Introducción
La batalla de Ayacucho es exaltada
por la historia de nuestras naciones por ser el último enfrentamiento armado de
magnitud, en el que participaron más de 15 mil hombres y con el que se puso fin
a las guerras de independencia. Hubo, sin embargo, otros hechos de armas, como
la propia recuperación de Chiloé, que permanecía en manos realistas; pero la
principal fuerza armada del rey en América del Sur fue disuelta tras Ayacucho.
Desde el punto de vista del poder
simbólico del Rey y el simbólico epílogo de la epopeya de los Libertadores, sin
lugar a dudas, Ayacucho tiene todos los componentes para ser reconocido como el
fin de la gesta que comenzaran las figuras consulares de la Independencia de
los territorios regidos por España.
Neruda exalta el legado de
aquellos guerreros emancipadores cuando en su Canto General les dedica
una poesía llamada Las banderas:
Nuestras banderas de aquel tiempo,
fragante, bordadas apenas,
nacidas
apenas, secretas
como un profundo amor, de pronto,
encarnizadas en el viento,
azul de la pólvora amada.
América, extensa cuna, espacio
de estrella, granada madura,
de pronto se llenó de abejas
tu geografía, de susurros
conducidos por los adobes
y las piedras, de mano en mano,
se llenó de trajes la calle
como un panal atolondrado.
En la noche de los disparos
el baile brillaba en los ojos,
subía como una naranja
el azahar de las camisas,
besos
de adiós, besos de harina,
el
amor amarraba besos,
y
la guerra cantaba con
su
guitarra por los caminos.
Ayacucho
es el momento simbólico del fin de la guerra que por quince años había
desangrado los territorios de la América española. Un accidente histórico, un
evento fuera de sus territorios, precipitaría la revolución desde el Virreinato
de Nueva España, por el norte, hasta el Virreinato del Río de la Plata y el
Virreinato del Perú, por el sur: la invasión de la metrópoli a la cual esos
territorios se debían y el apresamiento del rey por Napoleón, en 1808.
La
vieja rivalidad entre los nacidos en América – blancos y mestizos – y los
peninsulares – la nobleza, los funcionarios de la Corona y los jefes militares
-, exaltada por los gravámenes y las medidas arbitrarias de un poder en
ultramar que se alimentaba de los impuestos y un sistema absolutista, que las
nuevas ideas de la Ilustración ponían en entredicho.
¿A
quién obedecer? Fue la pregunta que recorrió Iberoamérica, cuando la metrópoli
cayó en manos del invasor. Acaso las propias realidades conspirativas de una
España sin rey, ayudaron a sembrar el vacío de poder en las colonias. La
estructura colonial comenzó a crujir bajo la presión de distintos intereses
políticos. Las juntas de gobierno, para administrar los territorios a nombre de
Fernando VII, dieron cuenta de una recomposición del poder en las colonias.
A
esa recomposición llegaron a integrarse los oficiales criollos que habían ido a
participar de la guerra de independencia española contra el invasor. Y llegaron
con las influencias de los debates políticos que se daban en la metrópoli,
donde se enfrentaban absolutistas y liberales. Los debates en las Cortes, no
fueron indiferentes a los jóvenes oficiales, o a los jóvenes pudientes que
habían ido a estudiar a una Europa bullente con las revoluciones de Francia y
Estados Unidos y bajo el influjo de la Ilustración.
Ayacucho
es el resultado de aquellos que lucharon contra Napoleón y por la independencia
española, y que llegaron a América con la voluntad de lograr la autonomía de
las colonias, y construir una nueva patria, una nueva gran nación. Es el
símbolo de la victoria en una guerra que demandó enormes sacrificios y enormes
recursos humanos y económicos. Es el fin de un exhausto esfuerzo final, para
expulsar a los “gachupines” y erradicar el poder militar de los peninsulares.
El
tiempo de San Martín
Unos acontecimientos
trascendentales anteceden a la decisiva batalla, preparando el camino para la
consolidación definitiva de la gesta emancipadora.
La rebelión liberal del general
Rafael del Riego, en España, había impedido el zarpe de la flota española trayendo
a bordo a 20 mil soldados de línea que vendrían a reforzar los ejércitos para
terminar con los afanes independentistas de las colonias.
A ello se sumó el envío desde
Chile de la Expedición Libertadora del Perú, organizada por O´Higgins y
comandada por José de San Martín, que permitió la toma de Lima, ciudad en la
que se firmó la declaración de independencia peruana el 28 de julio de 1821, y
que produjo la deposición del virrey Joaquín de la Pezuela en el bando realista
y su sustitución por el general José de la Serna, de ideas liberales, aunque
defensor de España.
