Entre los
agrestes pliegues de una geografía inaudita en sus contradicciones, en un valle
con reminiscencias selváticas en los registros virreinales, en los pulsos
dicotómicos de una república en ciernes, cuando la ambición y la codicia habían
llenado muchas faltriqueras, y el esplendor de las vetas de plata comenzaban a
decaer, la más nortina ciudad chilena de los albores de la llamada república
liberal, sirvió de escenario para dar comienzo a la historia de la masonería
chilena, en su fase institucional.
Viniendo de las trashumancias
y de las frustraciones dejadas por las guerras de independencia, llevadas
contra el poder metropolitano ibérico, llegaron hasta estas tierras de riqueza
abrupta, hombres que anhelaban encontrar la paz y la esperanza, cargadas sus
mochilas de episodios inverosímiles.
Son aquellos
hombres, dueños de una ilustración que les daba un bagaje de singularidad,
protagonistas de un siglo donde todo parecía trastrocar, después de batallas
que hoy asumimos épicas, después de fracasar en ensayos políticos o de haber
dejado atrás las imposibilidades de concretar modelos que trajeran iluminación
y ciencia, a donde aún imperaba el oscurantismo de los padres morales de un
determinismo arcaico.
Así, llegó Francisco
Javier Mariátegui, acérrimo anticlericalista
y liberal, uno de los fundadores de la francmasonería en el Perú. Avecindado por un tiempo en el valle copiapino, será
un motor capaz de impulsar una convicción fraternal emancipadora de las
conciencias.
Así, llegó
un joven médico danés - Guillermo Gotschalk (en la foto) -, tal vez desgarrándose y
desarraigándose de un tiempo europeo donde las confabulaciones de la
restauración, habían ahogado las revoluciones de 1848, volcando a los más
jóvenes valores de un tiempo hacia los confines rivereños del más joven
continente, o tal vez – como consecuencia de lo anterior - llegó dejando atrás
la guerra por
Schleswig, que enfrentó la corona danesa y la confederación germánica.
Así, había
llegado con el esplendor de Chañarcillo, un ex oficial de Bolívar, de difuso
origen caribeño, Rafael Jesús Valdés Caro de Jiménez, que, de batirse contra
los españoles en los campos de batalla, vino a emprender la búsqueda de una
vida asentada, una vida cívica en un país que se dibujaba en el borde
occidental de aquella América que era de todos, pero que parecía de nadie.
Así,
estuvieron allí Carlos y Evaristo Soublette, hijos de un general colombiano que
se había batido junto a Bolívar. Hombres de la libertad que tenían en la
profundidad de su conciencia, la necesidad de seguir perseverando contra las
opresiones subyacentes del poder colonial, que seguían manifestando su poder en
una sociedad que sentía el peso opresivo de una iglesia aliada al poder de los
mercaderes y de los testaferros del pasado.
Ellos y
otros como ellos, emprendedores en un tiempo donde todo parecía ser posible, en
la oquedad del paisaje abrupto, se inspiraban en la idea de que los espíritus
podían ser libres, en la seguridad de un hogar fraternal, donde el hombre
pudiera construir ideales posibles en torno a la libertad e igualdad, ideales
que plasmaran un propósito de Humanidad.
Ellos no
solo fueron capaces de articular la posibilidad logia, sino que fundaron el
quehacer de una Masonería chilena en el norte de ese territorio emancipado
políticamente, pero que aún debía vivir la emancipación espiritual y moral, en
una república que había frustrado su irrupción, con el agravio de una
restauración pelucona.
La logia
que fundaron, para gloria del Gran Arquitecto del Universo, trajo un momento de
inspiración para los hombres de espíritu libre, que se congregaron de modo
fraterno, viviendo la condición del simbolismo, pero también la concepción
escocesa, que portaban en sus acervos iniciáticos adquiridos en sus derroteros
de hombres emancipados de las latencias de la conservación de las viejas
estructuras, de las añejas comprensiones que lastraban el progreso.
Ciento
sesenta años después venimos a reconocerlos y a proclamar sus nombres ilustres,
sus nombres de precursores en estas tierras de mineral y mineros, de
agricultores pertinaces, de permanentes migrantes, que franquean las fronteras desde
los confines de los tiempos.
Y los
reconocemos en su condición de padres de nuestra institucionalidad, padres de
un sentimiento de fraternidad libremente adquirido, racionalmente comprendido,
porque entendemos que solo la virtud de considerarnos hermanos, permite
encontrar en nuestras conciencias la esencia misma de la Humanidad.
Porque es
en el amor de la fraternidad donde la condición humana de encuentra a si misma,
en la práctica de la convivencia y en la comprensión colaborativa que nos hace
reconocernos como iguales en la aventura de la vida, iguales en derechos,
iguales en deberes, iguales en el valor intrínseco de ser únicos e
irrepetibles.
En tiempos
como los que vivimos, como hijos de aquellos proceres de la virtud, no solo
debemos reconocer un legado irrenunciable – la Logia Orden y Libertad N°3 -,
sino también reconocer el legado de la comprensión moral frente al desafío que
emprende el hombre histórico, en medio de las evoluciones y revoluciones de una
sociedad que avanza hacia una idea permanente de superación. Una sociedad que
avanza y retrocede, que triunfa y fracasa, que cae y se levanta,
Como Obreros
del Arte Real, aquel arte constructivo que hace de cada cual el material
sublime de un obraje de virtud y moral, que es capaz de permitirnos hacer del
bien un edificio de certezas en torno a los más altos principios que nos
propone la Iniciación, como hace 160 años, estamos en un tiempo en que no solo
hay que identificar el error, la mentira y la injusticia, sino también poner en
acción nuestras capacidades y disposiciones, para ayudar al hombre libre a
construir siempre una sociedad mejor, donde impere la justicia y donde cada
cual tenga la posibilidad de realizarse y ser feliz, sin producir a otros
justamente lo contrario, es decir sufrimiento y dolor.
Hombres del
siglo XXI, como somos, sabemos que la felicidad está privada a muchos, no solo
por las malas instituciones, las malas estructuras y las malas condiciones de
vida, que marginan y privan a millones de las oportunidades que otorgan el
conocimiento y la ciencia para plasmar la benéfica perspectiva del bien común.
Cierto,
también somos protagonistas de un tiempo en que los cambios de paradigmas nos
asombran y nos proponen incertidumbres, pero también nos abren un espacio
amplio para facilitar las mejores oportunidades que pongan en acción todo lo
que aporte afirmación de Humanidad en un sentido permanente de progreso.
Trayendo ante nuestro imaginario aquel 11 de enero de 1862, nos unimos en espíritu a aquellos pioneros del Arte Real de hace 160 años, los acogemos en fraternidad, de pie y al orden, y expresamos ante la urna que contienen los preciados restos del primero entre sus iguales, allí sosteniendo ese ara con las luces de la Masonería Universal, que el espíritu común que plasmaron fraternalmente, hoy nos sigue convocando, siempre, para construir en nosotros un ser humano mejor, que sea artífice de un tiempo y una sociedad en que impere la Luz de la Virtud y la Filantropía.
La Gran
Logia de Chile, en la presencia hoy de su Consejo, rinde homenaje y saluda a la
Respetable Logia “Orden y Libertad” N°3 y su prestigiosa historia.
(Valle de Copiapó, Enero de 2022)