martes, 26 de noviembre de 2024

Bicentenario de la batalla de Ayacucho. La gesta final en Perú.




















 Sebastián Jans Pérez - Manuel Romo Sánchez

Introducción

La batalla de Ayacucho es exaltada por la historia de nuestras naciones por ser el último enfrentamiento armado de magnitud, en el que participaron más de 15 mil hombres y con el que se puso fin a las guerras de independencia. Hubo, sin embargo, otros hechos de armas, como la propia recuperación de Chiloé, que permanecía en manos realistas; pero la principal fuerza armada del rey en América del Sur fue disuelta tras Ayacucho.

Desde el punto de vista del poder simbólico del Rey y el simbólico epílogo de la epopeya de los Libertadores, sin lugar a dudas, Ayacucho tiene todos los componentes para ser reconocido como el fin de la gesta que comenzaran las figuras consulares de la Independencia de los territorios regidos por España.

Neruda exalta el legado de aquellos guerreros emancipadores cuando en su Canto General les dedica una poesía llamada Las banderas:

 

Nuestras banderas de aquel tiempo,

fragante, bordadas apenas,

nacidas apenas, secretas

como un profundo amor, de pronto,

encarnizadas en el viento,

azul de la pólvora amada.

 

América, extensa cuna, espacio

de estrella, granada madura,

de pronto se llenó de abejas

tu geografía, de susurros

conducidos por los adobes

y las piedras, de mano en mano,

se llenó de trajes la calle

como un panal atolondrado.

 

En la noche de los disparos

el baile brillaba en los ojos,

subía como una naranja

el azahar de las camisas,

besos de adiós, besos de harina,

el amor amarraba besos,

y la guerra cantaba con

su guitarra por los caminos.

 

Ayacucho es el momento simbólico del fin de la guerra que por quince años había desangrado los territorios de la América española. Un accidente histórico, un evento fuera de sus territorios, precipitaría la revolución desde el Virreinato de Nueva España, por el norte, hasta el Virreinato del Río de la Plata y el Virreinato del Perú, por el sur: la invasión de la metrópoli a la cual esos territorios se debían y el apresamiento del rey por Napoleón, en 1808.

La vieja rivalidad entre los nacidos en América – blancos y mestizos – y los peninsulares – la nobleza, los funcionarios de la Corona y los jefes militares -, exaltada por los gravámenes y las medidas arbitrarias de un poder en ultramar que se alimentaba de los impuestos y un sistema absolutista, que las nuevas ideas de la Ilustración ponían en entredicho.

¿A quién obedecer? Fue la pregunta que recorrió Iberoamérica, cuando la metrópoli cayó en manos del invasor. Acaso las propias realidades conspirativas de una España sin rey, ayudaron a sembrar el vacío de poder en las colonias. La estructura colonial comenzó a crujir bajo la presión de distintos intereses políticos. Las juntas de gobierno, para administrar los territorios a nombre de Fernando VII, dieron cuenta de una recomposición del poder en las colonias.

A esa recomposición llegaron a integrarse los oficiales criollos que habían ido a participar de la guerra de independencia española contra el invasor. Y llegaron con las influencias de los debates políticos que se daban en la metrópoli, donde se enfrentaban absolutistas y liberales. Los debates en las Cortes, no fueron indiferentes a los jóvenes oficiales, o a los jóvenes pudientes que habían ido a estudiar a una Europa bullente con las revoluciones de Francia y Estados Unidos y bajo el influjo de la Ilustración.

Ayacucho es el resultado de aquellos que lucharon contra Napoleón y por la independencia española, y que llegaron a América con la voluntad de lograr la autonomía de las colonias, y construir una nueva patria, una nueva gran nación. Es el símbolo de la victoria en una guerra que demandó enormes sacrificios y enormes recursos humanos y económicos. Es el fin de un exhausto esfuerzo final, para expulsar a los “gachupines” y erradicar el poder militar de los peninsulares.

 

El tiempo de San Martín

 

Unos acontecimientos trascendentales anteceden a la decisiva batalla, preparando el camino para la consolidación definitiva de la gesta emancipadora.

La rebelión liberal del general Rafael del Riego, en España, había impedido el zarpe de la flota española trayendo a bordo a 20 mil soldados de línea que vendrían a reforzar los ejércitos para terminar con los afanes independentistas de las colonias.

A ello se sumó el envío desde Chile de la Expedición Libertadora del Perú, organizada por O´Higgins y comandada por José de San Martín, que permitió la toma de Lima, ciudad en la que se firmó la declaración de independencia peruana el 28 de julio de 1821, y que produjo la deposición del virrey Joaquín de la Pezuela en el bando realista y su sustitución por el general José de la Serna, de ideas liberales, aunque defensor de España.

Es el momento de mayor gloria de San Martin, quien, con el título de Protector del Perú, es el líder gobernante de un país emancipado, honor que no tuvo en Argentina ni en Chile.

Tomada Lima por las fuerzas patriotas, no quedó otra opción al nuevo virrey que marchar al interior del territorio, con ánimo de reclutar soldados, ilusionado con la idea de obtener un triunfo que le permitiera recuperar el control del virreinato.

