martes, 26 de noviembre de 2024

Bicentenario de la batalla de Ayacucho. La gesta final en Perú.




















 Sebastián Jans Pérez - Manuel Romo Sánchez

Introducción

La batalla de Ayacucho es exaltada por la historia de nuestras naciones por ser el último enfrentamiento armado de magnitud, en el que participaron más de 15 mil hombres y con el que se puso fin a las guerras de independencia. Hubo, sin embargo, otros hechos de armas, como la propia recuperación de Chiloé, que permanecía en manos realistas; pero la principal fuerza armada del rey en América del Sur fue disuelta tras Ayacucho.

Desde el punto de vista del poder simbólico del Rey y el simbólico epílogo de la epopeya de los Libertadores, sin lugar a dudas, Ayacucho tiene todos los componentes para ser reconocido como el fin de la gesta que comenzaran las figuras consulares de la Independencia de los territorios regidos por España.

Neruda exalta el legado de aquellos guerreros emancipadores cuando en su Canto General les dedica una poesía llamada Las banderas:

 

Nuestras banderas de aquel tiempo,

fragante, bordadas apenas,

nacidas apenas, secretas

como un profundo amor, de pronto,

encarnizadas en el viento,

azul de la pólvora amada.

 

América, extensa cuna, espacio

de estrella, granada madura,

de pronto se llenó de abejas

tu geografía, de susurros

conducidos por los adobes

y las piedras, de mano en mano,

se llenó de trajes la calle

como un panal atolondrado.

 

En la noche de los disparos

el baile brillaba en los ojos,

subía como una naranja

el azahar de las camisas,

besos de adiós, besos de harina,

el amor amarraba besos,

y la guerra cantaba con

su guitarra por los caminos.

 

Ayacucho es el momento simbólico del fin de la guerra que por quince años había desangrado los territorios de la América española. Un accidente histórico, un evento fuera de sus territorios, precipitaría la revolución desde el Virreinato de Nueva España, por el norte, hasta el Virreinato del Río de la Plata y el Virreinato del Perú, por el sur: la invasión de la metrópoli a la cual esos territorios se debían y el apresamiento del rey por Napoleón, en 1808.

La vieja rivalidad entre los nacidos en América – blancos y mestizos – y los peninsulares – la nobleza, los funcionarios de la Corona y los jefes militares -, exaltada por los gravámenes y las medidas arbitrarias de un poder en ultramar que se alimentaba de los impuestos y un sistema absolutista, que las nuevas ideas de la Ilustración ponían en entredicho.

¿A quién obedecer? Fue la pregunta que recorrió Iberoamérica, cuando la metrópoli cayó en manos del invasor. Acaso las propias realidades conspirativas de una España sin rey, ayudaron a sembrar el vacío de poder en las colonias. La estructura colonial comenzó a crujir bajo la presión de distintos intereses políticos. Las juntas de gobierno, para administrar los territorios a nombre de Fernando VII, dieron cuenta de una recomposición del poder en las colonias.

A esa recomposición llegaron a integrarse los oficiales criollos que habían ido a participar de la guerra de independencia española contra el invasor. Y llegaron con las influencias de los debates políticos que se daban en la metrópoli, donde se enfrentaban absolutistas y liberales. Los debates en las Cortes, no fueron indiferentes a los jóvenes oficiales, o a los jóvenes pudientes que habían ido a estudiar a una Europa bullente con las revoluciones de Francia y Estados Unidos y bajo el influjo de la Ilustración.

Ayacucho es el resultado de aquellos que lucharon contra Napoleón y por la independencia española, y que llegaron a América con la voluntad de lograr la autonomía de las colonias, y construir una nueva patria, una nueva gran nación. Es el símbolo de la victoria en una guerra que demandó enormes sacrificios y enormes recursos humanos y económicos. Es el fin de un exhausto esfuerzo final, para expulsar a los “gachupines” y erradicar el poder militar de los peninsulares.

 

El tiempo de San Martín

 

Unos acontecimientos trascendentales anteceden a la decisiva batalla, preparando el camino para la consolidación definitiva de la gesta emancipadora.

La rebelión liberal del general Rafael del Riego, en España, había impedido el zarpe de la flota española trayendo a bordo a 20 mil soldados de línea que vendrían a reforzar los ejércitos para terminar con los afanes independentistas de las colonias.

A ello se sumó el envío desde Chile de la Expedición Libertadora del Perú, organizada por O´Higgins y comandada por José de San Martín, que permitió la toma de Lima, ciudad en la que se firmó la declaración de independencia peruana el 28 de julio de 1821, y que produjo la deposición del virrey Joaquín de la Pezuela en el bando realista y su sustitución por el general José de la Serna, de ideas liberales, aunque defensor de España.

