lunes, 30 de marzo de 2015
El respeto a los líderes e investiduras
Las sociedades democráticas están determinadas por una exacerbada complejidad. Ese podría ser el mayor defecto que le imputan quienes quieren tener más poder, y es, a la vez, la mayor virtud para quienes no tienen poder. ¿De dónde viene esa complejidad? De su diversidad. Es un hecho que, cuanto más impere la diversidad es una sociedad, más democrático será su sistema político y las conductas políticas de sus ciudadanos y de sus dirigentes.
En sentido inverso, es la propensión a la uniformidad la que conduce a sociedades autoritarias y a la concentración del poder. Verbigracia, la Humanidad lo ha vivido – no hace mucho - con las experiencias de los regímenes que conformaron el Pacto de Varsovia, con el nazismo y lo estamos viviendo con los fascismos religiosos contemporáneos. América Latina lo ha vivido con los militarismos y las dictaduras de diverso tipo y signo que han caracterizado su historia.
En su complejidad, la democracia moderna no es un proceso estanco, un sistema político que se consolida y se rigidiza en sus fundamentos. Por el contrario, la evolución y la transformación le son inherentes, y los parámetros que en algún momento han permitido su definición, en otro momento señalarán diferencias que pueden ser hasta sustanciales.
Es una evidencia que los cambios tecnológicos han sido tremendamente contribuyentes a la democratización, desde la paradigmática Atenas de la Grecia Antigua hasta hoy. Todos los cambios que la democracia ha experimentado como concepto y práctica, han estado de la mano de cambios asociados a la ciencia y a la tecnología. Lo podemos constatar en las décadas recientes con lo que ha significado Internet y las llamadas redes sociales, estas últimas capaces de generar un ejercicio de ciudadanía que no se había vivido hasta ahora, con todas las virtudes y defectos que ello puede tener. Basta ver en las redes sociales y en los comentarios de las noticias de cualquier medio que posee un sitio web.
Son esos cambios y el ejercicio de la diversidad lo que asusta a quienes tienen poder y a quienes desean que la uniformidad sea una modalidad que ordene la sociedad bajo los parámetros del poder de que disponen. Ello es lo que angustia a quienes fundan su percepción de la sociedad en torno a la estabilidad y el conservadurismo. Por esa razón, surgen manifestaciones conservadoras que desean que el entramado social sea menos complejo y más subordinado.
Los hay de diversos tipos. Corporaciones que buscan ordenar a los consumidores a través del monopolio y la concentración económica. Organizaciones políticas que se sustentan en proyectos autoritarios y que tratan de regir a las personas incluso en un plano que no les compete: la moral. Movimientos religiosos que buscan la uniformidad de la fe en un plano societario e incluso universal. Personas que temen los alcances de la libertad.
Es un hecho que, luego del derrumbe de los muros que dividían ideológica y políticamente al mundo en zonas de influencia, en torno a la contradicción de dos superpotencias que no solo representaban modelos distintos de organización política y económica, sino también estructuras militares y de poder tremendamente determinantes y subordinadoras, la realidad internacional experimentó un reordenamiento que sigue en desarrollo.
En ese contexto, las lecturas religiosas tomaron una importancia inusitada, fruto de la involución de muchas sociedades que se mantuvieron en el autoritarismo, a pesar de los cambios experimentados a nivel internacional. Los procesos vividos, por ejemplo, en los países del norte africano y del oriente medio, son clara expresión de ello. Son países que no recibieron oportunamente el impacto de la democratización que significaba el fin del mundo bipolar, y en medio de sistemas políticos corruptos y antidemocráticos en su estructura, lo que han incubado como alternativa no han sido sistemas de ejercicio alternativo, con efectivas características democratizadores, sino expresiones fascistas de fundamento religioso.
Es probable que para el lector pueda ser sorpresivo el concepto de “fascismo religioso”, pero creo que no cabe otro término para definir la politización de ciertos movimientos religiosos, fundados en propuestas autoritarias y militaristas, caracterizadas por una verbalización popular en sus contenidos, que se radican en la simpleza de la interpretación de las categorías religiosas aprovechando su alcance social. Los fascismos son simples y concretos, no solo en el lenguaje sino también en el mensaje y sus propuestas.
