domingo, 25 de diciembre de 2016

A cuidarse del fundamentalismo



(Publicado en www.iniciativalaicista.cl el 18 de diciembre de 2016)


Toda persona medianamente informada sabe que se, entiende como “fundamentalistas”, a aquellas actitudes o conductas que son contrarias a los cambios o reinterpretaciones de las doctrinas, fundamentos, o prácticas consideradas esenciales e inamovibles en un sistema de ideas, especialmente cuando este tiene un carácter religioso. Cuando ello tiene un alcance concreto, en las opciones prácticas y cotidianas de las personas que siguen un determinado sistema de ideas, se habla también de “integrismo”.
Ambos conceptos se hicieron habituales en el uso comunicacional, hace 40 años, entre quienes censuraban los alcances y opciones promovidas por el régimen teocrático que se instaló en Irán, luego de la caída del sha Mohammad Reza Pahlevi.
Sin embargo, el uso habitual de ambos conceptos permitió que la gente comenzara a emplearlos para calificar conductas o actitudes de otras corrientes de ideas que, más allá de lo religioso tratan de regimentar la vida social, desde otras perspectivas, y que, también, buscan asentarse en el ámbito moral, para llegar así a la legitimidad social y política, hasta formar parte de la legitimidad jurídica.
Así, todo sistema de ideas, o todo conjunto de ideas específicas dentro de un sistema, tratará siempre, en ánimo de penetrar la conciencia social, de lograr la legitimidad moral, para coronarse al fin en legitimidad política y jurídica. Todas las grandes ideas humanas, las buenas y las malas, han seguido el mismo proceso y lo seguirán haciendo.
De allí la importancia de la democracia y el derecho a la libertad de conciencia, para el debate y la discusión de los temas que afectan a la sociedad. De allí,  el efecto que tienen los derechos de las minorías en cualquier sociedad auténticamente democrática, donde, en definitivamente, en cualquier aspecto en debate, todos podemos habitualmente ser minoría (en algún sentido) y, en menos oportunidades, mayoría.
Todas las grandes ideas en el seno de la Humanidad, las buenas y las malas, han sido determinadas sobre la base del mismo proceso de legitimidad, que busca la exaltación política y legal, partiendo de la búsqueda del consenso moral. Todas parten de una apelación a la justicia para legitimar su fundamento moral. Las buenas y las malas.
Algo que ha enseñado la historia humana,  indisoluble de toda pretensión moral, es que hasta las buenas ideas, las más nobles y justas, en algún momento, cuando logran cierto asentamiento firme en la cabeza de playa de las batallas de las ideas, se visten con la pretensión hegemónica. Y toda hegemonía arrastra el oscuro anhelo irrefrenable de la exclusión.
Alguna vez, el ser humano se dio cuenta de que las hegemonías y el virus de la exclusión que conllevan, estaba en la argumentación, en la forma de pensar e interpretar las cuestiones morales, y luego políticas y jurídicas. Entonces generó una idea que llama a pensar las cosas desde la mutiplicidad y no del unicismo. Así nació el libre pensamiento como doctrina, que debía tener el antivirus frente a la hegemonía. Y cuando los libre pensadores vieron que las hegemonías morales tenían siempre como objetivo final la hegemonía política y jurídica, crearon un concepto sustancial: el laicismo, para promover precisamente el respeto a la diversidad en aquellos niveles jurídico-políticos donde la hegemonía pretende asentarse.
Y en la puesta en práctica de estas doctrinas inoculadas del virus del hegemonismo, quienes las promueven han llegado a comprobar que no solo las religiones tienen un alcance perverso cuando logran la hegemonía. Ciertamente, lo que dice al laicismo, por su origen conceptual, siempre estará asociado al hegemonismo religioso.
Pero, desde la mirada del libre pensamiento, es posible comprobar que muchas buenas ideas pueden tornarse en perversamente hegemónicas, en la medida que pretendan imponerse sobre la sociedad, que siempre tendrá, por esencia, por práctica y por el carácter evolutivo del ser humano, un carácter plural, determinado por la multiplicidad de  minorías que la componen, es decir, todo nosotros.
