Sin duda, sobre el 09 de noviembre de
1938, de la Noche de los Cristales Rotos o Reichspogromnacht,
se han dicho muchas cosas a través de los casi 80 años posteriores, y se
seguirán diciendo. Su simbolismo, sus alcances, sus efectos, siguen estando
latentes en cualquier conciencia informada y en cualquier análisis sobre los
factores que disocian a los individuos y a las comunidades humanas, de las
comprensiones comunes que tienen que ver con la convivencia y el respeto
necesario de la legitimidad del otro, como sujeto válido en todos los alcances
que de ello se desprenden: sociales, jurídicos, morales, políticos.
Cuando se conocen, analizan o
reconstruyen en la memoria tales eventos, y este en especial, sin duda en la
memoria colectiva aparecen otros sucesos igualmente desgarradores, que también
expresan de alguna manera, esa misma manifestación de odio, esa irracionalidad,
y esa negación de la legitimidad del otro, por alguna explicación sustentada en
las conductas más disociadoras de todo colectivo humano: la intolerancia.
Para practicar y verbalizar la
intolerancia no se necesitan grandes ideas, sino solo la manifestación de lo
más elemental de la odiosidad. Y la odiosidad no necesita grandes cantidades de
combustible moraloide o de desarrollos argumentales. Cuando hablo de odiosidad
quiero hacer presente que es un estado ambiental, que en su condición de
sustantivo abstracto, nos dice que hay una condición anímica y una
determinación con atisbos moralizantes, que de lo individual se proyecta a lo
colectivo y se transforma en un hecho político.
Los odios que alberga un individuo en
sus capacidades emocionales y en los linderos de su conciencia, no es un hecho
social, y cuando más queda en la historia dentro de los archivos judiciales, en
la página roja de los medios, o cuanto más en la irrelevancia de su propia
existencia. Los odios son parte de la existencia cotidiana del hombre
individual. Muchas veces odiamos hasta por las cosas más pueriles.
Sin
embargo, cuando hablamos de odiosidad estamos hablando de una condición
característica, de una condición cualitativa que, cuando adquiere presencia en
los grupos humanos, es inevitable que se proyecte en una disposición política.
Es decir, adquiere una manifestación concreta en la intención de intereses que
buscan hacerse legítimos dentro del ordenamiento social. Para ello es necesario solo desarrollar dos o
tres ideas, que no necesiten una fuerza argumental compleja, y que establezcan
un concepto diferenciador y la voluntad excluyente para zanjar la
diferenciación.
Un aspecto diferenciador de recurrencia
histórica, en todos los procesos humanos que han terminado en dolorosos dramas,
ha sido la distinción racial. Otras veces, ha sido la distinción religiosa.
Otras veces, la simple distinción cultural. Señalo estas, porque de alguna
manera, estos han sido los factores de discriminación en las comunidades humanas
que han escrito las páginas más dolorosas de la historia, al margen de los
procesos determinados por las aspiraciones y
acciones de conquista de determinados hombres de guerra.
La condición étnica, la religión y las
costumbres características de los grupos humanos, efectivamente, han sido las
motivaciones para introducir dentro de las sociedades los efectos más
devastadores contra la convivencia pacífica y el respeto a la condición humana
que todos nos debemos respecto del otro.
Muchas veces las sociedades son sometidas a graves y hasta violentas
tensiones, como resultado del choque de intereses y objetivos, sin embargo,
cuando más perversión adquieren tales confrontaciones, son cuando se establece
como elemento convocante del interés de algunos, la argumentación racial, la
argumentación religiosa o la argumentación cultural.
El más artero de todos, es el factor
racial. Cualquier ser humano, tal vez puede tener la posibilidad de cambiar de
religión e incluso abandonar las costumbres colectivas más arraigadas, pero no
puede abandonar los factores que dominan su linaje o el determinismo de sus
genes. Son parte de su existir físico, en el que no tuvo posibilidad de elegir.
