Sebastián Jans
¿Son los fines lo que importan o debe tener preeminencia los medios para lograr un fin? Albert Camus tenía la idea de que son los medios los que deben justificar el fin. Esto es un tema que ha estado en el origen mismo de toda civilización humana, y que partió siendo abordado por el mito, las creencias y por las incipientes exploraciones estéticas, buscando una forma de prever la dudosa claridad de las acciones humanas.
Cuando la humanidad ya había avanzado muchos siglos, la cultura griega antigua fue capaz por fin de establecer una reflexión alejada de los dioses y de las leyendas, permitiendo pensar los actuares humanos a partir de la reflexividad y de constructos conceptuales esencialmente racionales. Decir esencialmente racionales, por cierto, se refiere a convencionales, a partir del solo discurrir, del solo pensar sobre que puede ser mejor o más reflexivamente aceptado por todos.
Fue el nacimiento de la ética, es decir, del análisis de las costumbres y la modificación de aquellas por el simple expediente del construir convenciones nuevas, en el contexto de lo racionalmente aceptado por todos. Un desafío formidable y absolutamente lleno de fracasos, aunque con perdurables éxitos, si consideramos que la Humanidad efectivamente en no pocas cosas ha avanzado, o por lo menos, en no pocas oportunidades ha podido reconocer cuanto se ha retrocedido.
Pero aquellos griegos también tuvieron la virtud de desarrollar el sentido de otra manifestación que pone basas entre los medios y el fin: la política. No es que la política no existiera como actividad previamente, sino que la virtud del helenismo radicó en establecer el hecho político como una actividad humana reflexible por todos los miembros de la ciudad, es decir, de la sociedad.
Sin duda, es probable que los griegos pronto descubrieran que el ser humano es, por sobre todo, político antes que ético, es decir, pone acento mayor en los fines que en los medios. Lo cierto es que ello no deja de ser arbitrario suponerlo, considerando que uno de las características de lo político es construir precisamente medios para lograr determinados fines. Pero, no deja de ser importante considerar que si la política se preocupa de los medios, es porque hay convenciones en las costumbres que deben considerarse como fundamentales para matizar los medios que permiten lograr los fines.
Sin enfrascarnos en el círculo vicioso de si lo primero es el huevo o la gallina, no deja de ser cierto que el ser humano, creador y constructor por excelencia, tiene determinismos políticos antes que éticos. Y es normal que ello ocurra, dado que aquello que le motiva son siempre intereses o aspiraciones, ya sea en lo particular o en lo general. La vida humana, individual y colectiva, es tal en la medida que tenga fines específicos. Pero, los fines de cada cual, siempre se enfrentarán con otros fines y propósitos, y allí vienen a intervenir factores de reflexividad que hacen posible la convivencia de personas o grupos de personas con otros, que tienen aspiraciones e intereses distintos.
Es ahí donde adquieren presencia los debates y las convenciones que hacen posible el hecho político y el hecho moral, como objetos discurribles y perfeccionables a consecuencia de la reflexividad y la razón, entendida esta última como un conjunto convencional de argumentos válidamente aceptados por todos. La razón, desde esa comprensión, no es una verdad, sino solo el punto convencional en el cual pueden converger las distintas ideas en un punto donde hay conceptos que tienen validez común para cualquiera.
Uno de los más importantes pensadores contemporáneos, Savater, considera la actitud ética y la actitud política como formas de entender lo que cada cual va a hacer, es decir, el empleo que cada individuo va a darle a su libertad. Pone si una diferencia importante, ya que para él, la actitud ética es ante todo una perspectiva personal, que cada cual toma sin esperar convencer a los demás de que así resulta mejor para todos. Es un problema del aquí y el ahora. Lo que en la ética vale es estar de acuerdo consigo mismo y tener el inteligente coraje de actuar en consecuencia. En cambio, la actitud política busca el acuerdo con los demás, requiere disposiciones y argumentos para convencer a los otros y también para ser convencido, por lo cual, lo importante viene a ser el allí y el después. Es una actitud que trae consecuencias después de los actos y acciones ya ejecutadas.
