Recientes hechos han conmocionado el país,
y la agenda noticiosa y los debates están marcados por la conmoción y el
asombro. Pareciera estar cada día en el aire la oscura expectación del morbo, respecto
de lo que pueda depararnos la mañana siguiente.
La confianza es una cualidad que ya no es
referenciada en los diálogos de la cosa pública, ni respecto de la forma como
construimos el hecho societario de cada día. Los diálogos y las conversaciones
cívicas parecen ser sospechosos y lo trivial adquiere condición de sustancia,
negando toda posibilidad a la mesura.
Lo necesario ya carece de toda
racionalidad. La razón, expresión societaria del consenso, ha debido ser
inmolada en bien de cierta oscura prospectiva que se funda en la escasez
argumental. Bastan dos o tres palabras. La propensión apunta hacia el estímulo
del consabido proto-discurso, con pretensiones de fallo presuntamente moral
Quienes han estudiado el fenómeno de las
muchedumbres en las historias sociales, deben estar desolados para calibrar el
alcance y el fondo de lo que manifiesta el hecho público virtual, en una
sociedad civil que parece desarticulada, y que se expresa segmentariamente en
foros espurios o disimulados mentideros de grupos virtuales o similares, sin
épica ni relato, a recaudo de la responsabilidad de aquel ciudadano que salía a
debatir en las calles o en los ateneos o asambleas de la mejor república.
Ya no se trata de debatir en torno al
mejor calificado o en torno a las virtudes que la república exige, sino que el
debate atrabiliario impone la lógica perversa de que el servidor público
sobreviva a la descalificación y al linchamiento público.
Algunos se han arrogado la tarea de
Charles H. Sanson, para cumplir el deseo de cierto pueblo virtual, que clama
ávidamente por más cabezas. Los viscerales y a los francotiradores de la
denostación, transformados en argumentadores incensados de una especie falaz de
moral pública, se convierten así en tribunal de facto, acudiendo a lapidaciones
virtuales tan perversas como las reales.
La pregunta que debemos hacernos es ¿quién
– con dominio de ciencia y filosofía - querrá soportar en el futuro tanta
irracionalidad y violencia verbal, y pretender optar al servicio público? Sin
duda, no los mejores, sino, como en los naufragios, solo los
sobrevivientes.
No debemos perder de vista que, en toda
sociedad y tiempo, siempre habrá provocadores que induzcan a lapidar a
Magdalena, imputándole las peores conductas, sin siquiera conocer sus presuntos
pecados. Lo que importa para ellos es el acto mismo de la lapidación. La
ejecutan autores opacos cuyos nombres la historia olvida, porque nadie
vindicará sus nombres. El pudor de la memoria social preferirá olvidarlos,
pero, por desgracia, quedará su víctima en la plaza pública para avergonzarnos
a todos del delito colectivo.
Frente a lo expuesto, que atosiga al
sentido racional y las buenas prácticas del ejercicio de la ciudadanía, debemos
ya preguntarnos: ¿qué hemos ganado y que hemos perdido como república en esta
vorágine llena de paranoias colectivas que, día a día, está minando todo
sentido societario y nuestra potencialidad de país? Es necesario que se haga el
balance.
Lo que se destruye en cualquier civismo
cierto, se equilibra con grandes construcciones que orienten a los pueblos
hacia la virtud. Virtudes individuales, virtudes colectivas, sensatez que ayude
a avanzar hacia la convivencia y la formación de una robusta conciencia
pública.
¿Qué le debemos a la república – el
espacio de todos – desde el lugar cívico de cada cual, en los distintos roles
sociales que nos corresponde cumplir, como personas y como ciudadanos, y más
aún, cuando debemos endilgar hacia las fortalezas de una verdadera opinión
pública?
Ayudar a fortalecer la opinión pública
parece ser el gran desafío, y no pervertirla en función de intereses pasajeros,
fugaces y subordinados, ya que la construcción cívica de los ciudadanos
debidamente informados es lo único que produce verdadero y fructífero beneficio
social.
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