Odiar a alguien por el color de su piel o sus características étnicas, de este
modo, se transforma en una ventaja absoluta para quien estimula la odiosidad a
partir de una discriminación racial. De
allí, que no hay peor, más artero y más deleznable propósito, que llamar y
estimular el odio social, a propósito de las características étnicas de un
individuo o de un grupo humano.
La otra causa histórica de gran alcance que
ha estimulado la odiosidad, es aquella sustentada en la discriminación
religiosa. Cuando la discriminación religiosa alcanza la categoría política, desde
luego que se transforma en una motivación que perfectamente puede convertirse
en un vector que se proyecte de la criminalidad hacia el genocidio. Las últimas
décadas de la historia humana tienen ejemplos vergonzantes que ofenden a
cualquier conciencia decente, y que parecieran ser acontecimientos
geográficamente tan lejanos de nuestra realidad sudamericana, pero que son
parte de esta aldea global en la que vivimos cada día.
Muchas veces, muy unido a lo religioso,
está la cuestión de las costumbres de los grupos humanos, frente a lo cual,
otros grupos reaccionan a través de odio. La afirmación cultural muchas veces
se transforma en un obstáculo insalvable para el deseo de mezclarnos y
admitirnos, para la voluntad de progresar y diversificarnos dentro de las
cotidianidades del convivir.
Pertenezco a una comunidad de personas
que me ha tenido por veinticinco años, participando en distintas reflexiones,
gran parte de ellas centradas en la necesidad de la tolerancia como objetivo
fundamental, como tarea societaria de primer orden.
En esas reflexiones he adquirido la
convicción de que el racismo, los atavismos religiosos y las reclamaciones
culturales, cuando convergen en una voluntad política, adquieren una
potencialidad homicida que se abate como un tornado sobre las comunidades
políticas. Sé que estoy hablando entre personas religiosas que podrían sentirse
provocados por mis palabras. Sin embargo, debo decirles que respeto
profundamente los propósitos religiosos, su doctrina y su fundamento. Pero, soy
un convencido que cuando la religión deja de ser tal, para transformarse en una
propuesta política, no cabe duda que se produce una desviación que siempre trae
consecuencias para las sociedades.
Si hay algo que primó en la antesala,
durante y posteriormente, en la Noche de los Cristales Rotos, fue precisamente
la conjunción perversa del odio racial, del odio religioso y del odio cultural,
en una voluntad expresada a través de
una ideología política. Entre los propósitos que insuflaron la intolerancia de
aquella ideología demencial, manifestada en una acción política concreta, convergen con absoluta claridad esos tres
elementos que he mencionado.
Y cuando las tenemos presentes en
cualquier sociedad, como lo fue la sociedad alemana de los años 1930, lo que
viene a hacerse tangible en la forma como opera esa disposición política, donde,
a los componentes señalados, se agregan otros tres elementos determinantes: el
ejercicio desnudo del poder, lejos de cualquier consideración ética, la
hegemonía y la exclusión.
La intolerancia y la odiosidad como categorías
políticas adquieren relevancia solo en la medida que hay poder y ese poder es
ejercido en función de determinados objetivos, pretendiendo y construyendo la
hegemonía, y aplicando, una vez consolidados los pasos anteriores, la exclusión
de aquellos a los que se considera prescindibles dentro del modelo que se
pretende imponer.
Vuelvo a lo dicho al principio: Para
sustentar un estado de cosas como el indicado, no se requieren grandes ideas o
desarrollos argumentales de gran alcance. Basta lo más elemental. Hace algunos
meses veces vi en televisión un reportaje sobre ISIS cuando tomó control en
Mosul. Los hombres entrevistados, los niños, los combatientes, solo se
expresaban en dos o tres frases: una frase para alabar a su divinidad, otra
frase para definir a sus satánicos enemigos, y la otra frase para indicar lo
que harían con sus enemigos.
Recuerdo haber estudiado alguna vez la
fuerza argumental que sostuvo el nazismo para desatar la criminalidad colectiva
que al final llegó al genocidio. También eran pocas frases, todas muy
elementales. Si bien Hitler era abundante en su oratoria, sus seguidores más
encumbrados solo necesitaban un reducido grupo de frases precisas para desatar
el odio, el encono y la violencia.