El filósofo laicista no duda en afirmar que lo moral solo depende de cada persona, que las referencias y categorías las tiene siempre a mano, aunque a veces cuesta elegir, en tanto en política siempre debe contar con la voluntad de muchos otros. Entonces, en lo ético la libertad del individuo se resuelve en acciones, en tanto, en lo político, la libertad del individuo y de su comunidad se resuelve en instituciones y leyes. Sin embargo, política y ética se relacionan constantemente y se vuelven inseparables en la pretensión de toda comunidad de hacer de la convivencia un proceso bajo determinadas regulaciones fundamentales.
A pesar de ello, es fundamental que cada cual mantengan sus fueros. Los problemas políticos y el actuar político en una democracia, vienen a ser materia de las instituciones políticas que la sociedad genera en esa perspectiva. Están los partidos políticos, el parlamento, las instituciones del Estado que deben normar la vida colectiva y prever los instrumentos que permitan hacer efectivo el cumplimiento de las regulaciones de la vida y el actuar en sociedad.
Los problemas éticos en tanto, son importantes de radicar en aquellas instituciones que están destinadas a influir en las conductas personales, en el más acá, antes de las limitaciones que impone la ley como consecuencia del debate político. Es por ello que las instituciones éticas tienen un valor fundamental, al poner en la mesa los problemas desde un punto de vista de la creación de costumbres que garanticen un actuar válidamente aceptado, y que construya una trama sostenible de validaciones conceptuales que, luego, la política debe acoger en su convencionalidad. Sin ese proceso previo que deben cumplir las organizaciones o las institutas éticas, todo proceso generativo de la ley se transformará en una imposición o una norma impracticable o moralmente vulnerable.
El mundo moderno tiene a innúmeras organizaciones que buscan, precisamente, tener alcances específicos respecto a cómo el ser humano debe desarrollar su convivir y caracterizar sus conductas en una universalidad llena de alternativas. Las hay de muchos tipos. Organizaciones que promueven los derechos del hombre, los derechos políticos, el medio ambiente, la diversidad, la igualdad de trato, el respeto a las minorías, la vida animal, reivindicaciones con alcances morales, etc. y que proponen derechos o plantean deberes de la sociedad y de los individuos, desde un plano individual y colectivo. También están aquellas que tienen una visión más integral y absoluta del hombre y su existir, vinculadas a cosmovisiones religiosas, y otras que, equidistantemente, buscando también una visión más integral, proponen cosmovisiones seculares, basadas en condiciones y exigencias citeriores, sin la preeminencia ulterior.
Cada una debe tener la virtud de entender claramente su propósito, ya que de ello depende su propia razón de ser, y su influencia efectiva y eficaz en el cambio de las conductas humanas, en aquellos aspectos que impiden o distorsionan la más plena realización individual en el marco del arreglo colectivo.
martes, 26 de febrero de 2013
lunes, 4 de febrero de 2013
EL ROL DE LAS INSTITUCIONES ÉTICAS
Sebastián Jans
Las sociedades modernas son complejas. Más aún, las sociedades democráticas, donde las personas pueden expresar con libertad su opinión y participar en las decisiones, a través de los mecanismos que la institucionalidad considera y establece para ese efecto. Una sociedad moderna y democrática es imposible que concebir si no se expresa a través de diversas instancias, cada una con fines y propósitos específicos que abordan variables distintas de las complejidades sociales e individuales.
Especialmente, ello tiene que ver con las complejidades que se expresan en la sociedad civil, ese amplio y ancho espacio donde las personas actúan cotidianamente en la búsqueda de su propio vivir, la realización de su libertad y la concreción de sus esperanzas. Es allí donde se manifiestan las cuestiones que tienen que ver con la realización o fracaso de cada proyecto humano - individual y colectivo -, y donde, por consecuencia, se produce el hecho civilizacional.