Es el momento de mayor gloria de
San Martin, quien, con el título de Protector del Perú, es el líder gobernante
de un país emancipado, honor que no tuvo en Argentina ni en Chile.
Tomada Lima por las fuerzas
patriotas, no quedó otra opción al nuevo virrey que marchar al interior del
territorio, con ánimo de reclutar soldados, ilusionado con la idea de obtener
un triunfo que le permitiera recuperar el control del virreinato.
En ese esfuerzo logra infringir
algunas derrotas al bando patriota.
Entre ellas, los combates de Cangallo, a inicios de diciembre de 1820,
merecen una especial mención y ese martirio - que hoy sería considerado crimen
de lesa humanidad – merece que sea recordado siempre con el nombre de Cangallo
por América Latina.
El historiador Gastón Gaviola del
Río describe la tragedia desatada por órdenes del general Carratalá. En las
cercanías del poblado, las montoneras patriotas de Basilio Auqui Huaytalla
enfrentan a los realistas, con el apoyo de los pobladores armados con
boleadoras. La superioridad de las armas de fuego y de preparación militar,
llevan a una encarnizada derrota a los montoneros, que son exterminados.
A esa devastadora acción
realista, se sumará el desastre de Macacona, en Ica, en abril de 1822.
En julio de 1822, San Martin
viaja a Guayaquil a entrevistarse con Bolívar, para coordinar las siguientes
acciones que permitieran consolidar la independencia. En el mes de septiembre,
sin embargo, José de San Martín abandonó el territorio, declarando su intención
de dejar la vida pública, y cedió el mando de sus tropas a Bolívar.
La situación, sin embargo, no era
promisoria para los patriotas. Al poco tiempo, unos dos mil hombres –
argentinos, chilenos, peruanos y colombianos – se sublevaron en El Callao por
no haber recibido sus sueldos impagos y se pasaron al bando enemigo.
Como consecuencia, se perdió Lima
y los patriotas debieron replegarse para reagrupar sus tropas, ante la
inminencia de ataques realistas en procura de reconquistar territorios a la
Gran Colombia.
Felizmente para las armas
patriotas, el virrey de la Serna se vio amenazado por enemigos internos, que
actuaron alentados por las noticias que llegaban de España, en relación a la
caída del gobierno constitucional y el regreso del absolutismo. Olañeta y las
tropas del Alto Perú desafiaron la autoridad del virrey de tendencia liberal,
por lo que de la Serna dividió sus fuerzas para combatirlo.
Esto dio un respiro a las fuerzas
independentistas, aunque en los meses siguientes ocurrió una sucesión de hechos
desgraciados para las armas patriotas, en enero de 1823, con las derrotas en
Torata y Moquegua, seguida por la derrota de Arequipa, a fines de ese año.
Bolívar asume el poder total
En noviembre de 1823, se promulgaría
la primera Constitución peruana, por obra del Congreso Constituyente refugiado en
Callao. Ella buscaba sortear un periodo de anarquía que sobrevino desde la
partida de San Martin, y que Sucre no logró sortear, ya que encontró
resistentes dentro del bando patriota. La Constitución duró solo algunos meses, ya
que, en febrero de 1824, Bolívar asumiría poderes dictatoriales, para
reencauzar la lucha emancipadora.
Bolívar reordenó las tropas,
poniendo orden y restableciendo la moral patriota, mientras las tropas
realistas, sin ninguna ayuda desde la sublevación de Riego y aislados de
España, apenas se sostenían aún en la sierra peruana. A esto se añadió
la rebelión de Olañeta en el Alto Perú que les obligó a
combatir en dos frentes.
Al
norte, Bolívar tenía en su ejército más de 10.000 hombres, en su mayoría
colombianos y peruanos, un millar de chilenos y un centenar de jinetes
rioplatenses, que desplazó hacia el sur, produciéndose el choque de fuerzas en Junín, batalla encarnizada que fue ganada por los independentistas solo
con espadas y lanzas,
Se avecinaba el encuentro
decisivo en Ayacucho.
La victoria en Junín permite el
avance del Ejército Libertador hacia el sur, tras el virrey. Bolívar se dirige
a Jauja y, a las puertas del Cuzco, deja a Sucre a cargo de las tropas que
debían hacer frente a las tropas realistas, regresando a Lima para recibir
nuevas tropas llegadas de Colombia.