Contraria y equidistantemente, la democracia es compleja y evolutivamente multiconceptual. Por lo mismo, es difícil de disciplinar a sus integrantes. Así, donde hoy impera la democracia, observamos que las sociedades modernas han tornado a sus ciudadanos en individuos crecientemente insubordinados y capaces de opinar con entera libertad, hasta con el uso del desacato y el escarnio.
En consecuencia, las determinaciones políticas están expuestas a la calificación más descarnada; las figuras públicas y las autoridades reciben diariamente los improperios de cualquier tipo. Nadie se salva de la opinión de las personas que ejercen su ciudadanía, y que implacablemente opinan en las redes sociales sobre el comportamiento de las figuras públicas de cualquier tipo. Los medios recogen esa percepción ciudadana y se adaptan a la forma como reaccionan las personas frente a los sucesos de cada día, o frente a los dichos de los protagonistas que actúan en la vida pública.
Es la democracia real, aunque duela. El mejor de los sistemas políticos. Contra eso reaccionan las personas conservadoras y las mentes autoritarias. Contra ello se rebelan quienes se uniforman con sus atavismos. Contra ello conspiran los oscuros liderazgos que se rebelan contra el pensamiento libre.
En consecuencia, en la democracia del siglo XXI, no bastan las investiduras para ganar respetabilidad. No basta tener un cargo o haber recibido una responsabilidad de alcance social, para invocar el respeto como manifestación de reconocimiento. Hoy se exige que el ejercicio del cargo o de la responsabilidad recibida esté asociado a una práctica transparente y coherente con los planteamientos que públicamente se transmiten.
Hoy las personas reaccionan con mucha mayor indiferencia frente a los rangos y las investiduras. De este modo, cualquier personaje público está expuesto a la descarnada crítica y a la reacción implacable de cualquier persona. Hay excesos, por cierto. Pero nadie es asesinado en una sociedad auténticamente democrática por sostener opiniones excesivas. El Estado o las instituciones no pueden convertirse en persecutores de las personas por las opiniones que transmiten. Los ofendidos tienen opción a reivindicarse por la transparencia de sus actos o por la reclamación legal.
Para las mentes conservadoras o las culturas autoritarias, aquello viene a ser un sufrimiento. Hay líderes de opinión o líderes institucionales que quisieran otro tratamiento, y reaccionan airados cuando sus investiduras son expuestas en las redes o en los medios, bajo el prisma de la crítica o la implacable opinión pública. Es que, en la democracia del siglo XXI, ya no bastan los formalismos, lo que prima es el reconocimiento a la consecuencia dentro de los parámetros de la libertad, la decencia, la coherencia y el respeto a los derechos humanos. Lo que importa es lo que hace un líder y como lo hace, no la majestad o la tradición de su cargo.
La gran crisis de nuestro tiempo y la contradicción que divide al mundo, sigue siendo determinada por la demanda de libertad. Los riegos para la paz y la convivencia ya no tienen que ver con modelos políticos y económicos absolutos, sino con las reminiscencias culturales y políticas de los autoritarismos de diverso tipo, que se confrontan con el deseo efectivo a vivir en democracia y paz de millones de personas en el mundo, que irrumpen contra apolilladas costumbres ancestrales o contra quienes usan su poder, reivindicando investiduras y ciertos modelos arcaicos, para mantener el statu quo que valida el ejercicio de su poder.
Asociadas a las prácticas democráticas crecientes y a la expansión de los derechos humanos, millones de personas deben enfrentarse día a día en el mundo a quienes buscan imponer respeto o temor para sus actos discrecionales, por el solo mérito de su investidura o de la tradición de ciertas ideas arcaicas que reclaman cautelar.
Sin embargo, tras el ejercicio del poder de no pocos de ellos, está el desprecio por la opinión pública, o la práctica de los abusos, o la corrupción, o la ambición desmedida, o la manipulación de los débiles, o la legitimación de ciertas prácticas costumbristas brutales, o la criminalidad y la violencia, por señalar aquellos aspectos más abominables.
Los peligros para la libertad y los derechos humanos están a la vuelta de la esquina, detrás de cuestionables investiduras, de liderazgos consolidados a través de objetivos autoritarios o caudillistas, o de representantes de ciertas tradiciones fundadas en las creencias de las personas, trastrocadas en propuestas u objetivos políticos con finalidades hegemónicas.
miércoles, 18 de marzo de 2015
El respeto a las religiones
Fuera de la contingencia noticiosa y en la permanente contingencia del aseguramiento del derecho de conciencia, expresado social y políticamente en las libertades de expresión y de información, es necesario reflexionar sobre los dichos del Papa Bergoglio, estando aún latentes los brutales crímenes en la revista Charlie Hebdo.
