectivos impuestos las sumas donadas a Universidades e Institutos Profesionales estatales y particulares reconocidos por el Estado.
Las donaciones recibidas por las instituciones de Educación Superior deberán ser destinadas a financiar la adquisición de bienes inmuebles y de equipamiento, como también la readecuación de infraestructura con el objeto de apoyar el perfeccionamiento del quehacer académico. Así también, las donaciones podrán ser empleadas en financiar proyectos de investigación de las instituciones de Educación Superior. Los bienes inmuebles adquiridos con las donaciones quedarán afectados a los fines de docencia, investigación y extensión de la institución. Las sumas donadas deducen crédito en un 50% de las sumas efectuadas, en contra del impuesto de Primera Categoría, como un límite anual de 14.000 U.T.M. al mes de diciembre de cada año.
La ley citada, en su artículo 70, estableció que correspondía establecer la reglamentación respectiva al Ministerio de Hacienda, lo que se concretó a través del Decreto N° 340 del 29 de abril de 1988 y la Circular N° 33 del SII del 16 de junio del mismo año.
Aquello que puede parecer un loable propósito para estimular el desarrollo de la Educación Superior y la investigación de las instituciones universitarias, con el consiguiente beneficio para el país, como ocurriría en una sociedad plural y democrática donde los intereses estén puestos en el desarrollo y en un sentido de país, cuando este enfrenta el desafío de insertarse en condiciones de competitividad en los mercados y en los desafíos que impone el mundo actual, como ha ocurrido históricamente en nuestro país, el articulo 69 de la citada ley ha ocultado una intencionalidad específica de establecer un proyecto de dominación y control social, político y económico.
No está demás tener presente la oportunidad histórica en que la ley se genera, en medio de un conjunto de esfuerzos legislativos para dejar fundado un sistema de hegemonía de clara identidad, y que la democratización ha dejado intocable por las urgencias de la transición y, luego, por las agendas que impone la contingencia política. Así se da el hecho que aquella norma se ha mantenido en el tiempo sin ser analizada con objetividad frente a sus resultados.
Pero, analizado cual ha sido el curso de las donaciones de las grandes empresas chilenas, es un hecho que el Estado, a través de la renuncia a percibir el 50% de los impuestos de las sumas donadas, está contribuyendo a financiar un proyecto de dominación cultural y ética unilateral, puesto que la ley ha estado favoreciendo proyectos de educación claramente unilaterales en su concepción y hegemónicos en su alcance social.
Estudios efectuados por algunas entidades dan cuenta que prácticamente el 90 por ciento de las donaciones realizadas por integrantes de los principales grupos económicos de nuestro país, tienen como destinatarias a tres universidades privadas confesionales (una de ellas perteneciente al Consejo de Rectores). De hecho, una de las universidades privadas reúne más del 50 % de las donaciones efectuadas por contribuyentes relacionados con los principales grupos económicos del país.
Nadie puede cuestionar el legítimo derecho de que cada cual haga con su dinero lo que desee, sin embargo, en el caso de las donaciones efectuadas en el uso del artículo 69 de la ley 18.861, se trata de recursos que el Estado deja de percibir en beneficio de propósitos aparentemente loables y puestos en beneficio de una idea de país, y que terminan favoreciendo la unilateralidad de conciencia y la pretensión de hegemonía de determinadas posiciones valóricas, ideológicas y doctrinarias.
Ello no produce un beneficio sustancial en la investigación científica y tecnológica, ni induce a un aporte al bien común, ya que, por un lado, consolida prestaciones educacionales hacia sectores socio-económicos que no requieren este tipo subvención estatal, y por otro, el beneficio legal no favorece un objetivo de pluralidad y diversidad que el Estado debe garantizar en una sociedad inspirada en valores democráticos.
Estando el Estado llamado a garantizar las condiciones de igualdad ante la ley, y debiendo asumir el deber de promover la equidad en el manejo de los recursos, corresponde que los beneficios concebidos por las leyes establezcan condiciones de igualdad no solo en el acceso a los beneficios sino también en los resultados que ellas provoquen.
Siendo excesivamente discrecional el destino de estas donaciones por parte de quien lo ejecuta, no corresponde que una ley de este tipo siga favoreciendo un proyecto unilateral de conciencia, por lo cual, el artículo 69 de la mencionada ley debe ser anulado o modificado radicalmente, orientándose esos recursos a las perjudicadas universidades del Estado, cuya función y alcance social es más efectivo y a través de las cuales pueden expresarse políticas públicas más concretas y representativas de la pluralidad nacional.

LA REPÚBLICA NO ES CATÓLICA.

Hace 83 años, luego de los debates y controversias que marcaron la agenda política chilena del siglo XIX, se produjo la separación de la Iglesia Católica y el Estado. Culminaba así un esfuerzo que comenzaron los propios Padres de la Patria por reducir el poder y la influencia de los clérigos sobre la cosa pública.