A inicios de diciembre, ambos
ejércitos se movían con cercanía, avanzando hacia el sur. Se producen varias
refriegas. Al caer la noche del 8 de diciembre, las tropas de ambas fuerzas
estaban a la vista.
Había cansancio en ambos
ejércitos; había agotamiento por esta guerra prolongada y había desilusión por
los hechos políticos ocurridos en España, donde el rey había declarado nulas
todas las decisiones liberalizadoras tomadas mientras gobernó Riego.
Las ideas liberales que
caracterizaban a la Constitución de Cádiz despertaban simpatías en la
oficialidad que acompañaba al virrey la Serna, las mismas simpatías que por
estas ideas tenían quienes dirigían los ejércitos patriotas.
Y no puede negarse, de acuerdo a
las hipótesis que manejan algunos historiadores peruanos, que estas ideas
influían, también, en el campesinado y en la burguesía reclutados para integrar
las tropas de ambos bandos.
A ello se sumaba la influencia de
las ideas masónicas sobre los oficiales que integraban las logias existentes,
tanto entre los realistas como entre los patriotas.
El general José Antonio Monet, el
segundo al mando del ejército de La Serna, acordó con el mando patriota,
principalmente con el militar colombiano José María Córdova, que los jefes y
oficiales que tuviesen parientes en el bando contrario, pudiesen reunirse unos
instantes para darse un abrazo.
El ejemplo lo dieron los propios
Monet y Córdova, que se fundieron en un abrazo ante sus tropas.
Entre los oficiales que
concurrieron a esta demostración de humanidad estaban los hermanos carnales
Vicente Tur y Berrueta, teniente coronel y oficial del Estado Mayor del
ejército patriota, y Antonio Tur y Berrueta, brigadier y jefe del batallón
Cantabria del lado realista. Junto a un centenar de otros combatientes, estos
hermanos se fundieron en un abrazo, horas previas a la batalla.
Vicente Tur hizo una distinguida
vida masónica y contribuyó con sus trabajos a la difusión de la Masonería por
el continente. Estuvo en Chile a principios de 1827 y figura entre los
asistentes a la tenida fundacional de la Logia “Filantropía Chilena”,
creada bajo los auspicios del Capítulo grado 18° “Regeneración”, del
Perú.
Vicente Tur llegó a Chile
revestido de importantes títulos masónicos: Gran Escocés de San Andrés de
Escocia, Patriarca de la Cruzada, Caballero del Sol, Gran Maestro de la Luz
grado 29°, fundador del Soberano Capítulo Rosacruz “Regeneración”,
fundador de la Logia “Unión y Orden” y ex Primer Vigilante de la Logia “Unión
Auxiliar”.
El Venerable Maestro de la Logia
“Filantropía Chilena” fue el almirante Manuel Blanco Encalada, grado
18°, a quien con seguridad Vicente Tur conoció en Perú durante la guerra de
independencia.
Un testigo americanista
Uno de los oficiales que luchó en
Ayacucho fue el cubano Rafael de Jesús Valdés Caro de Jiménez, quien venía
acompañando a las tropas bolivarianas desde el Caribe. Había llegado a tierras
peruanas con grado de teniente, formando parte del batallón de infantería
“Caracas”.
Terminada la batalla de Ayacucho,
fue propuesto para el grado de capitán, que se hizo efectivo semanas más tarde,
y su batallón recibió el nombre de “Vencedores de Ayacucho”.
De franca ideología republicana y
democrática, Rafael Valdés, unos años más tarde, participó en el movimiento
militar que rechazó las pretensiones de Bolívar para asumir la presidencia
vitalicia y terminó enrolado en la armada peruana, donde permaneció hasta que
vicisitudes de la política peruana le llevaron a Chile.
Destacó en Chile como escritor
satírico y ganó su vida como empleado de comercio y administrador de minas.
Para ejercer estas últimas funciones se trasladó a Copiapó, región de Atacama,
donde se afilió a la Masonería, integrando, primero, la Logia “Hiram”,
dependiente de la Gran Logia de Massachusetts, y se halló, en 1862, entre los
fundadores de la Logia “Orden y Libertad”, de la Gran Logia de Chile. En
este Taller fue su Venerable Maestro, cargo que desempeñaba en 1866 cuando fue
asesinado.
Hasta el fin de sus días defendió
el republicanismo y, años más tarde, a la hora de hacer frente a las
hostilidades en contra de México por parte de las fuerzas hispanas, fue su voz
la que se oía resonar en las calles copiapinas, para alentar a los patriotas a
la defensa de nuestros países soberanos.