El jefe de la Iglesia Católica universal, estando en uno de los países con más católicos en el mundo, señaló que no se puede ofender la fe de otros y que la libertad de opinión tiene sus límites. “La libertad de expresión también tiene sus límites. No se puede insultar la fe de los demás. No puede uno burlarse de la fe”, expresó, poniendo acento en la inopinabilidad respecto de los dogmas y en la limitación de la libertad de expresión, sin la cual no existe la libertad de conciencia como derecho.
Ello pretende que el tratamiento público de las ideas religiosas en democracia debe ser distinto a las demás ideas o relatos sobre la vida y la trascendencia humana, por las que optan las personas en su legítimo derecho a elegir en lo que creen o por lo que optan frente al existir humano.
Sin embargo, las ideas sobre la divinidad, la forma de definirla, como adorarla, como aplicar los contenidos dogmáticos, como ellos deben tener un impacto en los demás, son aspectos que diferencian a los distintos credos y que los llevan, a cada cual, a sostener la idea de detentar la absoluta verdad. Cada una presenta opiniones absolutamente distintas sobre cómo se manifestaría la revelación de Dios, y sobre la conducta que deben observar los adeptos respecto de los predicamentos que de allí se desprenden.
Es aquello - la diversidad de aseveraciones sobre la divinidad y los contenidos de los dogmas religiosos –, lo que hace a las distintas religiones asuntos absolutamente opinables. El que haya distintas concepciones sobre Dios y aseveraciones distintas sobre la forma en que se revela a los seres humanos, es lo que valida el evento de discernir sobre los contenidos dogmáticos, los cuales pueden ser discrepados, criticados, negados, y hasta ridiculizados.
En una democracia, toda idea humana puede ser cuestionada, rebatida, y hasta considerada ridícula, absurda y falaz. De hecho, día a día, hay ideas políticas, filosóficas y económicas, que son fundamentales para los grupos humanos por el impacto que tienen en la vida individual y colectiva de las personas, que son objeto de mofa o del sarcasmo, en todas las culturas y en todos los continentes. Son cuestiones tremendamente importantes, que involucran decisiones o puntos de vista de mucha trascendencia en las sociedades, sobre las cuales las personas expresan su opinión de manera concreta, muchas veces desde la sorna y la ironía más descarnada.
¿Por qué una idea de la revelación de Dios o los contenidos o relatos religiosos que de ello se desprenden, no podría ser motivo de la libertad de expresión de las personas que no comparten aquellos planteamientos?
Admitir la aseveración del Papa Bergoglio, es volver, desde la sutileza, a la pretensión histórica de todo dogma de imponer su verdad de manera absoluta y hegemónica y excluir de la sociedad toda visión distinta, a partir de la inopinabilidad sobre las afirmaciones, contenidos o relato de la religión predominante.
No debemos olvidar, que quienes administran la fe son personas muy quisquillosas, por decir lo menos. Su irritabilidad ante la crítica es extraordinariamente sensible. La historia está repleta y agobiada de episodios en que, cualquier evento, por pequeño que sea, puede ser entendido como ofensivo para un credo desde el punto de vista del clérigo a cargo.
De hecho, muchas de las pretendidas ofensas de alcance religioso, no tienen que ver con las creencias religiosas específicas – es decir, la idea de la revelación de la palabra de Dios y el relato que lo caracteriza -, sino con la piel o exaltación de ánimo de los creyentes o los administradores de la fe, al fin y al cabo, seres humanos que no tienen nada de divino en sus conductas.
Porque, en lo esencial, la falla de los credos está en aquellos que usan la fe para objetivos terrenales. La opinión crítica, la blasfemia, la apostasía, el cuestionamiento a la práctica de las religiones, generalmente deviene como consecuencia reactiva frente a la conducta de quienes usan la fe como herramienta de poder y, en no pocos casos, para justificar la violencia, el abuso, la represión y la conquista.
