jueves, 13 de agosto de 2015

La ética pública. Todos somos lo público




La sociedad chilena se ha visto convulsionada en los meses recientes por eventos que han golpeado la conciencia ética de las personas. Determinadas conductas han salido al debate público y comportamientos privados han adquirido un inevitable alcance público, ante una ciudadanía que, por sobre todo, repudia la incoherencia ética manifestada en las conductas de determinados personeros que no han respetado su propia argumentación pública de legitimación ética.
Procesos judiciales han evidenciado, recientemente o desde hace algún tiempo, que mucho de lo sostenido por algunos importantes personeros públicos, ya sea en el ámbito de la política, los negocios o la religión, es absolutamente incoherente cuando deben actuar y decidir en distintos planos públicos o privados.
Es cierto que los órganos de administración de justicia darán cuenta, en los procesos en curso, de aquello que fue delito, penalizando las trasgresiones a la ley y la buena fe. Sin embargo, libres de responsabilidad legal, habrá otros que quedarán bajo cuestionamiento público debido a su incongruencia ética.
Teniendo en la cercanía la imagen de una edición de un libro de Savater, que muchas enseñanzas puede entregarnos al respecto, hagamos la siguiente reflexión., 

Moral y ética: lo colectivo  y lo individual

La filosofía y las disciplinas del conocimiento que tratan los comportamientos individuales y colectivos en las sociedades humanas, desde los orígenes socráticos, platónicos y aristotélicos, han debatido y analizado ampliamente los alcances de la ética y la moral. Es decir, aquello que permite ordenar la convivencia humana, antes de recurrir a la norma legal y la represión de las conductas nocivas para la vida común.
Así, el tácito consenso social que llamamos moral, es el que permite establecer colectivamente lo que está en el ámbito de lo aceptable para todos, lo que es conveniente y adecuado, lo que es justo, lo correcto, lo razonable, en coherencia con las costumbres observadas por el colectivo social.
Las formas como actuamos y nos conducimos expresan ese consenso tácito que impone la vida social reflexionada y aceptada de consuno en el convivir con los demás, y que evoluciona en la medida que el conocimiento humano permite asimilar el devenir de la experiencia histórica.
Lejos de lo que esperan las miradas conservadoras y la inercia de la costumbre añil, o las expresiones aceleradas de transformación, que desconfían de lo moral al percibirla como una traba a la evolución acelerada de los procesos históricos, esta tiende siempre a ser contemporizadora, producto de los cambios impulsados por la ciencia y la tecnología y, desde hace algo más de dos siglos, por la consolidación de las libertades individuales.
Procesos como la ilustración y la laicización, podemos constatar que generaron vastos cambios en las costumbres, por ejemplo. Lo propio ha provocado la internacionalización de los mercados y la globalización. También, es importante tener presente la consolidación de sociedades democráticas, que son más permeables a enfrentar la evolución moral, considerando que, en sentido inverso, las sociedades autoritarias son más apegadas a las concepciones morales tradicionales.
En un plano conceptual, producto del devenir histórico, la expresión de lo colectivo que contiene lo moral, ha llevado a que la ética sea asumida como una manifestación de lo individual. Ello da coherencia y validez a la perspectiva aristotélica, que ponía a la ética en el ámbito de las virtudes individuales frente a los demás. Así, la ética debemos entenderla como la reflexión sobre la moral que hace cada individuo, que, al tomar conciencia sobre lo convencionalmente aceptado, dispone una argumentación y una actitud frente a ello.