En ese esfuerzo logra infringir algunas derrotas al bando patriota.  Entre ellas, los combates de Cangallo, a inicios de diciembre de 1820, merecen una especial mención y ese martirio - que hoy sería considerado crimen de lesa humanidad – merece que sea recordado siempre con el nombre de Cangallo por América Latina.

El historiador Gastón Gaviola del Río describe la tragedia desatada por órdenes del general Carratalá. En las cercanías del poblado, las montoneras patriotas de Basilio Auqui Huaytalla enfrentan a los realistas, con el apoyo de los pobladores armados con boleadoras. La superioridad de las armas de fuego y de preparación militar, llevan a una encarnizada derrota a los montoneros, que son exterminados.

A esa devastadora acción realista, se sumará el desastre de Macacona, en Ica, en abril de 1822.

En julio de 1822, San Martin viaja a Guayaquil a entrevistarse con Bolívar, para coordinar las siguientes acciones que permitieran consolidar la independencia. En el mes de septiembre, sin embargo, José de San Martín abandonó el territorio, declarando su intención de dejar la vida pública, y cedió el mando de sus tropas a Bolívar.

La situación, sin embargo, no era promisoria para los patriotas. Al poco tiempo, unos dos mil hombres – argentinos, chilenos, peruanos y colombianos – se sublevaron en El Callao por no haber recibido sus sueldos impagos y se pasaron al bando enemigo. 

Como consecuencia, se perdió Lima y los patriotas debieron replegarse para reagrupar sus tropas, ante la inminencia de ataques realistas en procura de reconquistar territorios a la Gran Colombia.

Felizmente para las armas patriotas, el virrey de la Serna se vio amenazado por enemigos internos, que actuaron alentados por las noticias que llegaban de España, en relación a la caída del gobierno constitucional y el regreso del absolutismo. Olañeta y las tropas del Alto Perú desafiaron la autoridad del virrey de tendencia liberal, por lo que de la Serna dividió sus fuerzas para combatirlo.

Esto dio un respiro a las fuerzas independentistas, aunque en los meses siguientes ocurrió una sucesión de hechos desgraciados para las armas patriotas, en enero de 1823, con las derrotas en Torata y Moquegua, seguida por la derrota de Arequipa, a fines de ese año.

 

Bolívar asume el poder total

 

En noviembre de 1823, se promulgaría la primera Constitución peruana, por obra del Congreso Constituyente refugiado en Callao. Ella buscaba sortear un periodo de anarquía que sobrevino desde la partida de San Martin, y que Sucre no logró sortear, ya que encontró resistentes dentro del bando patriota.  La Constitución duró solo algunos meses, ya que, en febrero de 1824, Bolívar asumiría poderes dictatoriales, para reencauzar la lucha emancipadora.

Bolívar reordenó las tropas, poniendo orden y restableciendo la moral patriota, mientras las tropas realistas, sin ninguna ayuda desde la sublevación de Riego y aislados de España, apenas se sostenían aún en la sierra peruana. A esto se añadió la rebelión de Olañeta en el Alto Perú que les obligó a combatir en dos frentes.

Al norte, Bolívar tenía en su ejército más de 10.000 hombres, en su mayoría colombianos y peruanos, un millar de chilenos y un centenar de jinetes rioplatenses, que desplazó hacia el sur, produciéndose el choque de fuerzas en Junín, batalla encarnizada que fue ganada por los independentistas solo con espadas y lanzas,

Se avecinaba el encuentro decisivo en Ayacucho.

La victoria en Junín permite el avance del Ejército Libertador hacia el sur, tras el virrey. Bolívar se dirige a Jauja y, a las puertas del Cuzco, deja a Sucre a cargo de las tropas que debían hacer frente a las tropas realistas, regresando a Lima para recibir nuevas tropas llegadas de Colombia.  

A inicios de diciembre, ambos ejércitos se movían con cercanía, avanzando hacia el sur. Se producen varias refriegas. Al caer la noche del 8 de diciembre, las tropas de ambas fuerzas estaban a la vista.

Había cansancio en ambos ejércitos; había agotamiento por esta guerra prolongada y había desilusión por los hechos políticos ocurridos en España, donde el rey había declarado nulas todas las decisiones liberalizadoras tomadas mientras gobernó Riego.

Las ideas liberales que caracterizaban a la Constitución de Cádiz despertaban simpatías en la oficialidad que acompañaba al virrey la Serna, las mismas simpatías que por estas ideas tenían quienes dirigían los ejércitos patriotas.

Y no puede negarse, de acuerdo a las hipótesis que manejan algunos historiadores peruanos, que estas ideas influían, también, en el campesinado y en la burguesía reclutados para integrar las tropas de ambos bandos.

A ello se sumaba la influencia de las ideas masónicas sobre los oficiales que integraban las logias existentes, tanto entre los realistas como entre los patriotas.

El general José Antonio Monet, el segundo al mando del ejército de La Serna, acordó con el mando patriota, principalmente con el militar colombiano José María Córdova, que los jefes y oficiales que tuviesen parientes en el bando contrario, pudiesen reunirse unos instantes para darse un abrazo.

El ejemplo lo dieron los propios Monet y Córdova, que se fundieron en un abrazo ante sus tropas.

