Sebastián Jans
Las sociedades modernas son complejas. Más aún, las sociedades democráticas, donde las personas pueden expresar con libertad su opinión y participar en las decisiones, a través de los mecanismos que la institucionalidad considera y establece para ese efecto. Una sociedad moderna y democrática es imposible que concebir si no se expresa a través de diversas instancias, cada una con fines y propósitos específicos que abordan variables distintas de las complejidades sociales e individuales.
Especialmente, ello tiene que ver con las complejidades que se expresan en la sociedad civil, ese amplio y ancho espacio donde las personas actúan cotidianamente en la búsqueda de su propio vivir, la realización de su libertad y la concreción de sus esperanzas. Es allí donde se manifiestan las cuestiones que tienen que ver con la realización o fracaso de cada proyecto humano - individual y colectivo -, y donde, por consecuencia, se produce el hecho civilizacional.
Allí nace y se vive toda cultura y es donde las personas adquieren los aprendizajes que les permiten lograr su propia ubicación en la realidad, donde las prácticas cotidianas conllevan a la determinación de las formas efectivas de convivencia, entre las personas y entre los distintos grupos de interés.
El vivir y el convivir humano tiene complejidades que, por general, se expresan en conflictos. La propia condición humana está asociada a actitudes y conductas, derivadas del ejercicio de su existir y del existir con los demás, que colisionan permanentemente, en sus distintas variables de intensidad, con la existencia y los intereses de los demás. Ello es lo que determina toda forma de convivencia.
Por cierto, los grandes temas que dividen al hombre deben ser resueltos en dos espacios distintos de su diario convivir, debido a la complejidad misma de la sociedad civil: el estado y el mercado, y que deben actuar idealmente a partir de ella, pero fuera de ella, para poder establecer las condiciones que faciliten el ordenamiento y las reglas necesarias que hagan efectivamente convivibles los distintos procesos e intereses humanos.
El rol que cumplen o que debieran cumplir ambos - estado y mercado -, es un tema que ha sido abordado desde los orígenes mismos de la práctica social humana, y ha sido objeto de grandes formulaciones y megarelatos, y será siempre motivo de debates y controversias, mientras la sociedad humana exista y mientras deba regularse el ejercicio de la libertad de sus componentes.
Como enfrentar la cuestión del ser y el hacer humano en la sociedad civil, como regular la acción del mercado, como hacer del estado un instrumento más eficaz para las necesidades de libertad y seguridad, son los grandes desafíos de una sociedad democrática y más allá de la sola expresión política en torno a tales desafíos, que permita definir y consensuar reglas válidas para todos – un tema de suyo complejísimo -, se requieren establecer consensos que establezcan consensos también en la forma como colectivamente debemos comportarnos: el hecho moral.
Lo moral tiene que ver con cómo asumimos el desafío del convivir, más allá de las normas regulatorias que impone la ley, pero también, necesariamente, en la construcción de los soportes convencionales que hagan válida y practicable la ley. No está demás recordar que hay muchas sociedades y países donde la ley o las normas regulatorias que impone el estado, carecen del complemento moral que la sociedad niega y que terminan por hacerlas impracticables. Las causas de ello pueden ser múltiples, pero es obvio que si lo moral y lo legal andan por carriles distintos, las consecuencias para una sociedad son siempre desastrosas.
La conciencia de que se requiere un trasfondo moral para construir una práctica de convivencia, más allá del alcance regulatorio de la sola ley, es lo que ha dado lugar a las organizaciones éticas, como un resultado específico de la modernidad y de la concepción moderna de democracia. Ello viene a ser una manifestación concreta del establecimiento de los derechos del hombre y de la consagración de sus libertades, y por lo mismo de la necesidad de que la ley sea consecuencia de procesos de generación participativos.
Al ser la ley consecuencia de debates amplios y donde se expresa la dicotomía de los intereses diversos de los grupos humanos, se requiere que haya un propósito que integre toda formulación de reglas, y que se identifica como el “bien común”, un concepto cada vez más secular, que puede ser muchas cosas, pero que la conciencia moral contemporánea entiende como un consenso sobre lo que puede ser bueno para todos.
Lo que viene a ser el aporte de las organizaciones éticas en la complejidad moderna, es precisamente aportar a la reflexión del hecho moral y al enriquecimiento de las perspectivas que coadyuven secularmente a determinar reglas válidas para todos. En ese contexto, vienen a aportar distintas miradas sobre “la ciudad del hombre”, sobre la condición citerior del hecho humano, para construir los consensos que permitan la construcción y reconstrucción del hecho moral, entendido este como un proceso no como una esfinge pétrea de contemplación en un lugar desértico. Los seres humanos cambian, las sociedades cambian, las leyes cambian, y el hecho moral necesariamente se plasma en la práctica humana y social.
La validez de toda organización ética descansa sin duda en su carácter y en la coherencia de su mensaje. El valor de su aporte será medido siempre por su cualidad secular, ya que los problemas del vivir del hombre son de su tiempo y de su vida. Pero por sobre todo por la coherencia con su propósito. Toda organización ética que se aleje de ese factor que establece su razón de ser, terminará inevitablemente en el descrédito y en la intrascendencia.
Por ello, distraer su rol puede ser profundamente dañino para su credibilidad. Le está vedado el concurso en los temas políticos, como también las incursiones en el ámbito de los negocios. No está su rol ni en el mercado ni en la política, y en la medida que se comprometan con cuestiones de ese tipo, la sombra de su propia inhabilidad crecerá de modo proporcional a la participación en aquellos espacios que le están vedados.
La experiencia vivida por organizaciones éticas que se inmiscuyeron en opciones políticas siempre señala que las contingencias terminan por horadar el valor superior de su aporte. Lo mismo ocurre con aquellas que han incursionado en negocios con los más variados propósitos, aún aquellos de la más sana intención.
Es de fundamental importancia, entonces, la independencia y autonomía que las organizaciones éticas deben poseer, lejos de cualquier propuesta política, y de cualquier vinculación con objetivos de lucro. Ello obliga a que sus recursos provengan solo de su membresía y estén orientados exclusivamente a los fines que la identifican, como también obliga a que su estructura refleje claramente en sus prácticas internas los planteamientos que tienen alcance público. Si no hay esa necesaria coherencia entre la conducta interna y la conducta que promueve en el seno de la sociedad en que se desenvuelve, más temprano que tarde terminará por dañar su propia credibilidad y se terminará imponiendo el repudio de la sociedad civil.
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