Podrá hacerlo en absoluta aceptación o en discrepancia, pero siempre habrá una argumentación y una actitud que lo exprese. Así, la ética es una toma de posición previa, una convicción o predisposición, una argumentación que guiará la conducta en coherencia o discrepancia con lo moral.
Hay personas que son absolutamente refractarias o contestatarias frente al orden moral, y proponen alternativas o puntos de vista diferentes. Aun así, de una u otra manera, buscarán el consenso parcial o total respecto del cambio de lo vigente. La ética tiene la potencialidad de cambiar las convenciones morales y es su manifestación dialéctica la que provoca la constante evolución de las costumbres y los cambios que la sociedad humana experimenta frente a sus propias convicciones colectivas.
En la búsqueda del consenso social, y para inducir al debate que lo hace posible, las personas tienden a aglutinarse en torno a propuestas éticas. Ello es lo que permite que surjan las organizaciones éticas, o que organizaciones con fines específicos representen una posición ética determinada. De este modo, en el mundo actual hay organizaciones de naturaleza específicamente éticas, cuyo fin apunta precisamente a cambiar los cánones consensuados en la costumbre social. Un claro ejemplo de ello son organizaciones tales como Amnistía Internacional, Transparencia Internacional, etc. Sin embargo, hay instituciones que tienen otros fines, pero que también contienen un poderoso alcance ético: las religiones, las escuelas filosóficas, las organizaciones gremiales o reivindicativas, los partidos políticos, las universidades, en fin. Todas aquellas que proponen un comportamiento social, de acuerdo a determinadas  perspectivas de ordenamiento social.
Ellas son miradas y evaluadas de acuerdo a su coherencia entre la argumentación y la acción, y pueden ganar validación y legitimidad, de acuerdo a la conducta de sus integrantes.
En síntesis, la sociedad moral espera y exige de los individuos una actitud ética. Espera que cada cual tenga una predisposición determinada frente a la ocurrencia social de cada día. El individuo, en tanto, quiere que su argumentación ética valide su conducta en el consenso colectivo. Así, la ética es una exigencia personal, un atributo necesario, que la sociedad reclama para su propio ordenamiento y mejoramiento evolutivo, más cuando se trata de sociedades plurales y democráticas.
La sociedad democrática moderna no espera una absoluta coherencia con lo moralmente consensuado, sino demanda la debida coherencia de cada individuo con la ética que propone desde su argumentación personal. Al reconocer la diversidad de su composición, admite que hay perspectivas diversas también en las disposiciones éticas de los distintos intereses morales.
En atención a lo señalado, no hay una ética uniformadora ni podría haberlo. La sociedad democrática respeta la diversidad, en tanto existan algunos aspectos generales que sean compatibles con diversos planos del consenso moral. Aceptando tal diversidad, lo que la sociedad democrática espera es que la conducta individual sea compatible con la argumentación ética personal reivindicada o propuesta por cada cual.
La crisis que señala la democracia chilena, en la primera parte del año 2015, tiene que ver  precisamente con el asombro ciudadano, tornado en repudio, frente a la incongruencia que ha salido a la luz entre lo argumentado y lo practicado por diversas personas y personeros, más allá o más acá de lo legalmente establecido.