Entre los oficiales que concurrieron a esta demostración de humanidad estaban los hermanos carnales Vicente Tur y Berrueta, teniente coronel y oficial del Estado Mayor del ejército patriota, y Antonio Tur y Berrueta, brigadier y jefe del batallón Cantabria del lado realista. Junto a un centenar de otros combatientes, estos hermanos se fundieron en un abrazo, horas previas a la batalla.

Vicente Tur hizo una distinguida vida masónica y contribuyó con sus trabajos a la difusión de la Masonería por el continente. Estuvo en Chile a principios de 1827 y figura entre los asistentes a la tenida fundacional de la Logia “Filantropía Chilena”, creada bajo los auspicios del Capítulo grado 18° “Regeneración”, del Perú.

Vicente Tur llegó a Chile revestido de importantes títulos masónicos: Gran Escocés de San Andrés de Escocia, Patriarca de la Cruzada, Caballero del Sol, Gran Maestro de la Luz grado 29°, fundador del Soberano Capítulo Rosacruz “Regeneración”, fundador de la Logia “Unión y Orden” y ex Primer Vigilante de la Logia “Unión Auxiliar”.

El Venerable Maestro de la Logia “Filantropía Chilena” fue el almirante Manuel Blanco Encalada, grado 18°, a quien con seguridad Vicente Tur conoció en Perú durante la guerra de independencia.

 

Un testigo americanista

 

Uno de los oficiales que luchó en Ayacucho fue el cubano Rafael de Jesús Valdés Caro de Jiménez, quien venía acompañando a las tropas bolivarianas desde el Caribe. Había llegado a tierras peruanas con grado de teniente, formando parte del batallón de infantería “Caracas”.

Terminada la batalla de Ayacucho, fue propuesto para el grado de capitán, que se hizo efectivo semanas más tarde, y su batallón recibió el nombre de “Vencedores de Ayacucho”.

De franca ideología republicana y democrática, Rafael Valdés, unos años más tarde, participó en el movimiento militar que rechazó las pretensiones de Bolívar para asumir la presidencia vitalicia y terminó enrolado en la armada peruana, donde permaneció hasta que vicisitudes de la política peruana le llevaron a Chile.

Destacó en Chile como escritor satírico y ganó su vida como empleado de comercio y administrador de minas. Para ejercer estas últimas funciones se trasladó a Copiapó, región de Atacama, donde se afilió a la Masonería, integrando, primero, la Logia “Hiram”, dependiente de la Gran Logia de Massachusetts, y se halló, en 1862, entre los fundadores de la Logia “Orden y Libertad”, de la Gran Logia de Chile. En este Taller fue su Venerable Maestro, cargo que desempeñaba en 1866 cuando fue asesinado.

Hasta el fin de sus días defendió el republicanismo y, años más tarde, a la hora de hacer frente a las hostilidades en contra de México por parte de las fuerzas hispanas, fue su voz la que se oía resonar en las calles copiapinas, para alentar a los patriotas a la defensa de nuestros países soberanos.

Durante su vida, Rafael Valdés llevó un diario de vida, por desgracia desaparecido en la actualidad, que fue extractado por el historiador Miguel Luis Amunátegui, en 1937, con el título “Don Rafael Valdés en Chile después de sus campañas en pro de la Independencia de la América Española”.

El diario de vida, que alcanzaba hasta el 7 de diciembre de 1832, se refiere a la batalla de Ayacucho en forma lacónica.

Dice Valdés, citado por Amunátegui:

Día 7 de diciembre de 1824.

A la una del día se movió la Vanguardia por haberse dirigido el enemigo sobre nuestro flanco derecho. A las tres se hallaban nuestras guerrillas al habla con las enemigas. A las seis sin haber un tiro se retiró la vanguardia y se acampó en una llanura pequeña llamada Ayacucho entre el pueblo de Quinua y unas grandes alturas llamadas de Cundurcunca.

Día 8 de diciembre de 1824.

A las ocho de la mañana se dirigió el enemigo a las otras alturas de Cundurcunca hasta encumbrarse. A las tres volvió sobre nuestro campo, situó su artillería en la ladera de los cerros a tiro de nuestro campo y nos hizo muchos tiros sin efecto y hubo tiroteos de guerrillas sin efecto igualmente. A las nueve de la noche la Compañía de Cazadores de mi Batallón y todas las bandas de la División de Vanguardia dieron un falso ataque al cerro.

Día 9 de diciembre de 1824.

Amaneció el enemigo en la misma posición. A las ocho empezó a vestirse; a las diez y medio empezó a bajar y situar su artillería a la falda de los cerros; un cuarto de hora después comenzó el tiroteo de guerrillas; muy poco después se comprometió la acción en general y al mediodía la victoria coronó las armas americanas, sin que fuese necesario que se empleara toda la reserva; pues el Batallón Rifles no tuvo lugar de pelear. A las tres capitularon los restos del Ejército enemigo. Esta batalla tal vez la más memorable que se ha dado en la guerra de la Independencia, no creo sea preciso detallarla, y basta decir que ella ha dado la libertad al Perú y ha consolidado la paz e independencia de América.

Terminada la batalla de Ayacucho, se firmó la capitulación que puso fin a la guerra de independencia del Perú. El virrey quedó herido y preso, junto a 14 generales, sumando más de 1300 muertos, quizá 1800, luego de 3 horas de combates. Al caer la noche, el brigadier general José de Canterac rubrica la capitulación junto al general Antonio José de Sucre.