Es el momento de mayor gloria de San Martin, quien, con el título de Protector del Perú, es el líder gobernante de un país emancipado, honor que no tuvo en Argentina ni en Chile.

Tomada Lima por las fuerzas patriotas, no quedó otra opción al nuevo virrey que marchar al interior del territorio, con ánimo de reclutar soldados, ilusionado con la idea de obtener un triunfo que le permitiera recuperar el control del virreinato.

En ese esfuerzo logra infringir algunas derrotas al bando patriota.  Entre ellas, los combates de Cangallo, a inicios de diciembre de 1820, merecen una especial mención y ese martirio - que hoy sería considerado crimen de lesa humanidad – merece que sea recordado siempre con el nombre de Cangallo por América Latina.

El historiador Gastón Gaviola del Río describe la tragedia desatada por órdenes del general Carratalá. En las cercanías del poblado, las montoneras patriotas de Basilio Auqui Huaytalla enfrentan a los realistas, con el apoyo de los pobladores armados con boleadoras. La superioridad de las armas de fuego y de preparación militar, llevan a una encarnizada derrota a los montoneros, que son exterminados.

A esa devastadora acción realista, se sumará el desastre de Macacona, en Ica, en abril de 1822.

En julio de 1822, San Martin viaja a Guayaquil a entrevistarse con Bolívar, para coordinar las siguientes acciones que permitieran consolidar la independencia. En el mes de septiembre, sin embargo, José de San Martín abandonó el territorio, declarando su intención de dejar la vida pública, y cedió el mando de sus tropas a Bolívar.

La situación, sin embargo, no era promisoria para los patriotas. Al poco tiempo, unos dos mil hombres – argentinos, chilenos, peruanos y colombianos – se sublevaron en El Callao por no haber recibido sus sueldos impagos y se pasaron al bando enemigo. 

Como consecuencia, se perdió Lima y los patriotas debieron replegarse para reagrupar sus tropas, ante la inminencia de ataques realistas en procura de reconquistar territorios a la Gran Colombia.

Felizmente para las armas patriotas, el virrey de la Serna se vio amenazado por enemigos internos, que actuaron alentados por las noticias que llegaban de España, en relación a la caída del gobierno constitucional y el regreso del absolutismo. Olañeta y las tropas del Alto Perú desafiaron la autoridad del virrey de tendencia liberal, por lo que de la Serna dividió sus fuerzas para combatirlo.

Esto dio un respiro a las fuerzas independentistas, aunque en los meses siguientes ocurrió una sucesión de hechos desgraciados para las armas patriotas, en enero de 1823, con las derrotas en Torata y Moquegua, seguida por la derrota de Arequipa, a fines de ese año.

 

Bolívar asume el poder total

 

En noviembre de 1823, se promulgaría la primera Constitución peruana, por obra del Congreso Constituyente refugiado en Callao. Ella buscaba sortear un periodo de anarquía que sobrevino desde la partida de San Martin, y que Sucre no logró sortear, ya que encontró resistentes dentro del bando patriota.  La Constitución duró solo algunos meses, ya que, en febrero de 1824, Bolívar asumiría poderes dictatoriales, para reencauzar la lucha emancipadora.

Bolívar reordenó las tropas, poniendo orden y restableciendo la moral patriota, mientras las tropas realistas, sin ninguna ayuda desde la sublevación de Riego y aislados de España, apenas se sostenían aún en la sierra peruana. A esto se añadió la rebelión de Olañeta en el Alto Perú que les obligó a combatir en dos frentes.

Al norte, Bolívar tenía en su ejército más de 10.000 hombres, en su mayoría colombianos y peruanos, un millar de chilenos y un centenar de jinetes rioplatenses, que desplazó hacia el sur, produciéndose el choque de fuerzas en Junín, batalla encarnizada que fue ganada por los independentistas solo con espadas y lanzas,

Se avecinaba el encuentro decisivo en Ayacucho.

La victoria en Junín permite el avance del Ejército Libertador hacia el sur, tras el virrey. Bolívar se dirige a Jauja y, a las puertas del Cuzco, deja a Sucre a cargo de las tropas que debían hacer frente a las tropas realistas, regresando a Lima para recibir nuevas tropas llegadas de Colombia.  

A inicios de diciembre, ambos ejércitos se movían con cercanía, avanzando hacia el sur. Se producen varias refriegas. Al caer la noche del 8 de diciembre, las tropas de ambas fuerzas estaban a la vista.