Ética pública: todos somos lo público

Una definición general señala que se entiende como ética pública, a aquella que deben observar quienes cumplen una función pública. Mi apreciación es que es una definición insuficiente.
Cuando hablamos de ética pública debiéramos entender que nos estamos refiriendo a la ética que todos debemos tener con respecto a lo público, es decir a las convicciones que guían nuestras conductas cuando nos relacionamos con los demás y cuando nuestros actos tienen un efecto en la vida en común, cuando tienen un efecto en lo social.
Todos nos desenvolvemos en la vida social, y nuestros actos tienen algún impacto positivo o negativo en el día a día. Cuando estamos en nuestro hogar, cuando nos trasladamos por las calles y parques, cuando concurrimos a abastecernos a los expendios comerciales, cuando estamos en nuestros trabajos o lugares de estudio; en todo lugar en que nos encontremos y actuemos cumpliendo algún rol, aún en el ocio, de alguna manera podemos hacer algo que tenga un efecto público.
Los actos privados tienen un efecto público en gran parte de nuestra cotidianidad. Basta un pequeño evento de lo que consideramos esencialmente privado, que desborde nuestra privacidad, para que provoque un efecto en lo público. Los tribunales de justicia están saturados de situaciones donde lo privado se convierte en una cosa pública. No se trata solo de delitos, sino de muchas controversias o contiendas que deben resolverse en lo público. De esta forma todo acto privado que deba resolverse en lo público, deja de ser privado.
Vista la realidad social de esa manera, comprobamos que lo privado tiene una propensión reduccionista que, muchas veces, termina afectando los derechos individuales. De allí que las legislaciones deben esforzarse activamente en proteger tales derechos.
En ese contexto, donde lo público se expande cotidianamente, las personas deben tener convicciones sobre la forma en que sus conductas deben concretarse en la cotidianidad del convivir. Así, todos desarrollamos una ética pública, que se expresa en el civismo y en las distintas variables de la vida colectiva, donde el respeto a la forma como nos relacionamos y como nuestros actos impactan lo público son determinantes para ser respetado y respetar a los demás.
Por cierto, la percepción de las convicciones personales no puede medirse sino en la conducta que sigamos y en la calidad de nuestros actos. La ética es exigible a todos los que vivimos en sociedad, y ella debe ser perceptible en la coherencia con lo personalmente argumentado. Cada cual espera que los otros tengan una posición ética y un comportamiento coherente. Más aún cuando se trata de personas públicas, es decir, personas que actúan en el ámbito público, por la naturaleza de sus funciones.
Sin embargo, así como yo exijo soy exigido. Esto es fundamental. Muchas veces hemos visto que algunos reclaman falta de ética, cuando sus propias conductas tienen cierto relativismo. Hemos visto personas airadas reclamando falta de ética pública en aquel o en aquellos, pero no observan conductas propias coherentes con una ética pública.
 Por ejemplo, algún pasajero de bus denunciando la falta de ética de un funcionario público, en circunstancias que él mismo no ha pagado el pasaje del transporte público. O aquel que opina sobre alguien que está sometido a la opinión pública por incoherencias éticas, mientras vende expendios vencidos o es incapaz de ceder el asiento en el Metro a una mujer embarazada o a un minusválido.
No debemos pensar por lo tanto, que la ética pública es aquella que debe solo adornar las conductas de quienes ejercen cargos públicos. Todos somos lo público, por lo cual todos debemos tener una ética pública. Todos debemos tener convicciones de convivencia que guíen nuestras conductas y procederes, cuando estamos actuando en el espacio público, o cuando nuestros actos privados tendrían, tienen o tendrán un efecto público.