Convengamos en que las graves amenazas a la convivencia pacífica, a la libertad, a los derechos humanos, a la vida, históricamente devienen de una traducción política y, en no pocos casos, militar de una concepción de Dios y de la forma de adorarlo. Ninguna de las grandes religiones monoteístas de nuestro tiempo puede excusarse de ello en algunas etapas de su historia. El uso político y también económico de la fe hace que las ideas religiosas, legítimas y sublimes en su ideario original, se vuelvan ridículas para quienes no las comparten,
De la misma forma, en un plano más cotidiano, también viene a ser motivo de un humor corrosivo la falta de fidelidad de los adeptos respecto de su credo, más aún cuando se trata de la conducta de los clérigos.
Son las prácticas y necesidades mundanas de los clérigos y de los políticos que usan la religión con objetivos de poder, las que necesitan de la irrenunciable fidelidad al credo, y las que exigen un exacerbado respeto a los dogmas de su fe. Pretenden con ello asegurar la regla de lo inopinable sobre lo religioso, para asegurar lo inopinable respecto de sus actos y decisiones, que serían incuestionables a partir de la pretensión de ser los representantes de la verdad de Dios sobre la Tierra.
No son ellas conductas y representaciones que merezcan respeto, menos aun cuando predomina la incoherencia con el fundamento del dogma. No puede ser respetable proclamar la misericordia de una fe a partir de un acto inmesiricorde. No puede ser respetable proclamar la virtud de un credo protegiendo a los abusadores de niños.
Sin embargo, las religiones deben ser respetadas, no cabe duda. Y ese respeto debe tener exclusivamente un alcance legal. El derecho a los adeptos de las religiones a practicar su credo en condiciones de garantías legales y tratamiento igualitario, es responsabilidad inexcusable de una sociedad democrática, y es obligación del Estado preservar la libertad y el ejercicio religioso de los fieles en la práctica de los distintos credos. Ningún sistema político tiene derecho a reprimir una creencia religiosa y el ejercicio de su culto.
Pero blasfemar también es un derecho. Cualquier persona tiene derecho a discrepar o renegar, poner en duda, o cuestionar los preceptos de una religión. Si ello ofende a una idea religiosa o a un clérigo, es algo que no puede resolverse sino por el uso de la convicción y el argumento. Una blasfemia nunca puede dar mérito para decretar la muerte del ofensor mediante las armas o la hoguera, o bajo la sutileza del silenciamiento legal o moral.
Cuando la blasfemia se castiga o se proscribe se concreta una violación de los derechos humanos. Así lo entendió la ONU, hace tres años y medio, a través de las resoluciones de un comité de dieciocho expertos encargados de controlar el cumplimiento del Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos (ICCPR), tratado de derechos humanos refrendado en 1966, que vela por la libertad de opinión y expresión, entre otros derechos fundamentales. La resolución, identificada como Comentario General 34, compuesto de 52 párrafos, en su artículo 48, señala expresamente que las prohibiciones a las faltas de respeto a una religión o algún otro sistema de creencia, incluidas leyes contra la blasfemia, son incompatibles con el Pacto
Ergo, creer y adorar a Dios desde los preceptos de una religión es un derecho de conciencia, pero tales preceptos no pueden ser un deber legal ni una obligación moral para la sociedad toda. Cuando ello se pretende, cualquier idea religiosa se desvirtúa y se convierte en una aspiración política o ideológica, que no tiene por qué necesariamente ser respetada. Menos aun cuando esa aspiración se apoya en una imposición brutal.
Publicado en Reeditor el 28 de enero de 2015
¿Democracia protegida?
Hace algunas décadas, en Chile fue acuñado el concepto de “democracia protegida”. En su tiempo, las fuerzas que luchaban por la restauración democrática lo denunciaron, lo vapulearon y hasta lo caricaturizaron.
Era incomprensible y repudiable para esas fuerzas políticas opositoras al régimen dictatorial, que la democracia fuera tutelada por sector alguno de la sociedad, y que hubieran poderes extraconstitucionales que se convirtieran en un freno, tamiz o garante de las decisiones que emanan y son mandatadas por el pueblo a través de los procesos legítimos que considera la institucionalidad democrática, partiendo por aquellos de carácter electoral.
En la mente de quienes proponían la idea de democracia protegida, estaba el rol protector que debían cumplir las Fuerzas Armadas, dentro del concepto político que les asignó el pinochetismo, y también estaban ciertas comprensiones corporativistas, devenidas del gremialismo incubado en la UC, que tomaban como referencia las vindicaciones gremialistas de las afamadas encíclicas papales de inicios del siglo XX.