Desde la mirada laicista, se ha podido comprobar también que hay muchas grandes ideas, que no tienen implícita una idea de divinidad, que terminan optando por un especie de práctica religiosa, y donde sus elementos simbólicos llegan a expresar una condición sacramental, y todo lo que ponga en discusión la simbología asociada a ella, viene a ser declarado como apostasía, y por lo tanto merecedora de la condenación social, condenación que necesita la expresión de la mayoría en contra de los “desbandados” o “no consensuados” minoritarios
Desde la experiencia del laicismo, siempre debe promoverse la importancia de la libertad de pensamiento, porque la unicidad de pensamiento es el primer síntoma de una sociedad que se enferma con el hegemonismo y la exclusión. No hay ninguna buena idea, no hay ninguna justa idea, en la historia humana, que no necesite de la contextualización de la diversidad para desarrollarse sanamente.
Pretender que toda persona, en la adhesión a una idea razonable y razonada, deba expresar de manera irrenunciable lo que los obispos y las obispas, lo que los sacerdotes o sacerdotisas, encargadas de defender el huevo fundamental de la idea en discusión establecen como la forma y el fondo del asunto, atenta contra la libertad de conciencia y los derechos inalienables de cada persona a vivir su proceso individual e individualísimo a crecer junto a los demás en diversidad.
Ciertamente, toda idea, aspirante a hegemonizar o ya concretada en hegemonía, crea siempre sus hogueras o promueve los linchamientos colectivos, reales o simbólicos, cuando algo parece alejarse de su fundamento e integridad.
Olvidan que, cuando una idea es absolutamente justa, es más que nunca necesario someterla, como lo hace la ciencia con sus proposiciones, a la condición de teoría, no de verdad. Toda buena idea no puede adquirir modalidad de religión, ya que ello implica una connotación de revelación que excluye el análisis crítico.
Nuestra sociedad está plagada de espacios para quemar o linchar. Se está convirtiendo en una mala práctica en demasiadas personas buenas. Incluso en personas con una mente abierta al libre pensar. La propensión a la sacralización del corpus de toda doctrina, contiene un perverso afán que termina pervirtiendo incluso lo justo de cualquier argumentación.
La hegemonización mata cualquier pluralismo, mata la libertad de conciencia, mata el derecho a cualquier matiz de diversidad, mata la espontaneidad natural,  y hasta el humor. Toda expresión de la arrogancia de la hegemonización moral, mata primero simbólicamente, para terminar matando luego físicamente.
Anhelamos que, aquellos que han asumido el compromiso con la libertad de pensamiento, y nunca declinen ante la hegemonía moral de una transitoria mayoría y que renuncien siempre a la sacralización, ya que en ello descansa la libertad y el derecho a la diversidad, y en ello se sustenta la posibilidad cierta de seguir siendo seres humanos; seres que buscan, que aprenden, que cometen errores, que siguen relativizando la moral.
Cuidémonos, libre pensadores, de los antiguos y nuevos fundamentalismos, sobre todo de los que no vienen de una revelación divina, y sigamos trabajando por la laicidad, manteniendo a raya los integrismos que devienen de una religiosidad que se convierte en un oscuro afán de hegemonía.
Respetemos toda idea que se propone en bien de la Humanidad, en el ámbito de su modestia primordial, y que enriquece al hombre individual en su desarrollo en un medio social donde priman los derechos de todos.
Y cuidemos el humor. Es parte de la condición en que el ser humano advierte sus limitaciones y calibra sus capacidades de aprendizaje. Recordemos siempre que los fundamentalismos son absolutamente serios, hoscos y malhumorados.         

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