Había cansancio en ambos ejércitos; había agotamiento por esta guerra prolongada y había desilusión por los hechos políticos ocurridos en España, donde el rey había declarado nulas todas las decisiones liberalizadoras tomadas mientras gobernó Riego.

Las ideas liberales que caracterizaban a la Constitución de Cádiz despertaban simpatías en la oficialidad que acompañaba al virrey la Serna, las mismas simpatías que por estas ideas tenían quienes dirigían los ejércitos patriotas.

Y no puede negarse, de acuerdo a las hipótesis que manejan algunos historiadores peruanos, que estas ideas influían, también, en el campesinado y en la burguesía reclutados para integrar las tropas de ambos bandos.

A ello se sumaba la influencia de las ideas masónicas sobre los oficiales que integraban las logias existentes, tanto entre los realistas como entre los patriotas.

El general José Antonio Monet, el segundo al mando del ejército de La Serna, acordó con el mando patriota, principalmente con el militar colombiano José María Córdova, que los jefes y oficiales que tuviesen parientes en el bando contrario, pudiesen reunirse unos instantes para darse un abrazo.

El ejemplo lo dieron los propios Monet y Córdova, que se fundieron en un abrazo ante sus tropas.

Entre los oficiales que concurrieron a esta demostración de humanidad estaban los hermanos carnales Vicente Tur y Berrueta, teniente coronel y oficial del Estado Mayor del ejército patriota, y Antonio Tur y Berrueta, brigadier y jefe del batallón Cantabria del lado realista. Junto a un centenar de otros combatientes, estos hermanos se fundieron en un abrazo, horas previas a la batalla.

Vicente Tur hizo una distinguida vida masónica y contribuyó con sus trabajos a la difusión de la Masonería por el continente. Estuvo en Chile a principios de 1827 y figura entre los asistentes a la tenida fundacional de la Logia “Filantropía Chilena”, creada bajo los auspicios del Capítulo grado 18° “Regeneración”, del Perú.

Vicente Tur llegó a Chile revestido de importantes títulos masónicos: Gran Escocés de San Andrés de Escocia, Patriarca de la Cruzada, Caballero del Sol, Gran Maestro de la Luz grado 29°, fundador del Soberano Capítulo Rosacruz “Regeneración”, fundador de la Logia “Unión y Orden” y ex Primer Vigilante de la Logia “Unión Auxiliar”.

El Venerable Maestro de la Logia “Filantropía Chilena” fue el almirante Manuel Blanco Encalada, grado 18°, a quien con seguridad Vicente Tur conoció en Perú durante la guerra de independencia.

 

Un testigo americanista

 

Uno de los oficiales que luchó en Ayacucho fue el cubano Rafael de Jesús Valdés Caro de Jiménez, quien venía acompañando a las tropas bolivarianas desde el Caribe. Había llegado a tierras peruanas con grado de teniente, formando parte del batallón de infantería “Caracas”.

Terminada la batalla de Ayacucho, fue propuesto para el grado de capitán, que se hizo efectivo semanas más tarde, y su batallón recibió el nombre de “Vencedores de Ayacucho”.

De franca ideología republicana y democrática, Rafael Valdés, unos años más tarde, participó en el movimiento militar que rechazó las pretensiones de Bolívar para asumir la presidencia vitalicia y terminó enrolado en la armada peruana, donde permaneció hasta que vicisitudes de la política peruana le llevaron a Chile.

Destacó en Chile como escritor satírico y ganó su vida como empleado de comercio y administrador de minas. Para ejercer estas últimas funciones se trasladó a Copiapó, región de Atacama, donde se afilió a la Masonería, integrando, primero, la Logia “Hiram”, dependiente de la Gran Logia de Massachusetts, y se halló, en 1862, entre los fundadores de la Logia “Orden y Libertad”, de la Gran Logia de Chile. En este Taller fue su Venerable Maestro, cargo que desempeñaba en 1866 cuando fue asesinado.

Hasta el fin de sus días defendió el republicanismo y, años más tarde, a la hora de hacer frente a las hostilidades en contra de México por parte de las fuerzas hispanas, fue su voz la que se oía resonar en las calles copiapinas, para alentar a los patriotas a la defensa de nuestros países soberanos.

Durante su vida, Rafael Valdés llevó un diario de vida, por desgracia desaparecido en la actualidad, que fue extractado por el historiador Miguel Luis Amunátegui, en 1937, con el título “Don Rafael Valdés en Chile después de sus campañas en pro de la Independencia de la América Española”.