Sabemos que ese paso, como todas las decisiones políticas, no rompió con el pasado de un modo determinante, y el confesionalismo se las ha arreglado para seguir siendo un factor omnipresente en las decisiones políticas del Estado chileno. A veces con menos éxito, en otras con una capacidad extraordinaria para convocar en torno a sus objetivos a sectores del más variado espectro político, ideológico y social. Demás está decir que los sectores que se relacionan con el poder económico, tradicionalmente han estado comprometidos con los intereses políticos del confesionalismo - por tradición familiar, por vínculos del más rancio origen -, siendo un factor determinante en la recurrencia confesionalista y clericalista dentro de la sociedad chilena.
El maridaje tradicional entre las familias que controlan el poder económico en Chile - las antiguas familias patricias de origen colonial, el conservadurismo político-social, y los nuevos ricos prohijados por la economía neo-liberal -, con una visión tradicional de la religión y convencidos de su determinismo autoritario sobre la sociedad, encontraron terreno abonado en el proyecto refundacional de Chile impulsado por Pinochet.
La influencia de ideólogos del conservadurismo católico como Jaime Guzmán, fue decisiva para potenciar una idea de república bajo la égida confesionalista, como solo se había realizado bajo la restauración pelucona a partir de 1830. Pinochet, enfrentado al sector de la Iglesia que tenía un mayor compromiso secular, bajo el impulso del Concilio Vaticano II, desde el primer momento esbozó que su base de sustentación estaba en aquel clero que se vinculaba con el poder económico y con una visión más funcional al patriciado confesional, que había sido despojado del poder político por la mesocracia de manera progresiva desde 1938 en adelante.
El beneficio del tiempo histórico de la Iglesia Católica, bajo el Papado de Juan Pablo II, que significó un retroceso significativo de los sectores más seculares o conciliares, impulsando un fuerte viraje hacia el conservadurismo religioso, fue extraordinariamente favorable al proyecto pinochetista, que encontró un respaldo conceptual a su visión del poder político y de la sociedad.
Como modo de asegurar su proyecto, luego de su derrota en el plebiscito de 1988, se promulgó un conjunto de leyes, en aquellas áreas más sensibles, que aseguraran el poder confesional conservador y su influencia sobre la institucionalidad. De este modo, hay una malla de amarres institucionales, legales y constitucionales, que tienen a nuestra sociedad en punto muerto. Así, tenemos una de las sociedades más conservadoras y con mayor influencia confesional, no solo de América Latina, sino de todo el Hemisferio Occidental.
La idea de Guzmán y Pinochet fue fundar una república católica, como lo ha pretendido siempre el conservadurismo chileno, desde la época pelucona, y donde el patriciado tenga en sus manos todos los hilos del poder y la regimentación de lo social, bajo el sello católico. Ese sector ha logrado que institucionalmente toda la Iglesia jerárquicamente se vea involucrada en la defensa de las prebendas que el sistema genera, y que una visión unilateral, la del poder confesional, sea la que predomine incluso entre los clérigos que no la comparten y que les gustaría una Iglesia menos comprometida con el poder económico y su relación con el pinochetismo.
Así como los sectores del clero se incomodan ante la realidad de comulgar con las ruedas de carreta del conservadurismo confesional, cuya agenda valórica está recargada de resabios decimonónicos, resulta paradójico que quienes políticamente representaron una alternativa al pinochetismo y plantearon la agenda de la modernidad, estén en su mayoría anclados en el proyecto fundacional de la dictadura, y asuman la conducta patricia como una lógica consustancial de lo fundante de nuestra república. Ello se refleja en la constante cautelación de los planteamientos de una jerarquía eclesial que valóricamente es tremendamente sensible a cuestiones formales, pero que no tiene el mismo espanto frente a los nudos del autoritarismo que siguen vigentes de un modo determinante respecto del carácter del sistema político y económico.
Sin embargo, la experiencia enseña, y una de las lecciones que aprendió el propio peluconismo en el siglo XIX, fue que la república, como sistema de organización política, es por esencia no confesional. Ellos comprobaron que, ante una sociedad que era permeada por la modernidad, el sistema político no podía estar determinado por una concepción confesional hegemonizada por los clérigos. Las discrepancias con el clero, que vivieron Montt y Varas, fueron la señal de que el sistema político debía abrirse a una diversidad inevitable.
Si los despotismos de hace tres siglos eran coherentes con una caracterización religiosa, obedecían a la lógica monárquica, no a una lógica republicana. Es más, la lógica de un Estado confesional no era posible sino en el fundamento de un autoritarismo que excluía el aporte a la nación de otros valores, de otras interpretaciones de la vida y de la fe. Arrastrado por la constatación de los tiempos, parte del peluconismo terminó aceptando la necesidad de abrirse a la multiconfesionalidad, aunque sin llegar a institucionalizarla.
