miércoles, 30 de junio de 2010

INCENTIVOS PARA EL MATRIMONIO.




Uno de los anuncios más novedosos que ha presentado el nuevo gobierno en el primer mensaje del Presidente de la República, Sr. Sebastián Piñera, el 21 de mayo pasado, se refiere a la bonificación para los matrimonios que cumplan 50 de años.
No es posible ignorar el contexto valórico que está detrás de esta propuesta, que no puede ser obstáculo para considerar que es una propuesta que tiene méritos, más allá de espectro institucional que tiende a ser satisfecho con su enunciado. Existe una crisis en la institucionalidad matrimonial, que se expresa, por ejemplo, en que hoy ya los divorcios son más que los matrimonios celebrados, y que grupos etáreos específicos sean cada vez más renuentes a vincularse legalmente a través del matrimonio. Esto se expresa también en el hecho que sean parlamentarios conservadores – siempre apegados a ciertas categorías absolutas en el convivir social -, los que estén hoy preocupados en legislar sobre las uniones de hecho.
Por cierto, la estabilidad matrimonial como componente basamental de la vida familiar, es una aspiración legítima de las personas contrayentes de este vínculo civil. Porque en el momento en que una pareja decide unir sus vidas, lo hace como consecuencia de un acto de amor, un proceso emocional que solo compete a los contrayentes de ese compromiso, pero que posteriormente tendrá todas las implicancias que la ley, el derecho, las costumbres y la ética, establecen en una sociedad estructurada e históricamente determinada.
¿Qué significa ello? Que de un acto de amor que solo compete a dos personas, a su intimidad, a su esfera más personal, se desprenden inevitablemente un conjunto de consecuencias que marcarán la suerte y el destino de esa pareja, que están vinculadas a temas esencialmente societarios y jurídicos, donde hay un peso de responsabilidades y exigencias que muchas veces llevan al inevitable fracaso.
Seguramente, la ponderación de las envergaduras que se desprenden de ello, es lo que hace que, muchos profesionales jóvenes de nuestro país, aquellos que han tenido la oportunidad de crecer a través de la educación y del ejercicio profesional, de un modo porcentualmente cada vez más significativo, evadan la responsabilidad que implica el matrimonio, ya que las limitaciones y la obligaciones que significan la vida en pareja se transformen en una carga que cuesta mucho de sobrellevar.
Objetivamente, nuestra sociedad en su conjunto, en sus distintas variables, es la que induce a que el matrimonio sea algo inviable para aquellos que están en condiciones de sostener una vida conyugal de mejor manera desde el punto de vista socio-económico. Contrariamente, en los niveles socioeconómicos más deficitarios, la tendencia hacia la vida conyugal parece ser más propicia precisamente por las limitaciones que impone la vida individual, y donde el matrimonio permite cohesionar algunas disponibilidades escasas para logros comunes. No pensemos, sin embargo, que ello es motivo para señalar una tendencia, ya que el fracaso en las uniones conyugales es tan relevante como en las clases medias o en los sectores más pudientes.
Bonificar a los matrimonios que cumplen una larga vida conyugal, entonces, tiende más bien a poner cierto acento valórico específico, para dar satisfacción a los obispos, antes que representar una acción del Estado que favorezca la vida matrimonial y consecuencialmente familiar.
Hace varias décadas, cuando se estableció la asignación familiar en el sistema de bonificaciones a los imponentes de las instituciones previsionales, se dio mucho más impulso a la sociedad familiar que cualquier otra medida de estímulo matrimonial. Por lo menos, tuvo efectos más determinantes que cualquier señal valórica. Si esa medida socio-económica fue determinante, también lo fue contar con una educación pública potente y con políticas de salud que garantizaban la atención médica para todos los niños.
Cuando había políticas públicas que favorecían el sostenimiento de una vida familiar, por cierto, la vida conyugal podía ser mucho más exitosa y eficiente para establecer condiciones estabilizadoras en el tiempo. El riesgo de tener hijos con garantías en salud y educación, con ciertos estándares básicos resueltos, cuando había menos recursos nacionales, cuando no había esa pretenciosa aspiración de ser país desarrollado, producía menos amenazas al propósito constituyente familiar.
Sin embargo, algo parece haber contrario a la vida conyugal y familiar en el sistema socio-económico en que nos desenvolvemos. Algo perverso parece estar actuando para desnaturalizar las mejores intensiones de las instituciones que ven en el matrimonio la expresión más firme de sus aspiraciones y concepciones morales, y la concreción de su proyecto societario.
Creo que lo perverso está en la naturaleza misma de los valores que transmiten la educación y los medios, basados en una concepción monetarista de la vida, de logros profesionales orientados al éxito económico, de competitividad desenfrenada, donde la idea de desarrollo se sustenta persistentemente en cifras económicas y en índices de éxito, y no en calidad de vida, en parámetros de seguridad a escala humana, o en valores sustentados en la vida en común.
¿Acaso no son los centros de educación de las instituciones religiosas las que promueven el individualismo mas exacerbado? ¿Acaso eso no es lo que proponen los medios conservadores y con fuerte predominio confesional, donde el exitismo viene a ser el centro de toda motivación?
Esas tendencias son las que generan la perversidad que esconde el modelo de Chile hacia el desarrollo y que debemos debatir mucho más profundamente que con lugares comunes o golpes de efecto, para ciertas satisfacciones institucionales.
La crisis del matrimonio y sus variables de inviabilidad como vínculo básico de nuestra estructura social, es un problema que tiene un enorme impacto futuro, y lo debemos abordar con la seriedad que es esperable de las políticas públicas de mediano y largo plazo.

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