Los procesos históricos demuestran que, en la mente de muchos actores de la transición y, luego, en no pocos protagonistas de nuestra aún incompleta democracia - muchos de ellos cumpliendo roles en los tres procesos políticos (dictadura, transición y normalidad democrática) -, la idea de que la democracia debía tener ciertos actores de verificación garantista no ha estado ausente, así como la idea de que deben haber instancias de validación extra institucionales, capaces de “proteger” a la democracia de sus excesos.
Instancias que deben prever y actuar cuando algo escapa de la “normalidad”, aún más allá de la decisión democrática de la ciudadanía. De este modo, algunos grupos se han arrogado la condición de censores de las decisiones de la ciudadanía y de actores no invitados a los procesos de decisión democrática. Y cuando digo “actores no invitados”, apunto a que no están considerados dentro de la institucionalidad democrática, pero actúan con mucha eficiencia para tener un rol predeterminista en las decisiones de los procesos políticos e institucionales. En la transición democrática española les llamaron “poderes facticos”, lo cuales estuvieron también presentes en la transición chilena, pero que no pueden seguir siendo validados en la normalidad democrática, sin limitarla y coaccionarla.
La herencia que nos dejó el concepto de democracia protegida, regresados los militares a lugar de donde nunca debieron salir - los cuarteles que la democracia les ha asignado para cumplir con su rol profesional inexcusable e invariable -, es que hay ahora determinados actores corporativistas que se han transformado en los censores de toda política y de todo el proceso democrático, y por lo tanto, en protectores de la “normalidad” existente.
Y claramente, bien lo sabemos, la idea de “normalidad” de esos actores fácticos no se aviene con la idea de cambio que la ciudadanía proponga, y por la cual ha optado electoralmente de manera bastante clara y explícita. Así, el concepto de democracia protegida hoy día viene a ser expresado por los grandes propietarios (vía la Confederación de la Producción y el Comercio), y por la Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica y su presidente, Ricardo Ezzati Andrello, que además goza de la particular condición de ser funcionario del Estado Vaticano. Dos poderes fácticos que dan espaldas al conservadurismo para mantener los beneficios que reporta la “normalidad”, justamente lo que la gran masa de chilenos quiere cambiar en algunos aspectos fundamentales.
Así ocurre que tenemos a una organización empresarial que cumple roles estelares en la política, como no ocurre en ninguna democracia occidental bien instituida. Hace poco un analista comentaba que, habiendo vivido varios años en Estados Unidos, no recordaba un episodio en que las organizaciones empresariales hubieran intervenido en los debates políticos como lo hace el gran empresariado chileno, donde - para peor - son dueños de los principales medios de comunicación.
Conversado el tema con diversos expertos, tampoco se da en las democracias más plenas y sanas, que quien es representante de una Iglesia sea un consultor político sobre los temas por los cuales la ciudadanía opta, aun cuando los intereses que represente y la feligresía que posea sean muy importantes. Más grave aun cuando tales importantes intereses ni siquiera expresan un sentir mayoritario o efectivos intereses de bien común.
No resulta sano para la democracia y su institucionalidad democrática, por lo tanto, que las autoridades que representan el Estado democrático, expresión de la voluntad de la ciudadanía, sus autoridades electas y los mandatados por las autoridades electas, y quienes deben representarlo en los debates que permiten la generación de las leyes, formalicen actos simbólicos o actos institucionales que induzcan a pensar que tenemos una democracia protegida, o validen condiciones de autoridad equiparables a las que entrega la institucionalidad y la Constitución.
Las visitas de autoridades o de candidatos a cargos públicos a la CPC, por ejemplo, cuando se están discutiendo temas propios del debate democrático o se está postulando a ejercer cargos en el Estado, resulta francamente impresentable desde el punto de vista del rol que deben cumplir los personeros cuando deban ejercer la autoridad a nombre del pueblo o cuando deban ejercer su representación en el parlamento, en el consejo regional o en el concejo municipal.