150 años después, el neopeluconismo concebido por el proyecto pinochetista, tal vez en un giro de pretendida modernidad, acepta la multiconfesionalidad, pero tampoco asume su institucionalización. Ello no debe extrañarnos. A la luz de los tiempos, la valla de la aceptación de la diversidad valórica sigue siendo insalvable para el exclusivismo de nuestros patricios, y la lógica que prima – que es básicamente autoritaria – es que la república chilena es católica. Así lo entiende la clase empresarial y parte significativa de la clase política, es decir, quienes componen una oligarquía que tiene un concepto patricio, una práctica patricia y una lógica patricia. Allí se presenta su brutal choque con la modernidad en su contexto principal, el espiritual. La modernidad no está en los recursos físicos, en las disponibilidades del progreso material, sino en el ámbito de las ideas, de las prácticas y de la inspiración de un modelo de sociedad y de vida. La modernidad está indisolublemente ligada a las prácticas que se liberan de los sojuzgamientos de conciencia y de la represión de las ideas, sea por la vía que sea. De tal modo que, si la modernidad recuperó desde el pasado griego la idea republicana, fue por su naturaleza ciudadana, donde los componentes de la nación son iguales en derechos y obligaciones, más allá de cual fuere su lugar de nacimiento, de residencia, de casta, o de cuales sean sus valores, sus ideas, sus creencias, etc.
La república, verdaderamente, no es un sistema en el cual se ponga una bandera de reclamación en función de un interés particularizador. Si bien algunos han tomado su nombre para establecer dictaduras, en esencia, más allá del autoengaño o del pretendido engaño a la conciencia civil de la Humanidad, desde los griegos hasta ahora, una dictadura es una dictadura. Así lo han sido las eufemísticamente llamadas “repúblicas populares”, “repúblicas democráticas”, “repúblicas islámicas”, etc. Lo serían incluso una “república atea” o una “república agnóstica” o una “república cristiana”.La naturaleza del sistema republicano, está en la diversidad que compone el colectivo social o nacional, en el aseguramiento de los derechos ciudadanos y de todos los derechos que permiten el ejercicio de la libertad, en la concurrencia de la más amplia diversidad del pueblo a las cuestiones que son de su interés particular. Está en el reconocimiento de la autonomía de lo político y civil respecto a lo religioso, está en la separación entre la esfera terrenal - normas y garantías que todos debemos compartir - y las esferas íntimas de las creencias de cada cual – que son obligaciones que debe asumir ante su exclusiva conciencia -. Pasados casi 20 años, desde que el proceso de democratización superó la realidad de la dictadura, los resabios de ella siguen omnipresentes, impidiendo que la república sea una realidad plena. Institucionalmente sigue primando el concepto tutelar y la idea de la “democracia protegida”, que concibiera el autoritarismo. Los fundamentos constitucionales siguen descansando en bases que subordinan derechos que son propios de un ejercicio republicano, y la tuición patricia y la tuición religiosa siguen sojuzgando libertades que son esenciales y derechos que debieran haber alcanzado su madurez, pero que siguen siendo en muchos casos un esbozo. Nuestra democracia y nuestra república siguen siendo precarias en muchos aspectos, tal vez demasiados.Hoy se está abriendo debate sobre la necesidad de generar de una buena vez una nueva Constitución Política. Enhorabuena. Sin embargo, para algunos, hay conceptos que tienen solo una variable. Se habla de exclusión solo en términos de la participación política de determinado sector. En realidad la exclusión es una constatación bastante más amplia y que está en los genes de nuestro ordenamiento político, económico y social. Es más: está en la práctica patricia de nuestras élites. La exclusión es política, social, económica, cultural, valórica, religiosa, ética.
Entonces, frente a un nuevo proceso electoral, que se juega con cartas marcadas, y donde lo obvio es lo determinante, y donde se trata solo de dar cumplimiento a los plazos legales contemplados en la Constitución – elegir Presidente, diputados y parte del Senado -, lo lógico es poner en debate aquellas cuestiones que son relevantes para las personas. Si se trata de plantearse como objetivos cierto nivel de cambio constitucional, que estos no estén planteados solo en el ámbito del maquillaje que se funda en la componenda, sino que abramos un debate realmente significativo sobre los temas que ponen coto a las libertades y a la participación. Que sean las cuestiones valóricas, en todo su más amplio espectro, las que marquen la agenda de este proceso electoral. En ese contexto, abramos el debate sobre qué tipo de república queremos, sobre cuál es la democracia a que aspiramos. Saquemos la discusión de la esfera de las élites de nuestro país, de las castas patricias, y llevemos la discusión a la más amplia base social. Y quienes aspiren a representarnos o dirigirnos, que sean confrontados con los intereses y los valores más variados de nuestra realidad nacional, los que están mucho más allá de las creencias, convicciones y certezas de quienes se presentan una vez más como candidatos. En fin, de una buena vez, hagamos república y un ejercicio realmente democrático.

160 años de la Logia "Orden y Libertad" N°3

Entre los agrestes pliegues de una geografía inaudita en sus contradicciones, en un valle con reminiscencias selváticas en los registros vir...