Durante su vida, Rafael Valdés
llevó un diario de vida, por desgracia desaparecido en la actualidad, que fue
extractado por el historiador Miguel Luis Amunátegui, en 1937, con el título “Don
Rafael Valdés en Chile después de sus campañas en pro de la Independencia de la
América Española”.
El diario de vida, que alcanzaba
hasta el 7 de diciembre de 1832, se refiere a la batalla de Ayacucho en forma
lacónica.
Dice Valdés, citado por
Amunátegui:
Día 7 de diciembre de 1824.
A la una del día se
movió la Vanguardia por haberse dirigido el enemigo sobre nuestro flanco
derecho. A las tres se hallaban nuestras guerrillas al habla con las enemigas.
A las seis sin haber un tiro se retiró la vanguardia y se acampó en una llanura
pequeña llamada Ayacucho entre el pueblo de Quinua y unas grandes alturas
llamadas de Cundurcunca.
Día 8 de diciembre de 1824.
A las ocho de la
mañana se dirigió el enemigo a las otras alturas de Cundurcunca hasta
encumbrarse. A las tres volvió sobre nuestro campo, situó su artillería en la
ladera de los cerros a tiro de nuestro campo y nos hizo muchos tiros sin efecto
y hubo tiroteos de guerrillas sin efecto igualmente. A las nueve de la noche la
Compañía de Cazadores de mi Batallón y todas las bandas de la División de
Vanguardia dieron un falso ataque al cerro.
Día 9 de diciembre de 1824.
Amaneció el enemigo
en la misma posición. A las ocho empezó a vestirse; a las diez y medio empezó a
bajar y situar su artillería a la falda de los cerros; un cuarto de hora
después comenzó el tiroteo de guerrillas; muy poco después se comprometió la
acción en general y al mediodía la victoria coronó las armas americanas, sin
que fuese necesario que se empleara toda la reserva; pues el Batallón Rifles no
tuvo lugar de pelear. A las tres capitularon los restos del Ejército enemigo.
Esta batalla tal vez la más memorable que se ha dado en la guerra de la
Independencia, no creo sea preciso detallarla, y basta decir que ella ha dado
la libertad al Perú y ha consolidado la paz e independencia de América.
Terminada la batalla de Ayacucho,
se firmó la capitulación que puso fin a la guerra de independencia del Perú. El
virrey quedó herido y preso, junto a 14 generales, sumando más de 1300 muertos,
quizá 1800, luego de 3 horas de combates. Al caer la noche, el brigadier
general José de Canterac rubrica la capitulación junto al general Antonio José
de Sucre.
Pero quedaron otros territorios
por liberar. El Cuzco, que fue sede del virreinato interino de Pio Tristán,
capituló ante Sucre. En Tumusla, lo que quedaba de las fuerzas realistas fue
dividida y derrotada por un motín. La
escuadra del virreinato que operaba aún en las costas del Pacífico, emprendió
regreso a los puertos españoles.
En el sur de Chile, en la isla de
Chiloé, aún se mantenían dominios españoles, siendo lugar de refugio y
abastecimiento de sus naves, algunas de las cuales eran corsarias. Tres
expediciones chilenas permitieron el control definitivo, en enero de 1826,
luego de cruentos combates, que culminaron con el tratado de Tantauco.
Por aquellos días, se rendía el
Callao, en manos de las tropas dirigidas por Rodil. Luis Alberto Sánchez dice
que habían resistido durante largos meses “en medio de penurias espantosas,
viéndose obligados a hasta evacuar por la fuerza a civiles, mujeres y niños,
arrojándolos del fuerte para no tener “bocas inútiles”. El escorbuto hizo más
víctimas que las balas patriotas. Entre ellas, Torre Tagle, el ex presidente
del Perú que se pasó a las filas realistas por odio a Bolívar y la hegemonía
colombiana”.
Después de Ayacucho, la partición
Comenzaba ahora una nueva etapa
para la historia americana. Vendrían las luchas entre las facciones: los
liberales y los autoritarios, los monarquistas y los republicanos, los
generales de la emancipación y las aristocracias y los mercaderes, y los
caudillos que se repartieron los territorios de la Sudamérica española. Así
nacieron los países que nos identifican, equidistantes de la América que
soñaron los que siguieron el sueño de Francisco de Miranda.