Toda democracia debe tener la capacidad de recoger las distintas opiniones o compatibilizar los distintos intereses, y conocer la opinión de los distintos grupos de interés, pero ello debe realizarse en los lugares que el pueblo ha entregado para el ejercicio del cargo y para precaver la majestad que de ello se deriva. Ello es un tema simbólico irrenunciable para la sanidad de las instituciones, desde que la democracia fue concebida como tal por los griegos, y aún en las épocas de las comunidades tribales.
Resulta indecoroso y atentatorio al ejercicio de una verdadera democracia y a los fundamentos republicanos, por lo tanto, que dos Ministros de Estado, autoridades delegadas de la Presidencia de la República, institución máxima del Estado y de la Constitución Política, concurran a “explicar” a un jefe de iglesia, por muy importante que ella sea, los alcances de un proyecto de ley. Ello viola la institucionalidad democrática devenida del pueblo y el fundamento republicano, establece un tratamiento desigual desde el punto de la ley de cultos, y da trato discriminatorio a diversas organizaciones e instituciones que tienen algo que aportar en el tema a ser debatido en el parlamento, y que deben tocar la puerta de las autoridades y pedir audiencia, muchas veces de manera infructuosa. Lo pone en evidencia, el hecho que el presidente de los empleados fiscales ha señalado su frustración por no haber sido recibidos para explicar sus aprehensiones al proyecto de reforma laboral explicado de manera tan solícita a un jefe de iglesia.
Se hace imperioso que quienes alguna vez reaccionaron con decisión frente a la pretensión de concebir una institucionalidad democrática “protegida”, hoy consideren y analicen la gravedad de actos que subordinan simbólica y ritualmente a las autoridades que son mandatarios del pueblo, exponentes del ejercicio republicano, a poderes que no representan a una instancia prevista en el ordenamiento democrático ni en la Constitución Política, a la cual tales autoridades se deben por sobre todas las cosas.
Publicado en Reeditor el 07 de enero de 2015
lunes, 16 de marzo de 2015
Crisis de un concepto de religiosidad.
Hace algunas semanas, en Chile fue condenado el sacerdote legionario irlandés Realy (identificado en Chile como O´Realy), por abusos a menores. Con seguridad, su caso es el paradigma de una concepción religiosa que entró en crisis y que está provocando un cambio sustancial en la percepción e interpretación de la religiosidad en el país.
Es una realidad que las personas están mirando la religiosidad desde una perspectiva absolutamente distinta, precisamente por los abusos que la jerarquía católica ha amparado en muchos casos, por su relación con el poder, o por la forma como el poder ha sido utilizado para ejercer una comprensión de la religiosidad que las feligresías han ido resintiendo, y que han ido provocado efectos sociales profundos.
Teniendo a la vista tres encuestas del año en curso, ellas dan cuenta que cada vez son más las personas que buscan tomar equidistancia de aquellas prácticas religiosas, sin dejar de reconocer que la fe sigue siendo un derecho personal legítimo y valioso. De la misma forma, cada vez son más las personas que ven su fe con distancia respecto de los clérigos católicos chilenos, por lo que ellos ha representado en la realidad de sus comunidades, y han buscado opciones alternativas que no estén marcadas por el boato, la grandilocuencia, la rigidez frente a las debilidades humanas, y por la manipulación manifiesta en el ejercicio de su hegemonía.
Lo más grave, sin duda, tiene que ver con esto último, sobre todo cuando los curas se han involucrado en opiniones sobre lo que deben hacer creyentes y no creyentes en su vida privada, dando normas de conducta que no han sido capaces institucionalmente de sostener en la práctica de sus agentes. Precisamente, ha sido la sexualidad el más feble de sus testimonios de vida, junto a su apetencia por el poder económico, vía vinculaciones con los grandes propietarios y por negocios altamente rentables como ha sido el caso de la educación.
Teniendo a la vista las encuestas de Latinobarómetro, la encuesta de la Universidad Diego Portales sobre “Transformaciones socioculturales de la sociedad chilena” y la Encuesta Nacional Bicentenario, realizada por Adimark y la Pontificia Universidad Católica de Chile, ellas dan cuenta precisamente que hay una crisis en el concepto de la religiosidad que ha imperado en el país, y que viene a expresarse en un aumento creciente de quienes no profesan una religión.
Sin embargo, lo más radical es que las personas, aun sosteniendo una creencia religiosa, no encuentran en los agentes religiosos una respuesta a sus necesidades de fe. Ello se ve claramente reflejado en el alejamiento de los feligreses de los oficios formales, y en la menor aceptación de los pronunciamientos de los sacerdotes sobre cuestiones de la vida diaria y personal.
