(Publicado en www.iniciativalaicista.cl el 18 de diciembre de 2016)
Toda
persona medianamente informada sabe que se, entiende como “fundamentalistas”, a
aquellas actitudes o conductas que son contrarias a los cambios o
reinterpretaciones de las doctrinas, fundamentos, o prácticas consideradas
esenciales e inamovibles en un sistema de ideas, especialmente cuando este
tiene un carácter religioso. Cuando ello tiene un alcance concreto, en las opciones
prácticas y cotidianas de las personas que siguen un determinado sistema de
ideas, se habla también de “integrismo”.
Ambos
conceptos se hicieron habituales en el uso comunicacional, hace 40 años, entre
quienes censuraban los alcances y opciones promovidas por el régimen teocrático
que se instaló en Irán, luego de la caída del sha Mohammad Reza Pahlevi.
Sin
embargo, el uso habitual de ambos conceptos permitió que la gente comenzara a
emplearlos para calificar conductas o actitudes de otras corrientes de ideas
que, más allá de lo religioso tratan de regimentar la vida social, desde otras
perspectivas, y que, también, buscan asentarse en el ámbito moral, para llegar
así a la legitimidad social y política, hasta formar parte de la legitimidad jurídica.
Así, todo
sistema de ideas, o todo conjunto de ideas específicas dentro de un sistema,
tratará siempre, en ánimo de penetrar la conciencia social, de lograr la
legitimidad moral, para coronarse al fin en legitimidad política y jurídica.
Todas las grandes ideas humanas, las buenas y las malas, han seguido el mismo
proceso y lo seguirán haciendo.
De allí
la importancia de la democracia y el derecho a la libertad de conciencia, para el
debate y la discusión de los temas que afectan a la sociedad. De allí, el efecto que tienen los derechos de las
minorías en cualquier sociedad auténticamente democrática, donde, en
definitivamente, en cualquier aspecto en debate, todos podemos habitualmente
ser minoría (en algún sentido) y, en menos oportunidades, mayoría.
Todas las
grandes ideas en el seno de la Humanidad, las buenas y las malas, han sido
determinadas sobre la base del mismo proceso de legitimidad, que busca la
exaltación política y legal, partiendo de la búsqueda del consenso moral. Todas
parten de una apelación a la justicia para legitimar su fundamento moral. Las
buenas y las malas.
Algo que
ha enseñado la historia humana,
indisoluble de toda pretensión moral, es que hasta las buenas ideas, las
más nobles y justas, en algún momento, cuando logran cierto asentamiento firme
en la cabeza de playa de las batallas de las ideas, se visten con la pretensión
hegemónica. Y toda hegemonía arrastra el oscuro anhelo irrefrenable de la
exclusión.
Alguna
vez, el ser humano se dio cuenta de que las hegemonías y el virus de la
exclusión que conllevan, estaba en la argumentación, en la forma de pensar e
interpretar las cuestiones morales, y luego políticas y jurídicas. Entonces
generó una idea que llama a pensar las cosas desde la mutiplicidad y no del
unicismo. Así nació el libre pensamiento como doctrina, que debía tener el
antivirus frente a la hegemonía. Y cuando los libre pensadores vieron que las
hegemonías morales tenían siempre como objetivo final la hegemonía política y
jurídica, crearon un concepto sustancial: el laicismo, para promover
precisamente el respeto a la diversidad en aquellos niveles jurídico-políticos
donde la hegemonía pretende asentarse.
Y en la
puesta en práctica de estas doctrinas inoculadas del virus del hegemonismo,
quienes las promueven han llegado a comprobar que no solo las religiones tienen
un alcance perverso cuando logran la
hegemonía. Ciertamente, lo que dice al laicismo, por su origen conceptual,
siempre estará asociado al hegemonismo religioso.