He escuchado muchas veces la necesidad
de promover la tolerancia en las sociedades humanas. Hay algunos que consideran
esencial que las sociedades deben reconocer la importancia de la tolerancia
racial, sobre todo cuando han tenido experiencias de odio étnico en sus
vivencias. Hay otros que consideran y difunden la demanda de la importancia de
la tolerancia religiosa, sobre todo cuando surgen antecedentes de expresiones
de poder, hegemonía y exclusión. Creo que ello es positivo, aun cuando creo que
expresan sesgadamente el problema de fondo que debe asentarse radicalmente en toda sociedad donde impere la
tolerancia, el derecho a la diversidad, y la paz entre sus distintos
componentes en contradicción: la tolerancia civil.
Creo que el gran desafío para las
sociedades sometidas a tensiones producto de presencias diversas en su
composición, debiera descansar en la forma como articulamos la sociedad civil,
a partir de una convicción de tolerancia en el convivir, legitimando a los
otros que no son como yo, o no son como nosotros, como legítimos componentes de
la sociedad, con sus libertades de conciencia y sus derechos a pensar
libremente, con sus derechos a realizarse y desarrollarse como todos y cada uno.
Ello lo sintetizo en el concepto de tolerancia civil, aquella que surge
precisamente de la condición o cualidad de ser parte de una sociedad articulada
por diversos grupos humanos y de personas que conviven dentro de una realidad y
un espacio común.
Si las sociedades fueran capaces de
construir esa tolerancia civil, cualquier incapacidad de aceptarse, a partir de
distintas condiciones o especificidades, estaría en ese ámbito específico de
resolución. Ello sería un basamento concreto para construir políticas más
tolerantes y más inclusivas.
Cuando ocurrieron los hechos que
conmemoramos con dolor y perplejidad, hace 78 años, lo que experimentó Alemania
fue un espantoso derrumbe de los fundamentos de la sociedad civil, provocados
por una comprensión de poder, de hegemonía y de exclusión. En aquellos años la
sociedad alemana se olvidó de una comprensión civil de legitimidad, a la que
tenían derecho todos los hombres y mujeres que vivían en su suelo.
Esa horrible realidad se ha reproducido
en las décadas siguientes, en todos los continentes por diversas causas,
protagonistas, motivaciones e intenciones. América Latina ha sido testigo
también de esas rupturas dramáticas por razones ideológicas o de proyectos de
sociedad. No hay continente que no tenga que lamentar consecuencias de purgas
dentro de la vida civil, donde siempre han habido grupos que deben ser
excluidos por criterios y conductas excluyentes. Chile lo vivió dramáticamente
hace algunas décadas.
Nuestra sociedad sin embargo, parece
haber aprendido la lección. En un sentido general, somos muchos más tolerantes
de lo que pensamos. Hay odiosidades que aún están larvadas en la conciencia de
cada cual, probablemente. Pero no hay inmunidad en las sociedades para volver a
tropezar con piedras conocidas, por eso la importancia de esta actividad de hoy.
La reflexión final que hago frente a
la comunidad religiosa luterana organizadora de esta conmemoración, que expresan la tradición de una historia fundada en la
tolerancia civil, especialmente bajo el Siglo de las Luces, es que esa
historia es un tremendo aporte que siempre deben potenciar. Sobre todo cuando
hay muchos que, desde una perspectiva de adoración a Dios, sustentan visiones de
poder, hegemonía y velada exclusión. Descomponer una sociedad a través del odio
y el rencor es más fácil que componerla a través del amor y la misericordia.
Al recordar los hechos de aquella noche
dramática, que como comunidades religiosas nos traen a la memoria y a la
reflexión esta noche, pensemos que los desafíos que enfrentan los seres humanos, pueden y
deben ser resueltos por nosotros los seres humanos… para gloria de Dios.
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