Pero quedaron otros territorios por liberar. El Cuzco, que fue sede del virreinato interino de Pio Tristán, capituló ante Sucre. En Tumusla, lo que quedaba de las fuerzas realistas fue dividida y derrotada por un motín.  La escuadra del virreinato que operaba aún en las costas del Pacífico, emprendió regreso a los puertos españoles.

En el sur de Chile, en la isla de Chiloé, aún se mantenían dominios españoles, siendo lugar de refugio y abastecimiento de sus naves, algunas de las cuales eran corsarias. Tres expediciones chilenas permitieron el control definitivo, en enero de 1826, luego de cruentos combates, que culminaron con el tratado de Tantauco.

Por aquellos días, se rendía el Callao, en manos de las tropas dirigidas por Rodil. Luis Alberto Sánchez dice que habían resistido durante largos meses “en medio de penurias espantosas, viéndose obligados a hasta evacuar por la fuerza a civiles, mujeres y niños, arrojándolos del fuerte para no tener “bocas inútiles”. El escorbuto hizo más víctimas que las balas patriotas. Entre ellas, Torre Tagle, el ex presidente del Perú que se pasó a las filas realistas por odio a Bolívar y la hegemonía colombiana”.

 

Después de Ayacucho, la partición

 

Comenzaba ahora una nueva etapa para la historia americana. Vendrían las luchas entre las facciones: los liberales y los autoritarios, los monarquistas y los republicanos, los generales de la emancipación y las aristocracias y los mercaderes, y los caudillos que se repartieron los territorios de la Sudamérica española. Así nacieron los países que nos identifican, equidistantes de la América que soñaron los que siguieron el sueño de Francisco de Miranda.

Miranda murió de un ataque cerebrovascular, a los 66 años, el 14 de julio de 1816, mientras se encontraba prisionero por órdenes de Bolívar, siendo entregado por un traidor a los realistas. San Martín vivió su exilio en Francia, donde murió a la edad de 72 años, a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850, en Boulogne-sur-Mer, sin poder retornar a Argentina. O´Higgins, Libertador y Director Supremo de Chile, organizador de la expedición libertadora al Perú, fallecería en el exilio, a los 64 años, en su casa de la calle Espaderos, en Lima, en 1842. Bolívar, Libertador de la Gran Colombia y Perú, es obligado a renunciar como Presidente, en medio de intrigas de sus detractores y contrarios a la unión colombiana, y debe retirarse a Santa Marta, donde muere a los 47 años, en 1830. Sucre, vencedor en Junín y Ayacucho, y primer presidente de la República de Bolivia, herido en un motín y abucheado por la población, se retira del gobierno y viajará a la Gran Colombia, en medio de los conflictos separatistas. Allí será asesinado, el 4 de junio de 1830, en Berruecos, en la región de Nariño.

Abascal murió en Madrid en 1821, a los 78 años, cargado de títulos y honores. Joaquín de la Pezuela falleció a los 69 años en Madrid, en 1830, habiendo recibido a su regreso a España la capitanía general de Castilla La Nueva. José de la Serna murió a los 62 años en Cádiz, en 1832, habiendo sido reconocido su heroísmo por el propio rey Fernando VII, que le honró con el título de Conde de Los Andes. Canterac falleció con honor en Madrid, en 1835, a los 49 años, en medio de una insurrección liberal donde recibió una descarga de los sublevados en la Casa de Correos, luego de gritar “¡viva el Rey!” en medio del tumulto. La Corona española distinguió a la viuda del general Canterac, con el título de Condesa de Casa-Canterac, en reconocimiento a la lealtad del capitán general.

Un historiador francés, François Chevalier, dice que era inevitable que el antiguo imperio español, extendido a lo largo de 12.000 kilómetros, se dividiera en varios países o estados, “a falta de una autoridad superior, como la de Brasil, pronto prevalecieron los particularismos locales, e incluso un espíritu mezquinamente patriotero, cuando un jefe enérgico ya no lograba mantener la unidad en el desmembramiento de la administración española”.

Aquellas débiles y a veces imprecisas repúblicas cayeron en manos de pretorianos o neoabsolutistas. Como diría Bolívar, “tiranuelos de todas las razas y de todos los colores”, salidos de las guerras o sus secuelas, administraban la política como un negocio personal, alimentando el cesarismo, bajo la reclamación del orden y el progreso.

Luis Alberto Sánchez habla de un “localismos caudillesco”, donde “los motes de federalistas y unitarios o centralistas que dividen a los hombres” en ese momento post emancipacionista, “no significan sino distingos casuísticos, ergotismos, para disfrazar la voluntad caudillesca”. Sin enemigo común, a la sombra del caudillismo llegaron las definiciones nacionales: “no es que las nacionalidades existieran, es que hubo que crearlas”, concluye Sánchez.

Con Ayacucho culmina la búsqueda común de los Libertadores, por lo tanto, no solo es el símbolo de la culminación heroica de una guerra emancipadora, sino también es el pináculo de una generación que concibió un propósito común, a la cual debemos homenaje en su inspiración, que cambió y redibujó lo que entendemos como el mundo occidental.