Pero,
desde la mirada del libre pensamiento, es posible comprobar que muchas buenas
ideas pueden tornarse en perversamente hegemónicas, en la medida que pretendan
imponerse sobre la sociedad, que siempre tendrá, por esencia, por práctica y
por el carácter evolutivo del ser humano, un carácter plural, determinado por
la multiplicidad de minorías que la
componen, es decir, todo nosotros.
Desde la
mirada laicista, se ha podido comprobar también que hay muchas grandes ideas,
que no tienen implícita una idea de divinidad, que terminan optando por un
especie de práctica religiosa, y donde sus elementos simbólicos llegan a
expresar una condición sacramental, y todo lo que ponga en discusión la
simbología asociada a ella, viene a ser declarado como apostasía, y por lo
tanto merecedora de la condenación social, condenación que necesita la
expresión de la mayoría en contra de los “desbandados” o “no consensuados”
minoritarios
Desde la
experiencia del laicismo, siempre debe promoverse la importancia de la libertad
de pensamiento, porque la unicidad de pensamiento es el primer síntoma de una
sociedad que se enferma con el hegemonismo y la exclusión. No hay ninguna buena
idea, no hay ninguna justa idea, en la historia humana, que no necesite de la
contextualización de la diversidad para desarrollarse sanamente.
Pretender
que toda persona, en la adhesión a una idea razonable y razonada, deba expresar
de manera irrenunciable lo que los obispos y las obispas, lo que los sacerdotes
o sacerdotisas, encargadas de defender el huevo fundamental de la idea en
discusión establecen como la forma y el fondo del asunto, atenta contra la
libertad de conciencia y los derechos inalienables de cada persona a vivir su
proceso individual e individualísimo a crecer junto a los demás en diversidad.
Ciertamente,
toda idea, aspirante a hegemonizar o ya concretada en hegemonía, crea siempre
sus hogueras o promueve los linchamientos colectivos, reales o simbólicos, cuando
algo parece alejarse de su fundamento e integridad.
Olvidan
que, cuando una idea es absolutamente justa, es más que nunca necesario
someterla, como lo hace la ciencia con sus proposiciones, a la condición de
teoría, no de verdad. Toda buena idea no puede adquirir modalidad de religión,
ya que ello implica una connotación de revelación que excluye el análisis
crítico.
Nuestra
sociedad está plagada de espacios para quemar o linchar. Se está convirtiendo
en una mala práctica en demasiadas personas buenas. Incluso en personas con una
mente abierta al libre pensar. La propensión a la sacralización del corpus de toda doctrina, contiene un
perverso afán que termina pervirtiendo incluso lo justo de cualquier
argumentación.
La
hegemonización mata cualquier pluralismo, mata la libertad de conciencia, mata el
derecho a cualquier matiz de diversidad, mata la espontaneidad natural, y hasta el humor. Toda expresión de la
arrogancia de la hegemonización moral, mata primero simbólicamente, para
terminar matando luego físicamente.
Anhelamos
que, aquellos que han asumido el compromiso con la libertad de pensamiento, y nunca
declinen ante la hegemonía moral de una transitoria mayoría y que renuncien
siempre a la sacralización, ya que en ello descansa la libertad y el derecho a
la diversidad, y en ello se sustenta la posibilidad cierta de seguir siendo
seres humanos; seres que buscan, que aprenden, que cometen errores, que siguen
relativizando la moral.
Cuidémonos,
libre pensadores, de los antiguos y nuevos fundamentalismos, sobre todo de los
que no vienen de una revelación divina, y sigamos trabajando por la laicidad,
manteniendo a raya los integrismos que devienen de una religiosidad que se
convierte en un oscuro afán de hegemonía.
Respetemos
toda idea que se propone en bien de la Humanidad, en el ámbito de su modestia
primordial, y que enriquece al hombre individual en su desarrollo en un medio
social donde priman los derechos de todos.
Y
cuidemos el humor. Es parte de la condición en que el ser humano advierte sus
limitaciones y calibra sus capacidades de aprendizaje. Recordemos siempre que
los fundamentalismos son absolutamente serios, hoscos y malhumorados.