Allí nace y se vive toda cultura y es donde las personas adquieren los aprendizajes que les permiten lograr su propia ubicación en la realidad, donde las prácticas cotidianas conllevan a la determinación de las formas efectivas de convivencia, entre las personas y entre los distintos grupos de interés.
El vivir y el convivir humano tiene complejidades que, por general, se expresan en conflictos. La propia condición humana está asociada a actitudes y conductas, derivadas del ejercicio de su existir y del existir con los demás, que colisionan permanentemente, en sus distintas variables de intensidad, con la existencia y los intereses de los demás. Ello es lo que determina toda forma de convivencia.
Por cierto, los grandes temas que dividen al hombre deben ser resueltos en dos espacios distintos de su diario convivir, debido a la complejidad misma de la sociedad civil: el estado y el mercado, y que deben actuar idealmente a partir de ella, pero fuera de ella, para poder establecer las condiciones que faciliten el ordenamiento y las reglas necesarias que hagan efectivamente convivibles los distintos procesos e intereses humanos.
El rol que cumplen o que debieran cumplir ambos - estado y mercado -, es un tema que ha sido abordado desde los orígenes mismos de la práctica social humana, y ha sido objeto de grandes formulaciones y megarelatos, y será siempre motivo de debates y controversias, mientras la sociedad humana exista y mientras deba regularse el ejercicio de la libertad de sus componentes.
Como enfrentar la cuestión del ser y el hacer humano en la sociedad civil, como regular la acción del mercado, como hacer del estado un instrumento más eficaz para las necesidades de libertad y seguridad, son los grandes desafíos de una sociedad democrática y más allá de la sola expresión política en torno a tales desafíos, que permita definir y consensuar reglas válidas para todos – un tema de suyo complejísimo -, se requieren establecer consensos que establezcan consensos también en la forma como colectivamente debemos comportarnos: el hecho moral.
Lo moral tiene que ver con cómo asumimos el desafío del convivir, más allá de las normas regulatorias que impone la ley, pero también, necesariamente, en la construcción de los soportes convencionales que hagan válida y practicable la ley. No está demás recordar que hay muchas sociedades y países donde la ley o las normas regulatorias que impone el estado, carecen del complemento moral que la sociedad niega y que terminan por hacerlas impracticables. Las causas de ello pueden ser múltiples, pero es obvio que si lo moral y lo legal andan por carriles distintos, las consecuencias para una sociedad son siempre desastrosas.
La conciencia de que se requiere un trasfondo moral para construir una práctica de convivencia, más allá del alcance regulatorio de la sola ley, es lo que ha dado lugar a las organizaciones éticas, como un resultado específico de la modernidad y de la concepción moderna de democracia. Ello viene a ser una manifestación concreta del establecimiento de los derechos del hombre y de la consagración de sus libertades, y por lo mismo de la necesidad de que la ley sea consecuencia de procesos de generación participativos.
Al ser la ley consecuencia de debates amplios y donde se expresa la dicotomía de los intereses diversos de los grupos humanos, se requiere que haya un propósito que integre toda formulación de reglas, y que se identifica como el “bien común”, un concepto cada vez más secular, que puede ser muchas cosas, pero que la conciencia moral contemporánea entiende como un consenso sobre lo que puede ser bueno para todos.
Lo que viene a ser el aporte de las organizaciones éticas en la complejidad moderna, es precisamente aportar a la reflexión del hecho moral y al enriquecimiento de las perspectivas que coadyuven secularmente a determinar reglas válidas para todos. En ese contexto, vienen a aportar distintas miradas sobre “la ciudad del hombre”, sobre la condición citerior del hecho humano, para construir los consensos que permitan la construcción y reconstrucción del hecho moral, entendido este como un proceso no como una esfinge pétrea de contemplación en un lugar desértico. Los seres humanos cambian, las sociedades cambian, las leyes cambian, y el hecho moral necesariamente se plasma en la práctica humana y social.