Ayacucho es también un símbolo de la convergencia de los pueblos de aquellos Libertadores, ya que la fuerza del Ejército Unido Libertador del Perú, lo integraban colombianos, venezolanos, peruanos, chilenos y argentinos. Fue la última vez que hombres de aquellos territorios, extendidos por más de 7.000 kms., marcharon unidos para enfrentar en el campo de batalla a un enemigo común, conquistando la victoria.

 

 

Bibliografía

 

Amunategui, Miguel Luis      Don Rafael Valdés en Chile después de sus campañas en pro de la Independencia de la América Española. Santiago, Imprenta de la Dirección General de Prisiones, 1937.

 

Chevalier, François                America Latina. De la Independencia a nuestros días.

                                               Fondo de Cultura Económica. México, 1999.

 

Cortés Vargas, Carlos            Participación de Colombia en la libertad del Perú. 1824-1924. Bogotá, Talleres del Estado Mayor General, 1924.

 

García Valenzuela, René        El origen aparente de la Francmasonería en Chile y la Respetable Logia Simbólica “Filantropía Chilena”. Santiago de Chile, Imprenta Universitaria, 1949.

 

Gaviola del Río, Gastón        Ayacucho. La batalla final por la Independencia del Perú.

                                               Penguin Random House Grupo Editorial. Perú. 2024.

 

Romo Sánchez, Manuel y

Latorre Alonso, Alejandro     Historia de Copiapó en la segunda mitad del siglo XIX. El aporte de la Masonería. Copiapó, Editorial Alicanto Azul, 2014.

 

Sánchez, Luis Alberto            Historia General de América, Tomo II. Ediciones Rodas, España, 1972.

 

 



Eugenio González Rojas y la educación chilena

(Disertación en conversatorio de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, en Sede Santiago del Senado, el 21 de agosto de 2024)

He sido invitado a este acto de homenaje a una tremenda figura intelectual y educacional del siglo 20, que estuvo más de medio siglo gravitando en los ambientes de la educación pública chilena, y que no ha tenido, creo, suficiente dedicación para conocer su significativo rol en muchos de los debates educacionales de su tiempo.

Tal vez, los efectos predominantes de los cambios educacionales vividos, a partir de la dictadura impuesta en 1973, han facilitado que se haya impuesto una cortina nebulosa sobre su figura y su contribución a la educación chilena, no solo en la gestión educacional que encabezó en distintas instancias, sino sobre su pensamiento frente a los distintos desafíos que abordó como educador y su aportación a un modelo de educación republicana, nacional, pública y con una irrefutable orientación social.

Profesor, académico, político, escritor, ensayista, filósofo, estuvo siempre pensando la educación, y asumiendo gestión en lugares claves donde se expresaba la educación pública, a la que siempre adhirió conceptualmente.

En mi condición de representante de la Masonería en este acto, no puedo hacer esta exposición sin hacer reconocimiento a la calidad masónica del profesor Eugenio González.

Siendo un bisoño estudiante, como sabemos, ejerció a los 19 años la presidencia de la FECH, en 1922, y al año siguiente era propuesto para ingresar a la Masonería en la Logia Renacimiento N°8, donde sería iniciado en 1923, esto es, a los 20 años. En medio de múltiples actividades, propias de su espíritu inquieto, que lo tenían ejerciendo como profesor, y participando en debates políticos y gremiales, fue progresando en su pertenencia a la Orden, llegando al Grado de Maestro en 1929, a partir de lo cual, ocupa cargos en la Oficialidad de su Logia.

En ese periodo ya iba perfilando su pensamiento sobre la educación, que fue expresando a través de distintos artículos, especialmente en la revista Claridad, como sabemos, publicación perteneciente a la FECH.

Como estudiante y como dirigente estudiantil, sostuvo la importancia de impulsar la Reforma Universitaria, acogiendo los aires que habían agitado los estudiantes de Córdova, en Argentina, y que impactó en la Universidad chilena, expresiva de los mismos anquilosamientos que mostraba la involución de las Universidades latinoamericanas, ante los cambios impulsados por los movimientos democratizadores, el pulso librepensador y el desarrollo creciente del espíritu crítico.

La demanda por la participación de los docentes y de los estudiantes en las esferas de decisión, daba cuenta del quiebre de la Universidad decimonónica, autoritaria y tradicionalista, con estructuras enraizadas muchas veces en concepciones aristocráticas y con evidente reproducción del absolutismo intelectual.

Eugenio González, durante la década de los 20, vive un periodo de grandes debates, donde la reforma universitaria, la democratización, la comprensión social de la educación y la dignificación del profesorado, es determinante, lo que incluso le lleva a enfrentar la persecución de la dictadura de Ibáñez, que le apresa y le manda relegado a la Isla Más Afuera, del archipiélago Juan Fernández, junto a otros destacados profesores, en 1928.

Aquella etapa, que va de los 19 a los 30 años, es cuando objetivamente esboza su visión sobre la educación chilena, que parece va a ser determinante en su rol futuro, en los debates y en la gestión de políticas públicas educacionales y en el liderazgo de distintas instituciones educacionales.

En su calidad de líder de la FECH, expresaría una crítica a la forma como se ejerce docencia universitaria en los claustros, dominados por la formalidad y la rigidez de los “pontífices de ceño adusto y palabra glacial”, y donde critica la forma como se impone la política partidista dentro de la Universidad, para acceder a las cátedras titulares y para proveer sus altos empleos.

