miércoles, 18 de marzo de 2015
¿Democracia protegida?
Hace algunas décadas, en Chile fue acuñado el concepto de “democracia protegida”. En su tiempo, las fuerzas que luchaban por la restauración democrática lo denunciaron, lo vapulearon y hasta lo caricaturizaron.
Era incomprensible y repudiable para esas fuerzas políticas opositoras al régimen dictatorial, que la democracia fuera tutelada por sector alguno de la sociedad, y que hubieran poderes extraconstitucionales que se convirtieran en un freno, tamiz o garante de las decisiones que emanan y son mandatadas por el pueblo a través de los procesos legítimos que considera la institucionalidad democrática, partiendo por aquellos de carácter electoral.
En la mente de quienes proponían la idea de democracia protegida, estaba el rol protector que debían cumplir las Fuerzas Armadas, dentro del concepto político que les asignó el pinochetismo, y también estaban ciertas comprensiones corporativistas, devenidas del gremialismo incubado en la UC, que tomaban como referencia las vindicaciones gremialistas de las afamadas encíclicas papales de inicios del siglo XX.
Los procesos históricos demuestran que, en la mente de muchos actores de la transición y, luego, en no pocos protagonistas de nuestra aún incompleta democracia - muchos de ellos cumpliendo roles en los tres procesos políticos (dictadura, transición y normalidad democrática) -, la idea de que la democracia debía tener ciertos actores de verificación garantista no ha estado ausente, así como la idea de que deben haber instancias de validación extra institucionales, capaces de “proteger” a la democracia de sus excesos.
Instancias que deben prever y actuar cuando algo escapa de la “normalidad”, aún más allá de la decisión democrática de la ciudadanía. De este modo, algunos grupos se han arrogado la condición de censores de las decisiones de la ciudadanía y de actores no invitados a los procesos de decisión democrática. Y cuando digo “actores no invitados”, apunto a que no están considerados dentro de la institucionalidad democrática, pero actúan con mucha eficiencia para tener un rol predeterminista en las decisiones de los procesos políticos e institucionales. En la transición democrática española les llamaron “poderes facticos”, lo cuales estuvieron también presentes en la transición chilena, pero que no pueden seguir siendo validados en la normalidad democrática, sin limitarla y coaccionarla.
La herencia que nos dejó el concepto de democracia protegida, regresados los militares a lugar de donde nunca debieron salir - los cuarteles que la democracia les ha asignado para cumplir con su rol profesional inexcusable e invariable -, es que hay ahora determinados actores corporativistas que se han transformado en los censores de toda política y de todo el proceso democrático, y por lo tanto, en protectores de la “normalidad” existente.
Y claramente, bien lo sabemos, la idea de “normalidad” de esos actores fácticos no se aviene con la idea de cambio que la ciudadanía proponga, y por la cual ha optado electoralmente de manera bastante clara y explícita. Así, el concepto de democracia protegida hoy día viene a ser expresado por los grandes propietarios (vía la Confederación de la Producción y el Comercio), y por la Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica y su presidente, Ricardo Ezzati Andrello, que además goza de la particular condición de ser funcionario del Estado Vaticano. Dos poderes fácticos que dan espaldas al conservadurismo para mantener los beneficios que reporta la “normalidad”, justamente lo que la gran masa de chilenos quiere cambiar en algunos aspectos fundamentales.
Así ocurre que tenemos a una organización empresarial que cumple roles estelares en la política, como no ocurre en ninguna democracia occidental bien instituida. Hace poco un analista comentaba que, habiendo vivido varios años en Estados Unidos, no recordaba un episodio en que las organizaciones empresariales hubieran intervenido en los debates políticos como lo hace el gran empresariado chileno, donde - para peor - son dueños de los principales medios de comunicación.
Conversado el tema con diversos expertos, tampoco se da en las democracias más plenas y sanas, que quien es representante de una Iglesia sea un consultor político sobre los temas por los cuales la ciudadanía opta, aun cuando los intereses que represente y la feligresía que posea sean muy importantes. Más grave aun cuando tales importantes intereses ni siquiera expresan un sentir mayoritario o efectivos intereses de bien común.
No resulta sano para la democracia y su institucionalidad democrática, por lo tanto, que las autoridades que representan el Estado democrático, expresión de la voluntad de la ciudadanía, sus autoridades electas y los mandatados por las autoridades electas, y quienes deben representarlo en los debates que permiten la generación de las leyes, formalicen actos simbólicos o actos institucionales que induzcan a pensar que tenemos una democracia protegida, o validen condiciones de autoridad equiparables a las que entrega la institucionalidad y la Constitución.
Las visitas de autoridades o de candidatos a cargos públicos a la CPC, por ejemplo, cuando se están discutiendo temas propios del debate democrático o se está postulando a ejercer cargos en el Estado, resulta francamente impresentable desde el punto de vista del rol que deben cumplir los personeros cuando deban ejercer la autoridad a nombre del pueblo o cuando deban ejercer su representación en el parlamento, en el consejo regional o en el concejo municipal.
Toda democracia debe tener la capacidad de recoger las distintas opiniones o compatibilizar los distintos intereses, y conocer la opinión de los distintos grupos de interés, pero ello debe realizarse en los lugares que el pueblo ha entregado para el ejercicio del cargo y para precaver la majestad que de ello se deriva. Ello es un tema simbólico irrenunciable para la sanidad de las instituciones, desde que la democracia fue concebida como tal por los griegos, y aún en las épocas de las comunidades tribales.
Resulta indecoroso y atentatorio al ejercicio de una verdadera democracia y a los fundamentos republicanos, por lo tanto, que dos Ministros de Estado, autoridades delegadas de la Presidencia de la República, institución máxima del Estado y de la Constitución Política, concurran a “explicar” a un jefe de iglesia, por muy importante que ella sea, los alcances de un proyecto de ley. Ello viola la institucionalidad democrática devenida del pueblo y el fundamento republicano, establece un tratamiento desigual desde el punto de la ley de cultos, y da trato discriminatorio a diversas organizaciones e instituciones que tienen algo que aportar en el tema a ser debatido en el parlamento, y que deben tocar la puerta de las autoridades y pedir audiencia, muchas veces de manera infructuosa. Lo pone en evidencia, el hecho que el presidente de los empleados fiscales ha señalado su frustración por no haber sido recibidos para explicar sus aprehensiones al proyecto de reforma laboral explicado de manera tan solícita a un jefe de iglesia.
Se hace imperioso que quienes alguna vez reaccionaron con decisión frente a la pretensión de concebir una institucionalidad democrática “protegida”, hoy consideren y analicen la gravedad de actos que subordinan simbólica y ritualmente a las autoridades que son mandatarios del pueblo, exponentes del ejercicio republicano, a poderes que no representan a una instancia prevista en el ordenamiento democrático ni en la Constitución Política, a la cual tales autoridades se deben por sobre todas las cosas.
Publicado en Reeditor el 07 de enero de 2015
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