La validez de toda organización ética descansa sin duda en su carácter y en la coherencia de su mensaje. El valor de su aporte será medido siempre por su cualidad secular, ya que los problemas del vivir del hombre son de su tiempo y de su vida. Pero por sobre todo por la coherencia con su propósito. Toda organización ética que se aleje de ese factor que establece su razón de ser, terminará inevitablemente en el descrédito y en la intrascendencia.
Por ello, distraer su rol puede ser profundamente dañino para su credibilidad. Le está vedado el concurso en los temas políticos, como también las incursiones en el ámbito de los negocios. No está su rol ni en el mercado ni en la política, y en la medida que se comprometan con cuestiones de ese tipo, la sombra de su propia inhabilidad crecerá de modo proporcional a la participación en aquellos espacios que le están vedados.
La experiencia vivida por organizaciones éticas que se inmiscuyeron en opciones políticas siempre señala que las contingencias terminan por horadar el valor superior de su aporte. Lo mismo ocurre con aquellas que han incursionado en negocios con los más variados propósitos, aún aquellos de la más sana intención.
Es de fundamental importancia, entonces, la independencia y autonomía que las organizaciones éticas deben poseer, lejos de cualquier propuesta política, y de cualquier vinculación con objetivos de lucro. Ello obliga a que sus recursos provengan solo de su membresía y estén orientados exclusivamente a los fines que la identifican, como también obliga a que su estructura refleje claramente en sus prácticas internas los planteamientos que tienen alcance público. Si no hay esa necesaria coherencia entre la conducta interna y la conducta que promueve en el seno de la sociedad en que se desenvuelve, más temprano que tarde terminará por dañar su propia credibilidad y se terminará imponiendo el repudio de la sociedad civil.
Las sociedades modernas son complejas. Más aún, las sociedades democráticas, donde las personas pueden expresar con libertad su opinión y participar en las decisiones, a través de los mecanismos que la institucionalidad considera y establece para ese efecto. Una sociedad moderna y democrática es imposible que concebir si no se expresa a través de diversas instancias, cada una con fines y propósitos específicos que abordan variables distintas de las complejidades sociales e individuales.
Especialmente, ello tiene que ver con las complejidades que se expresan en la sociedad civil, ese amplio y ancho espacio donde las personas actúan cotidianamente en la búsqueda de su propio vivir, la realización de su libertad y la concreción de sus esperanzas. Es allí donde se manifiestan las cuestiones que tienen que ver con la realización o fracaso de cada proyecto humano - individual y colectivo -, y donde, por consecuencia, se produce el hecho civilizacional.
Allí nace y se vive toda cultura y es donde las personas adquieren los aprendizajes que les permiten lograr su propia ubicación en la realidad, donde las prácticas cotidianas conllevan a la determinación de las formas efectivas de convivencia, entre las personas y entre los distintos grupos de interés.
El vivir y el convivir humano tiene complejidades que, por general, se expresan en conflictos. La propia condición humana está asociada a actitudes y conductas, derivadas del ejercicio de su existir y del existir con los demás, que colisionan permanentemente, en sus distintas variables de intensidad, con la existencia y los intereses de los demás. Ello es lo que determina toda forma de convivencia.
Por cierto, los grandes temas que dividen al hombre deben ser resueltos en dos espacios distintos de su diario convivir, debido a la complejidad misma de la sociedad civil: el estado y el mercado, y que deben actuar idealmente a partir de ella, pero fuera de ella, para poder establecer las condiciones que faciliten el ordenamiento y las reglas necesarias que hagan efectivamente convivibles los distintos procesos e intereses humanos.
El rol que cumplen o que debieran cumplir ambos - estado y mercado -, es un tema que ha sido abordado desde los orígenes mismos de la práctica social humana, y ha sido objeto de grandes formulaciones y megarelatos, y será siempre motivo de debates y controversias, mientras la sociedad humana exista y mientras deba regularse el ejercicio de la libertad de sus componentes.
Como enfrentar la cuestión del ser y el hacer humano en la sociedad civil, como regular la acción del mercado, como hacer del estado un instrumento más eficaz para las necesidades de libertad y seguridad, son los grandes desafíos de una sociedad democrática y más allá de la sola expresión política en torno a tales desafíos, que permita definir y consensuar reglas válidas para todos – un tema de suyo complejísimo -, se requieren establecer consensos que establezcan consensos también en la forma como colectivamente debemos comportarnos: el hecho moral.