Esa misma crítica contra la forma de ejercer la docencia la hace presente en esa misma publicación estudiantil, en noviembre de 1923, donde llama a formar maestros para enfrentar de un modo distinto las tareas de aplicación de la ley de educación obligatoria, emitida en 1920.

Sus ideas ya tienen ecos relevantes, puesto que comienza a ser reconocido por distintos actores de la política chilena, contrarios al régimen de Ibáñez, que le otorgan una autoridad en las discusiones educacionales y gremiales, al punto que es designado Ministro de Educación del efímero gobierno de facto encabezado por Marmaduque Grove y Eugenio Matte, que proclamara la República Socialista en 1932.

Como educador formado en el Instituto Pedagógico, en 1930, regresa al alma mater, ahora como profesor auxiliar de filosofía, donde retomará sus preocupaciones por la Reforma Universitaria de su época de dirigente estudiantil, y participa en el Grupo Índice, que sostiene una revista junto a Ricardo Latcham, Raúl Silva Castro, Mariano Picón-Salas y José Manuel Salas.

En agosto de 1930, en esa revista, publica un artículo bajo el nombre “El problema de la Universidad”, donde se plantea con la misma crítica general sobre la forma en que se hace educación, viéndola desvinculada de los problemas de la época y del medio social, ajena a las inquietudes que renuevan al mundo de las concepciones tradicionales, retrasada con respecto a la evolución histórica.

Para abordar un proceso de cambios propone tres objetivos: la formación de profesionales idóneos, técnica y moralmente considerados; el fomento de la investigación científica y de la producción intelectual y artística; y la socialización de la cultura.

En 1931, asume en el Instituto Pedagógico la Cátedra de Introducción a la Filosofía, mismo año en que la revista Ateneo de la Universidad de Concepción acoge su ensayo “Ortega y Gasset y la Universidad”, en que analiza la célebre conferencia del pensador español, quien expusiera ante los estudiantes de Madrid, sobre “La Misión de la Universidad”. En dicho artículo destaca la visión del español, respecto de la vinculación de la Universidad con la sociedad y el aire público, pues mientras más identificados estén ambas, mejor será la calidad de los resultados.

Cuando cita a Ortega Gasset en su ensayo publicado en la Universidad de Concepción, pone énfasis en la carencia de cultura de los profesionales egresados de las Universidades, que reciben “vagas, inconexas y ornamentales nociones sobre asuntos de filosofía e historia, a veces mero ejercicio de repetición de anacrónicos manuales”, lo que permite que jóvenes universitarios egresen “en perfecta virginidad cultural y entren a la vida activa con su bárbaro exclusivismo profesional”, creyendo “pertenecer a la clase distinguida, directora de la sociedad”.

Si pudiéramos hacer una síntesis de las reflexiones de Eugenio González en esa etapa, hay dos componentes fundamentales. Un componente es la perspectiva crítica, donde diagnostica una Universidad anquilosada, donde imperan visiones tradicionalistas, no solo en la forma de construir cátedra, sino también en la forma de validar y establecer la jerarquía intelectual y docente, donde la política partidista tradicional ayuda a crear estructuras de poder que son incapaces de evolucionar, reproduciendo un pensamiento retardatario, incapaz de acoger el avance científico y la evolución del pensamiento filosófico.

El otro componente, dentro de una perspectiva global de la educación, para González era evidente la precariedad de los profesores en las escuelas, mal pagados e ignorados en las formulaciones educacionales del Estado, donde este actuaba eminentemente como un empleador; asimismo, desde las políticas públicas denuncia el predominio de sofismas pedagógicos que sostienen el tradicionalismo decimonónico, produciendo la carencia de perfeccionamiento y de una perspectiva social de la educación, realidad que debía ser abordada desde una nueva orientación.

En su compresión, cuando ya ejercía como educador en los liceos de Santiago, había un extremo formalismo en la transmisión de la enseñanza, con demasiados estatus y estructuras, que se sostenían en gran medida gracias a la política partidista tradicional, predominante en los cargos e instancias de decisión, impidiendo entender el dinamismo de la sociedad, bajo múltiples tensiones, sin responder a la necesidad de que los procesos educativos tuvieran vinculación con esas problemáticas que el país vivía en su proceso evolutivo.

Critico de los especialistas que las instancias de decisión educacional del Estado reconocían, los calificará de ajenos a los problemas de la compleja actualidad, incapaces de abarcar el panorama de aquel presente.

El periodo político expresado en el sexenio del gobierno de Arturo Alessandri, mantiene a Eugenio González en el sostenimiento de sus ideas a través de la lucha política para introducir nuevas ideas, haciendo expresión de su apoyo a las demandas de los profesores de la Enseñanza Primaria y Secundaria.

Integrante del joven Partido Socialista, fundado en abril de 1933, juega roles en los distintos debates de la época, mientras sigue ligado profesional y laboralmente al Instituto Pedagógico.

Por esos años, se ve seducido por una invitación venezolana, para apoyar el esfuerzo educacional del gobierno de Eleazar López Contreras, que entre 1936 y 1940, abordó esfuerzos democratizadores que buscaban superar los efectos de la precedente dictadura de Juan Vicente Gómez.