Alcances sobre las Líneas Guías del Episcopado




       
          En los últimos días de mayo, el Comité Permanente del Episcopado de la Iglesia Católica chilena, dio a conocer el documento “Cuidado y Esperanza. Líneas Guías de la Conferencia Episcopal de Chile para tratar los casos de abusos sexuales a menores de edad”, el cual fue aprobado por la 109ª Asamblea Plenaria de la Conferencia del Episcopado – reunión de los obispos – en abril pasado, y que viene a complementar el ineficaz “Protocolo ante denuncias contra clérigos por abuso a menores de edad”, del 23 de abril de 2003, actualizado en 4 de abril de 2011.
 Se trata de un documento de 75 páginas más Índice, donde se establecen los procedimientos del caso cuando se presenten  denuncias ante la autoridad eclesiástica respecto de abusos a menores de edad, en el ámbito de la actividad pastoral de la iglesia y que involucre a clérigos,
El documento es contextualizado en su presentación con la carta circular del Vaticano, del mes de mayo de 2011, “ dirigida a las Conferencias Episcopales, solicitando que cada uno de estos organismos eclesiales preparara Líneas Guía, con el propósito de ayudar a los Obispos de las Conferencias a seguir procedimientos claros  y coordinados en el manejo de los casos de abuso, tanto para asistir a las víctimas de tales abusos como para la formación de la comunidad eclesial en vista de la protección de los menores”.
Un primer alcance al respecto es que llama la atención el que la reflexión y el aporte de la CECH sobre la instrucción vaticana haya demorado 4 años, en circunstancias que se trata del más grave problema pastoral de la Iglesia Católica, en su agenda internacional de las dos últimas décadas.
Esta normativa debió ser ratificada y promulgada a nivel particular por cada obispo en su diócesis y entra en vigencia el 15 de julio de 2015, por lo cual creemos importante comentarla, previendo el interés público por el tratamiento dentro de la Iglesia Católica de las denuncias de las conductas y acciones de clérigos pedófilos.
No cabe duda para cualquier observador, que este documento no puede sino enmarcarse en los esfuerzos del Vaticano, para mostrar una política creíble, que logre  cambiar la percepción del Comité de los Derechos del Niño de la ONU, que, en febrero de 2014, señaló categóricamente que la llamada Santa Sede había violado la Convención de los Derechos del Niño, por no haber hecho todo lo que debía ante los innumerables casos de pederastia, evidenciados en distintas partes del mundo, donde han estado involucrados religiosos católicos.
El texto del documento “Cuidado y Esperanza” da señales ciertas de que, la forma de enfrentar los delitos de pedofilia, no es un tema consensuado dentro de los obispos chilenos.  De hecho, el Cardenal Ezzati, en su nota preliminar habla de un trabajo complejo y no exento de incomprensiones. Cabe asumir, frente a su contenido, de que la contradicción entre la forma de encarar las denuncias y el tratamiento de las imputaciones a sacerdotes, es un tema que no adquiere la misma ponderación para todos los obispos, y donde el interés por la protección de los sacerdotes sigue siendo un factor que pesa de manera determinante.
Esto se trasluce en que, establecida una eventual denuncia y siendo necesaria la “atención pastoral”, las Líneas Guías establecen procedimientos para el cuidado del denunciado, los que tienen un articulado de 18 puntos, mientras el cuidado de la víctima y su familia tienen un articulado de 16 puntos.
Dicho de otra forma, es un documento que, de su lectura se desprende que no hay ninguna coherencia con las aseveraciones que sustentarían su orientación: a) el discurso del Papa Wojtila ante los cardenales americanos, el 23 de abril de 2002, donde aseveró “no hay espacio en el sacerdocio para aquellos que abusan de los niños y de los jóvenes”, y b) el “Protocolo ante denuncias contra clérigos por abuso de menores” establecido por la CECh, el 26 de abril de 2011, que indica “No hay lugar en el sacerdocio para quienes abusan de menores, y no hay pretexto alguno que pueda justificar este delito”.
Esto está claramente reflejado en el texto de las Líneas Guías de “Cuidado y Esperanza”, donde la preocupación por las víctimas de la pedofilia queda a un mismo nivel que la victimización de un sacerdote acusado, desde el momento en que se ha establecido su responsabilidad, como lo expresa el documento: “Si es que se ha dictado una pena eclesiástica sin conllevar la dimisión del estado clerical, debe decidirse quien será la persona encargada del bienestar del clérigo y cómo podrá llevar en adelante una vida coherente con el ministerio”.