El diario de vida, que alcanzaba hasta el 7 de diciembre de 1832, se refiere a la batalla de Ayacucho en forma lacónica.

Dice Valdés, citado por Amunátegui:

Día 7 de diciembre de 1824.

A la una del día se movió la Vanguardia por haberse dirigido el enemigo sobre nuestro flanco derecho. A las tres se hallaban nuestras guerrillas al habla con las enemigas. A las seis sin haber un tiro se retiró la vanguardia y se acampó en una llanura pequeña llamada Ayacucho entre el pueblo de Quinua y unas grandes alturas llamadas de Cundurcunca.

Día 8 de diciembre de 1824.

A las ocho de la mañana se dirigió el enemigo a las otras alturas de Cundurcunca hasta encumbrarse. A las tres volvió sobre nuestro campo, situó su artillería en la ladera de los cerros a tiro de nuestro campo y nos hizo muchos tiros sin efecto y hubo tiroteos de guerrillas sin efecto igualmente. A las nueve de la noche la Compañía de Cazadores de mi Batallón y todas las bandas de la División de Vanguardia dieron un falso ataque al cerro.

Día 9 de diciembre de 1824.

Amaneció el enemigo en la misma posición. A las ocho empezó a vestirse; a las diez y medio empezó a bajar y situar su artillería a la falda de los cerros; un cuarto de hora después comenzó el tiroteo de guerrillas; muy poco después se comprometió la acción en general y al mediodía la victoria coronó las armas americanas, sin que fuese necesario que se empleara toda la reserva; pues el Batallón Rifles no tuvo lugar de pelear. A las tres capitularon los restos del Ejército enemigo. Esta batalla tal vez la más memorable que se ha dado en la guerra de la Independencia, no creo sea preciso detallarla, y basta decir que ella ha dado la libertad al Perú y ha consolidado la paz e independencia de América.

Terminada la batalla de Ayacucho, se firmó la capitulación que puso fin a la guerra de independencia del Perú. El virrey quedó herido y preso, junto a 14 generales, sumando más de 1300 muertos, quizá 1800, luego de 3 horas de combates. Al caer la noche, el brigadier general José de Canterac rubrica la capitulación junto al general Antonio José de Sucre.

Pero quedaron otros territorios por liberar. El Cuzco, que fue sede del virreinato interino de Pio Tristán, capituló ante Sucre. En Tumusla, lo que quedaba de las fuerzas realistas fue dividida y derrotada por un motín.  La escuadra del virreinato que operaba aún en las costas del Pacífico, emprendió regreso a los puertos españoles.

En el sur de Chile, en la isla de Chiloé, aún se mantenían dominios españoles, siendo lugar de refugio y abastecimiento de sus naves, algunas de las cuales eran corsarias. Tres expediciones chilenas permitieron el control definitivo, en enero de 1826, luego de cruentos combates, que culminaron con el tratado de Tantauco.

Por aquellos días, se rendía el Callao, en manos de las tropas dirigidas por Rodil. Luis Alberto Sánchez dice que habían resistido durante largos meses “en medio de penurias espantosas, viéndose obligados a hasta evacuar por la fuerza a civiles, mujeres y niños, arrojándolos del fuerte para no tener “bocas inútiles”. El escorbuto hizo más víctimas que las balas patriotas. Entre ellas, Torre Tagle, el ex presidente del Perú que se pasó a las filas realistas por odio a Bolívar y la hegemonía colombiana”.

 

Después de Ayacucho, la partición

 

Comenzaba ahora una nueva etapa para la historia americana. Vendrían las luchas entre las facciones: los liberales y los autoritarios, los monarquistas y los republicanos, los generales de la emancipación y las aristocracias y los mercaderes, y los caudillos que se repartieron los territorios de la Sudamérica española. Así nacieron los países que nos identifican, equidistantes de la América que soñaron los que siguieron el sueño de Francisco de Miranda.

Miranda murió de un ataque cerebrovascular, a los 66 años, el 14 de julio de 1816, mientras se encontraba prisionero por órdenes de Bolívar, siendo entregado por un traidor a los realistas. San Martín vivió su exilio en Francia, donde murió a la edad de 72 años, a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850, en Boulogne-sur-Mer, sin poder retornar a Argentina. O´Higgins, Libertador y Director Supremo de Chile, organizador de la expedición libertadora al Perú, fallecería en el exilio, a los 64 años, en su casa de la calle Espaderos, en Lima, en 1842. Bolívar, Libertador de la Gran Colombia y Perú, es obligado a renunciar como Presidente, en medio de intrigas de sus detractores y contrarios a la unión colombiana, y debe retirarse a Santa Marta, donde muere a los 47 años, en 1830. Sucre, vencedor en Junín y Ayacucho, y primer presidente de la República de Bolivia, herido en un motín y abucheado por la población, se retira del gobierno y viajará a la Gran Colombia, en medio de los conflictos separatistas. Allí será asesinado, el 4 de junio de 1830, en Berruecos, en la región de Nariño.