Eleazar López buscó apoyos de misiones extranjeras para abordar distintos problemas del país, entre ellos la educación, que estaba estancada y atrapada por los resabios del siglo XIX, como ocurría en Chile y en los demás países de la región.

El joven Ministro de Educación venezolano, Uslar Pietri, es recordado por una voluntad decidida para modernizar las anticuadas estructuras pedagógicas del país, a pesar de los exiguos recursos disponibles para ese propósito. En el desempeño de sus funciones redactó una Ley de Educación conocida como Ley Uslar Pietri o Ley del 40, cuya influencia modernizadora fue indiscutible.

Así, entre 1939 y 1940, una misión del gobierno chileno, integrada por Eugenio González, Juan Gómez Millas, Humberto Díaz Casanueva y Humberto Fuenzalida, llegó a Venezuela a colaborar en esos propósitos modernizadores. Parece que, en esa misión, González pareció encontrar un espacio para llevar a cabo su visión educativa, que en Chile no había podido plasmar, proponiendo planes y una nueva institucionalidad educacional.

Permaneció dos años en ese país, regresando nuevamente en 1947, para colaborar de modo significativo a la gestación de la nueva ley de educación venezolana, bajo el gobierno de Rómulo Betancourt, siendo Ministro de Educación Antonio Anzola. Sin duda, influyó en esa nueva incursión de González en Venezuela, los nexos que Betancourt había construido en Chile, especialmente con el Partido Socialista, durante su exilio en nuestro país a inicios de los años 30.

Entre su regreso de Venezuela y su elección como senador en 1949, tuvo un activo protagonismo político, al punto que llega a ocupar la Secretaría General del Partido Socialista, luego de haber cumplido un desempeño decisivo en la Conferencia programática del socialismo, siendo autor de su tesis política central, conocida como Tesis del Frente de Trabajadores.

Electo senador, comienza un periodo distinto, donde su perspectiva de Chile la hace a partir de esta alta tribuna de la República, donde hoy nos encontramos. Desde este hemiciclo, sin embargo, no dejará de expresar, en medio de distintos debates legislativos, su preocupación permanente por la educación y los desafíos que tiene Chile al respecto.

En ese contexto, como lo recuerda la Biblioteca del Congreso Nacional[1], presentó un proyecto de reforma educacional que buscaba una simplificación de los departamentos técnicos y administrativos, postulando la educación como un proceso orgánico y funcional desde la Enseñanza Preescolar a la Superior, donde el organismo máximo lo constituiría una Superintendencia de Educación, asignándole al Ministerio un carácter fundamentalmente técnico.

Pero también, en ese máximo foro político, reiterará su concepción sobre lo que persigue la educación. Una de sus más relevantes intervenciones en este hemiciclo del Senado, en julio de 1951, donde hace un exhaustivo análisis de los tres niveles de la educación en nuestro país.

En su intervención, hay una definición que refleja de modo clarísimo la visión de González: “Educar para la vida – dice – significa en nuestro medio y en nuestra época, educar para la democracia. Todo sistema de educación se basa en una jerarquía de valores impuesta por las tendencias morales que, en dramática pugna con los hechos prevalecientes en cada situación histórica, tratan de darle a la vida un sentido superior y al hombre una mayor dignidad. Exaltar el respeto a la persona humana como fundamento del orden social y principio normativo de la política del Estado; exaltar el significado ético y creador del trabajo como deber cívico indeclinable; exaltar los sentimientos de libertad, de responsabilidad, de solidaridad, de justicia, como garantías del verdadero progreso, es propio de la educación democrática. Es educar para la democracia formar mentalidades tolerantes, capaces de reflexión crítica, desprovistas de prejuicios agresivos, abiertas a las incitaciones de la cultura. Lo es, también - y muy principalmente -, formar caracteres enérgicos, voluntades aptas para las iniciativas creadoras de riqueza espiritual y material, disciplinadas y sin egoísmos, dispuestas al servicio de la colectividad. Educar para la democracia es formar al hombre social, plenamente integrado en el trabajo y la cultura de su tiempo”.

En esa intervención, retoma su crítica a la realidad educacional predominante: “Nada tiene que ver la educación para la democracia – señala - con las parodias electorales y las prácticas asambleísticas introducidas en los colegios bajo la influencia de ensayos pedagógicos mal interpretados. El formalismo imperante en nuestra educación intelectual amenaza extenderse, a través de ello, a la educación moral y cívica, que es de la mayor importancia para el destino de la juventud. Otra cosa es, en cambio, hacer a los jóvenes responsables de su propia disciplina y de su propio trabajo; acostumbrarlos a la cooperación y la justicia; imbuirlos del espíritu de comunidad que debe prevalecer entre profesores y alumnos, a base del mutuo respeto y sin desmedro de las jerarquías naturales, en todo establecimiento educacional”.

Tal como lo recuerda el sitio web Memoria Chilena[2], durante el segundo gobierno de Ibáñez, apoyado por la coalición a la que pertenecía el Partido que representaba Eugenio González, se dictó el DFL Nº246, que organizó a la Subsecretaría de Educación, las Direcciones Generales y los Servicios dependientes del Ministerio de Educación, afianzándose el rol de la Superintendencia de Educación Pública. “Es en ese periodo – dice Memoria Chilena - cuando surgieron nociones como la educación humanista, la enseñanza parvularia, la formación pedagógica, el perfeccionamiento docente, la descentralización educacional y la educación nacional”, que fueron predominantes hasta la crisis de la democracia. “Desde entonces – dice Memoria Chilena - puede decirse que efectivamente el Estado realizó una planificación del sistema de educación pública”. Ciertamente es un criterio que compartimos.