Una muestra evidente es que lejos del pensamiento de los dominantes exponentes de la religiosidad católica en Chile, donde se encuentran curas y representantes políticos del conservadurismo, junto a prominentes propietarios empresariales, que se oponen a rajatabla a legislar sobre el aborto en tres casos extremos, la mayoría del país - conformada por creyentes desengañados y ciudadanos que no siguen los dictados de las iglesias, por razones filosóficas o éticas- , piensa absolutamente lo contrario.
Las encuestas señaladas dan cuenta de que las personas que abandonan su identidad católica son crecientes, aumentando los hasta hace algunos años débiles porcentajes de creyentes de otras confesiones (especialmente protestantes), y aquellos que se declaran sin religión, agnósticos o ateos.
La oposición de los obispos católicos a la legalización del aborto por causa de violación, inviabilidad fetal o riesgo de vida de la madre, es desdeñada ampliamente por los chilenos, cuyos dos tercios están de acuerdo en suspender el embarazo en esas eventualidades, en tanto el número de partidarios de que haya una despenalización del aborto a todo evento crece año a año.
De la misma forma, pese a lo ampliamente difundidas que han resultado las peroratas “pro-vida” impulsadas por los curas en muchas partes del país, más de un 70% de los chilenos acepta la eutanasia.
Sin embargo, ninguna de esas tendencias puede aún materializarse en leyes sensatas, debido precisamente al poder y hegemonía que ejercen los sectores conservadores empresariales, políticos y religiosos, sobre las estructuras del Estado encargadas de aplicar en la legislación e institucionalidad el consenso social y la racionalidad de la ciudadanía.
Como consecuencia de ello, la Encuesta Bicentenario ha recogido una opinión categórica de los chilenos. Un 68% de los creyentes sostienen que las organizaciones religiosas están involucradas con los que tienen dinero y poder; y un 64% de los creyentes considera que tales organizaciones e iglesias son demasiado conservadoras.
No en vano, en una calle de Santiago oriente, queda claramente simbolizada esa comprensión del poder a través de 3 sedes contiguas, que representan justamente aquella convergencia de intereses que ha sostenido un modelo de poder que la ciudadanía cuestiona y que progresivamente quiere superar, por lo que representan y lo que han impuesto en la sociedad chilena, cuyas consecuencias son absolutamente palpables en la realidad social, política y económica.
Los casos de los clérigos Karadima y (O´) Realy dan cuenta de esa concepción del poder económico y religioso, en la cual están muy presentes aquellos personeros que ejercen una hegemonía en los negocios y en las esferas de poder del país. Son los que han usados franquicias tributarias para consolidar proyectos de hegemonía en educación, destinados al segmente ABC1, y comprensiones unilaterales sobre la moral, el país y la sociedad.
El componente simbólico de esa vecindad de sedes es la síntesis de lo que comienza a desmoronarse ante el repudio, no solo de los que no creen, sino lo que es más significativo, de aquellos que reconocen una comprensión religiosa más fidedigna con los valores originales de su fe.
El pensamiento laicista chileno, de larga tradición respetuosa de las convicciones religiosas, que ha impulsado a través de las épocas de desarrollo republicano las libertades de conciencia y la separación de la iglesia católica del Estado, al tomar nota de las tendencias crecientes de la sociedad chilena hacia la afirmación de un pensamiento más libre y equidistante de las concepciones de hegemonía que han insuflado los sectores conservadores y tradicionalistas, necesariamente ve, como resultado de esas encuestas, una significativa oportunidad para reflexionar sobre el verdadero sentido que tiene la religiosidad, concebida como una aspiración sana de espiritualidad, lejos de la ambición de poder, hegemonía y logros económicos, que impulsa un confesionalismo pedestre y ampuloso, que tanto ha contribuido a la segregación y a la desigualdad en Chile.
Las encuestas aludidas son la manifestación más concreta de que la población chilena no solo quiere otra religiosidad, sino también el término de los abusos de una vetusta comprensión de lo religioso y del hacer sociedad, concebida por intereses temporales bastante equidistantes del mensaje que funda la idea de la cristianidad.
Publicado en Reeditor el 08 de diciembre de 2014
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