jueves, 11 de julio de 2019

¿Que hemos ganado y que hemos perdido?


Recientes hechos han conmocionado el país, y la agenda noticiosa y los debates están marcados por la conmoción y el asombro. Pareciera estar cada día en el aire la oscura expectación del morbo, respecto de lo que pueda depararnos la mañana siguiente.
La confianza es una cualidad que ya no es referenciada en los diálogos de la cosa pública, ni respecto de la forma como construimos el hecho societario de cada día. Los diálogos y las conversaciones cívicas parecen ser sospechosos y lo trivial adquiere condición de sustancia, negando toda posibilidad a la mesura.
Lo necesario ya carece de toda racionalidad. La razón, expresión societaria del consenso, ha debido ser inmolada en bien de cierta oscura prospectiva que se funda en la escasez argumental. Bastan dos o tres palabras. La propensión apunta hacia el estímulo del consabido proto-discurso, con pretensiones de fallo presuntamente moral
Quienes han estudiado el fenómeno de las muchedumbres en las historias sociales, deben estar desolados para calibrar el alcance y el fondo de lo que manifiesta el hecho público virtual, en una sociedad civil que parece desarticulada, y que se expresa segmentariamente en foros espurios o disimulados mentideros de grupos virtuales o similares, sin épica ni relato, a recaudo de la responsabilidad de aquel ciudadano que salía a debatir en las calles o en los ateneos o asambleas de la mejor república.
Ya no se trata de debatir en torno al mejor calificado o en torno a las virtudes que la república exige, sino que el debate atrabiliario impone la lógica perversa de que el servidor público sobreviva a la descalificación y al linchamiento público.
Algunos se han arrogado la tarea de Charles H. Sanson, para cumplir el deseo de cierto pueblo virtual, que clama ávidamente por más cabezas. Los viscerales y a los francotiradores de la denostación, transformados en argumentadores incensados de una especie falaz de moral pública, se convierten así en tribunal de facto, acudiendo a lapidaciones virtuales tan perversas como las reales.
La pregunta que debemos hacernos es ¿quién – con dominio de ciencia y filosofía - querrá soportar en el futuro tanta irracionalidad y violencia verbal, y pretender optar al servicio público? Sin duda, no los mejores, sino, como en los naufragios, solo los sobrevivientes.   
No debemos perder de vista que, en toda sociedad y tiempo, siempre habrá provocadores que induzcan a lapidar a Magdalena, imputándole las peores conductas, sin siquiera conocer sus presuntos pecados. Lo que importa para ellos es el acto mismo de la lapidación. La ejecutan autores opacos cuyos nombres la historia olvida, porque nadie vindicará sus nombres. El pudor de la memoria social preferirá olvidarlos, pero, por desgracia, quedará su víctima en la plaza pública para avergonzarnos a todos del delito colectivo. 
Frente a lo expuesto, que atosiga al sentido racional y las buenas prácticas del ejercicio de la ciudadanía, debemos ya preguntarnos: ¿qué hemos ganado y que hemos perdido como república en esta vorágine llena de paranoias colectivas que, día a día, está minando todo sentido societario y nuestra potencialidad de país? Es necesario que se haga el balance.
Lo que se destruye en cualquier civismo cierto, se equilibra con grandes construcciones que orienten a los pueblos hacia la virtud. Virtudes individuales, virtudes colectivas, sensatez que ayude a avanzar hacia la convivencia y la formación de una robusta conciencia pública. 
¿Qué le debemos a la república – el espacio de todos – desde el lugar cívico de cada cual, en los distintos roles sociales que nos corresponde cumplir, como personas y como ciudadanos, y más aún, cuando debemos endilgar hacia las fortalezas de una verdadera opinión pública?
Ayudar a fortalecer la opinión pública parece ser el gran desafío, y no pervertirla en función de intereses pasajeros, fugaces y subordinados, ya que la construcción cívica de los ciudadanos debidamente informados es lo único que produce verdadero y fructífero beneficio social.


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