Uno de los aspectos de su preocupación como tribuno senatorial, seguió siendo la condición desmedrada de los educadores, con ingresos insuficientes para cumplir su rol con dignidad. La valoración del rol de los educadores siempre sería parte de su comprensión del problema educacional chileno, sobre todo de aquellos que hacían posible la escuela nacional.

En su intervención en la sesión del Senado del 15 de abril de 1952, señala: “Muchas cosas debe el país a sus maestros, que siempre se han esforzado por cumplir no solo su deber profesional en la escuela, sino también su deber social al lado del pueblo. Las ideas divulgadas por ellos y las iniciativas que han puesto en marcha han tenido y tienen una influencia grande en la transformación progresiva de nuestro régimen democrático, en la realización de las reformas sociales que benefician a los trabajadores, en la elevación de la cultura popular”.

En 1957, ya de regreso a la vida académica, es designado Director del Instituto Pedagógico, bajo la rectoría en la Universidad de Chile de Juan Gómez Millas, donde pudo poner en práctica algunas de sus ideas sobre la formación del profesor que la educación chilena requería.  Su desempeño en el Instituto fue determinante para que, luego, se le eligiera como Decano de la Facultad de Filosofía y Educación, dos años después, merced a su autoridad intelectual de primer nivel, reconocida por todos los sectores.

Su lógico derrotero en el Instituto Pedagógico y en la Facultad, culminaría, como sabemos, en su elección como Rector de la Universidad. Al aceptar la postulación en abril de 1963, reclama la plena autonomía universitaria, no solo en lo económico, administrativo y académico, sino también en lo espiritual, con “independencia de los poderes políticos y de las influencias que se ejercen desde el exterior”. Insiste en esto último, reclamando la actitud moral de las autoridades y de cuantos conviven en la Universidad, para resguardar la libertad y la dignidad de la Corporación, frente a las fuerzas que pretenden convertirla en instrumentos de designios extraños a su alta función”.

Luego agregará: “Una Universidad viva, a la altura de su responsabilidad, tiene que ser una Universidad abierta, foro permanente en que se debatan los grandes temas del conocimiento y de la vida, y se examinen todas las ideas con la libertad de crítica y el decoro intelectual que reclama el espíritu científico”.

En aquellos años, luego de la intensidad de su protagonismo público, había recuperado una activa vida masónica en el seno de su Logia “Renacimiento” N°8.

El 27 de noviembre de 1962, con ocasión de celebrar el Taller su 40° aniversario, la Logia “Renacimiento” N°8 le nombra Miembro Honorario. Por ese entonces, el QH González era decano de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile.

            Al año siguiente, hubo júbilo en su logia, cuando se informó que el hermano Eugenio González Rojas había sido elegido rector de la Universidad de Chile. Ello determinó la necesidad de rendirle un homenaje, acordándose, días más tarde, que se haría una reunión logial solemne en su honor, la que tuvo lugar el 10 de septiembre.

En el ejercicio de la Rectoría, González Rojas irá completando su visión educacional. Así, por ejemplo, en una opinión publicada en la revista Ercilla, señalará: “La educación se realiza por medio de la escuela, y la escuela no es una institución abstracta, sino un organismo concreto, un ambiente especial… para que la escuela pueda cumplir con sus objetivos, ella tiene que transformarse en un ambiente”

Allí, reitera el rol de los profesores en la gestación de las políticas públicas de educación, en coherencia con sus planteamientos sostenidos por más de 30 años: “Me parece de justicia destacar que, en Chile, han sido los profesores, no solo en el cumplimiento de sus tareas, sino principalmente a través de sus organismos gremiales, los que han estado en la vanguardia de la reforma educacional en todos sus grados, y han sido muchas veces los gobiernos y ciertos grupos retardatarios de nuestra sociedad lo que se han obstinado en desconocer sus valiosas iniciativas.

Frente a la realidad de ciertas ideas imperantes en algunos países, donde se manifiestan influencias desarrollistas con predominio de la iglesia católica, señala su crítica a los que denomina adanismo educacional, propio de algunas reformas educativas latinoamericanas, que creen encontrarse en el primer día de la creación pedagógica y comienzan desconociendo la realidad del esfuerzo cumplido con generaciones anteriores.

A modo de síntesis, creo que no es posible entender los cambios y los procesos que vivió la educación chilena especialmente en los años 1950, sin tener a la vista la influencia que tuvo en los paradigmas desarrollados el pensamiento de Eugenio González Rojas, y que hay una labor historiográfica que no se ha hecho sobre su desempeño en las distintas instituciones en que aportó sustentivamente.

No voy a hacer alcances sobre su rol como rector y su determinante acción por la reforma universitaria, que, en sí mismo, es un gran capítulo que excede los alcances de lo comprometido. También excede el tiempo de exposición, el cual, parece que ya he excedido. 



[1] https://www.bcn.cl/historiapolitica/resenas_parlamentarias/wiki/Eugenio_Gonz%C3%A1lez_Rojas

[2] https://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-100612.html

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