Abascal murió en Madrid en 1821, a los 78 años, cargado de títulos y honores. Joaquín de la Pezuela falleció a los 69 años en Madrid, en 1830, habiendo recibido a su regreso a España la capitanía general de Castilla La Nueva. José de la Serna murió a los 62 años en Cádiz, en 1832, habiendo sido reconocido su heroísmo por el propio rey Fernando VII, que le honró con el título de Conde de Los Andes. Canterac falleció con honor en Madrid, en 1835, a los 49 años, en medio de una insurrección liberal donde recibió una descarga de los sublevados en la Casa de Correos, luego de gritar “¡viva el Rey!” en medio del tumulto. La Corona española distinguió a la viuda del general Canterac, con el título de Condesa de Casa-Canterac, en reconocimiento a la lealtad del capitán general.

Un historiador francés, François Chevalier, dice que era inevitable que el antiguo imperio español, extendido a lo largo de 12.000 kilómetros, se dividiera en varios países o estados, “a falta de una autoridad superior, como la de Brasil, pronto prevalecieron los particularismos locales, e incluso un espíritu mezquinamente patriotero, cuando un jefe enérgico ya no lograba mantener la unidad en el desmembramiento de la administración española”.

Aquellas débiles y a veces imprecisas repúblicas cayeron en manos de pretorianos o neoabsolutistas. Como diría Bolívar, “tiranuelos de todas las razas y de todos los colores”, salidos de las guerras o sus secuelas, administraban la política como un negocio personal, alimentando el cesarismo, bajo la reclamación del orden y el progreso.

Luis Alberto Sánchez habla de un “localismos caudillesco”, donde “los motes de federalistas y unitarios o centralistas que dividen a los hombres” en ese momento post emancipacionista, “no significan sino distingos casuísticos, ergotismos, para disfrazar la voluntad caudillesca”. Sin enemigo común, a la sombra del caudillismo llegaron las definiciones nacionales: “no es que las nacionalidades existieran, es que hubo que crearlas”, concluye Sánchez.

Con Ayacucho culmina la búsqueda común de los Libertadores, por lo tanto, no solo es el símbolo de la culminación heroica de una guerra emancipadora, sino también es el pináculo de una generación que concibió un propósito común, a la cual debemos homenaje en su inspiración, que cambió y redibujó lo que entendemos como el mundo occidental.

Ayacucho es también un símbolo de la convergencia de los pueblos de aquellos Libertadores, ya que la fuerza del Ejército Unido Libertador del Perú, lo integraban colombianos, venezolanos, peruanos, chilenos y argentinos. Fue la última vez que hombres de aquellos territorios, extendidos por más de 7.000 kms., marcharon unidos para enfrentar en el campo de batalla a un enemigo común, conquistando la victoria.

 

 

Bibliografía

 

Amunategui, Miguel Luis      Don Rafael Valdés en Chile después de sus campañas en pro de la Independencia de la América Española. Santiago, Imprenta de la Dirección General de Prisiones, 1937.

 

Chevalier, François                America Latina. De la Independencia a nuestros días.

                                               Fondo de Cultura Económica. México, 1999.

 

Cortés Vargas, Carlos            Participación de Colombia en la libertad del Perú. 1824-1924. Bogotá, Talleres del Estado Mayor General, 1924.

 

García Valenzuela, René        El origen aparente de la Francmasonería en Chile y la Respetable Logia Simbólica “Filantropía Chilena”. Santiago de Chile, Imprenta Universitaria, 1949.

 

Gaviola del Río, Gastón        Ayacucho. La batalla final por la Independencia del Perú.

                                               Penguin Random House Grupo Editorial. Perú. 2024.

 

Romo Sánchez, Manuel y

Latorre Alonso, Alejandro     Historia de Copiapó en la segunda mitad del siglo XIX. El aporte de la Masonería. Copiapó, Editorial Alicanto Azul, 2014.

 

Sánchez, Luis Alberto            Historia General de América, Tomo II. Ediciones Rodas, España, 1972.

 

 



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