Iniciada una investigación con antecedentes fundados, dice el documento, se enviará el expediente al Vaticano, “indicando los datos personales del clérigo; sus encargos pastorales; las denuncias que pesan sobre él y las medidas adoptadas por la autoridad (eclesiástica) para la evitación de otros casos así como lo relativo a los medios para su manutención y su bienestar espiritual y psicológico; la respuesta o recursos presentados por el clérigo; la existencia de procesos ante el Estado si fuera del caso, así como el voto de la autoridad competente en relación al eventual inicio de un proceso canónico”.
Es más, las Líneas Guías señalan cuales son las medidas canónicas a aplicar a un clérigo considerado culpable de abusos sexuales a menores, pero sin establecer las condiciones de gradualidad de acuerdo al daño provocado, dejando la aplicación de sanciones en un ámbito excesivamente flexible para la resolución vaticana del caso.
De este modo, las sanciones eclesiales (pag.41 del documento) serían “medidas que restrinjan el ejercicio público del ministerio de modo completo o al menos excluyendo el contacto con menores, las que pueden declararse mediante un precepto legal” o “penas eclesiásticas, pudiendo llegar a decretar la dimisión del estado clerical”. A ello debe agregarse que “en algunos casos, cuando lo pide el mismo sacerdote, puede concederse, por el bien de la Iglesia, la dispensa de las obligaciones inherentes al estado clerical, incluido el celibato”.
En la misma perspectiva, en la introducción del documento se manifiesta el interés de la Iglesia en Chile para colaborar con la sociedad y sus autoridades para la investigación de delitos de pedofilia, sin embargo, ello no se manifiesta de forma efectiva. Por el contrario, deslinda la responsabilidad de las denuncias ante las autoridades competentes a los jefes de servicios de salud o de establecimientos educacionales, pero no indica la obligación de un párroco o de un obispo, estando en conocimiento de una eventualidad de ese tipo, que debe ser investigada por los órganos competentes del Estado.
Se especifica que en cada diócesis habrá un responsable de recibir denuncias las que serán puestas en conocimiento de una autoridad eclesiástica. Este responsable orientará a las víctimas (menor de edad y su familia), para que ellas denuncien si lo creen conveniente ante los tribunales civiles. Sin embargo, las Líneas Guías no indican ni dan asomo a la eventualidad de que, conocida la gravedad de un hecho, ese responsable ponga el caso de manera directa ante los tribunales jurisdiccionales del país.
Tampoco fija plazos perentorios para los distintos procedimientos eclesiales y todo parece apuntar que el manejo de las denuncias será de acuerdo al impacto público de los hechos, de la disposición de la familia de la víctima para dar un tratamiento reservado, o del nivel de credibilidad de las denuncias.
La exclusión de responsabilidad de una autoridad religiosa, en conocimiento  de cualquier denuncia fundada, para ponerla a disposición de las autoridades civiles, se hace evidente a través de la ambigüedad, y la autoridad religiosa solo tendría como obligación no obstaculizar la indagación judicial.
Lo fundamental que la comunidad nacional espera  y que elimine la existencia de redes de protección queda ciertamente excluido: poner obligatoriamente y con premura los antecedentes recopilados ante las autoridades judiciales jurisdiccionales; evitar que los responsables salgan del ámbito jurisdiccional de la justicia (caso Cox, v.gr.); y sancionar dentro de la Iglesia a los responsables de manera drástica e igualitaria.
Si se ha señalado que no hay lugar para el sacerdocio para aquellos que abusan de niños, las Líneas Guías no despejan aquello que los fieles de muchas comunidades de base repudian: la permanencia dentro de la Iglesia de clérigos que han cometido delitos repudiables y una vara aplicada a un cura sin poder y una vara para clérigos con poder (basta comparar el caso del cura Tato y el caso Karadima).
Un último aspecto que no deja de ser relevante en una sociedad como la chilena que aspira crecientemente a la igualdad. No considera el documento la eventualidad de abusos sexuales que involucre a religiosas. Deberemos considerar que las religiosas están al margen del tratamiento de denuncias como las que procederían con los clérigos, y que los dejan en un plano de privilegios que no puede pasar por alto quienes creen y aspiran a la justicia. No cabe duda que los obispos han legislado para el sacerdocio.
En atención a lo anterior y a lo obrado de manera general en la Iglesia chilena, respecto de los incontables casos de pedofilia que han conmocionado a la grey católica y a la sociedad civil, las Líneas Guías del Episcopado Chileno no aportan lamentablemente nada nuevo, y solo parecen satisfacer necesidades de tipo interno, que no tocan siquiera a la comunidad de la fe, sino solo a los intereses y preocupaciones del ámbito clerical.

(publicado en la edición de julio 2015 de la revista digital Iniciativa Laicista )

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