Lo moral tiene que ver con cómo asumimos el desafío del convivir, más allá de las normas regulatorias que impone la ley, pero también, necesariamente, en la construcción de los soportes convencionales que hagan válida y practicable la ley. No está demás recordar que hay muchas sociedades y países donde la ley o las normas regulatorias que impone el estado, carecen del complemento moral que la sociedad niega y que terminan por hacerlas impracticables. Las causas de ello pueden ser múltiples, pero es obvio que si lo moral y lo legal andan por carriles distintos, las consecuencias para una sociedad son siempre desastrosas.
La conciencia de que se requiere un trasfondo moral para construir una práctica de convivencia, más allá del alcance regulatorio de la sola ley, es lo que ha dado lugar a las organizaciones éticas, como un resultado específico de la modernidad y de la concepción moderna de democracia. Ello viene a ser una manifestación concreta del establecimiento de los derechos del hombre y de la consagración de sus libertades, y por lo mismo de la necesidad de que la ley sea consecuencia de procesos de generación participativos.
Al ser la ley consecuencia de debates amplios y donde se expresa la dicotomía de los intereses diversos de los grupos humanos, se requiere que haya un propósito que integre toda formulación de reglas, y que se identifica como el “bien común”, un concepto cada vez más secular, que puede ser muchas cosas, pero que la conciencia moral contemporánea entiende como un consenso sobre lo que puede ser bueno para todos.
Lo que viene a ser el aporte de las organizaciones éticas en la complejidad moderna, es precisamente aportar a la reflexión del hecho moral y al enriquecimiento de las perspectivas que coadyuven secularmente a determinar reglas válidas para todos. En ese contexto, vienen a aportar distintas miradas sobre “la ciudad del hombre”, sobre la condición citerior del hecho humano, para construir los consensos que permitan la construcción y reconstrucción del hecho moral, entendido este como un proceso no como una esfinge pétrea de contemplación en un lugar desértico. Los seres humanos cambian, las sociedades cambian, las leyes cambian, y el hecho moral necesariamente se plasma en la práctica humana y social.
La validez de toda organización ética descansa sin duda en su carácter y en la coherencia de su mensaje. El valor de su aporte será medido siempre por su cualidad secular, ya que los problemas del vivir del hombre son de su tiempo y de su vida. Pero por sobre todo por la coherencia con su propósito. Toda organización ética que se aleje de ese factor que establece su razón de ser, terminará inevitablemente en el descrédito y en la intrascendencia.
Por ello, distraer su rol puede ser profundamente dañino para su credibilidad. Le está vedado el concurso en los temas políticos, como también las incursiones en el ámbito de los negocios. No está su rol ni en el mercado ni en la política, y en la medida que se comprometan con cuestiones de ese tipo, la sombra de su propia inhabilidad crecerá de modo proporcional a la participación en aquellos espacios que le están vedados.
La experiencia vivida por organizaciones éticas que se inmiscuyeron en opciones políticas siempre señala que las contingencias terminan por horadar el valor superior de su aporte. Lo mismo ocurre con aquellas que han incursionado en negocios con los más variados propósitos, aún aquellos de la más sana intención.
Es de fundamental importancia, entonces, la independencia y autonomía que las organizaciones éticas deben poseer, lejos de cualquier propuesta política, y de cualquier vinculación con objetivos de lucro. Ello obliga a que sus recursos provengan solo de su membresía y estén orientados exclusivamente a los fines que la identifican, como también obliga a que su estructura refleje claramente en sus prácticas internas los planteamientos que tienen alcance público. Si no hay esa necesaria coherencia entre la conducta interna y la conducta que promueve en el seno de la sociedad en que se desenvuelve, más temprano que tarde terminará por dañar su propia credibilidad y se terminará imponiendo el repudio de la sociedad civil.
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