Miranda murió de un ataque
cerebrovascular, a los 66 años, el 14 de julio de 1816, mientras se encontraba
prisionero por órdenes de Bolívar, siendo entregado por un traidor a los
realistas. San Martín vivió su exilio en Francia,
donde murió a
la edad de 72 años, a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850, en
Boulogne-sur-Mer, sin poder retornar a Argentina. O´Higgins, Libertador y
Director Supremo de Chile, organizador de la expedición libertadora al Perú, fallecería
en el exilio, a los 64 años, en su casa de la calle Espaderos, en Lima, en 1842.
Bolívar, Libertador de la Gran Colombia y Perú, es obligado a renunciar como
Presidente, en medio de intrigas de sus detractores y contrarios a la unión
colombiana, y debe retirarse a Santa Marta, donde muere a los 47 años, en 1830.
Sucre, vencedor en Junín y Ayacucho, y primer presidente de la República de
Bolivia, herido en un motín y abucheado por la población, se retira del
gobierno y viajará a la Gran Colombia, en medio de los conflictos separatistas.
Allí será asesinado, el 4 de junio de 1830, en Berruecos, en la región de
Nariño.
Abascal
murió en Madrid en 1821, a los 78 años, cargado de títulos y honores. Joaquín
de la Pezuela falleció a los 69 años en Madrid, en 1830, habiendo recibido a su
regreso a España la capitanía general de Castilla La Nueva. José de la Serna
murió a los 62 años en Cádiz, en 1832, habiendo sido reconocido su heroísmo por
el propio rey Fernando VII, que le honró con el título de Conde de Los Andes. Canterac
falleció con honor en Madrid, en 1835, a los 49 años, en medio de una insurrección
liberal donde recibió una descarga de los sublevados en la Casa de Correos,
luego de gritar “¡viva el Rey!” en medio del tumulto. La Corona española
distinguió a la viuda del general Canterac, con el título de Condesa de
Casa-Canterac, en reconocimiento a la lealtad del capitán general.
Un
historiador francés, François Chevalier, dice que era inevitable que el antiguo
imperio español, extendido a lo largo de 12.000 kilómetros, se dividiera en
varios países o estados, “a falta de una autoridad superior, como la de Brasil,
pronto prevalecieron los particularismos locales, e incluso un espíritu
mezquinamente patriotero, cuando un jefe enérgico ya no lograba mantener la
unidad en el desmembramiento de la administración española”.
Aquellas
débiles y a veces imprecisas repúblicas cayeron en manos de pretorianos o
neoabsolutistas. Como diría Bolívar, “tiranuelos de todas las razas y de todos
los colores”, salidos de las guerras o sus secuelas, administraban la política
como un negocio personal, alimentando el cesarismo, bajo la reclamación del
orden y el progreso.
Luis
Alberto Sánchez habla de un “localismos caudillesco”, donde “los motes de
federalistas y unitarios o centralistas que dividen a los hombres” en ese
momento post emancipacionista, “no significan sino distingos casuísticos,
ergotismos, para disfrazar la voluntad caudillesca”. Sin enemigo común, a la
sombra del caudillismo llegaron las definiciones nacionales: “no es que las
nacionalidades existieran, es que hubo que crearlas”, concluye Sánchez.
Con
Ayacucho culmina la búsqueda común de los Libertadores, por lo tanto, no solo
es el símbolo de la culminación heroica de una guerra emancipadora, sino
también es el pináculo de una generación que concibió un propósito común, a la
cual debemos homenaje en su inspiración, que cambió y redibujó lo que
entendemos como el mundo occidental.
Ayacucho
es también un símbolo de la convergencia de los pueblos de aquellos
Libertadores, ya que la fuerza del Ejército Unido Libertador del Perú, lo
integraban colombianos, venezolanos, peruanos, chilenos y argentinos. Fue la
última vez que hombres de aquellos territorios, extendidos por más de 7.000
kms., marcharon unidos para enfrentar en el campo de batalla a un enemigo
común, conquistando la victoria.
Bibliografía
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René El origen aparente de la Francmasonería
en Chile y la Respetable Logia Simbólica “Filantropía Chilena”. Santiago de
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Gaviola del Río,
Gastón Ayacucho. La batalla final
por la Independencia del Perú.
Penguin
Random House Grupo Editorial. Perú. 2024.
Romo Sánchez,
Manuel y
Latorre Alonso,
Alejandro Historia de Copiapó en la
segunda mitad del siglo XIX. El aporte de la Masonería. Copiapó, Editorial
Alicanto Azul, 2014.
Sánchez, Luis
Alberto Historia General de
América, Tomo II. Ediciones Rodas, España, 1972.
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