sábado, 1 de mayo de 2010
DE SAQUEOS Y SAQUEADORES.
Uno de los actos colectivos humanos más abominables es el saqueo. Sus antecedentes más perversos se encuentran jalonando la historia del hombre con la ignominia de sus alcances, manchando tantas gestas de la memoria escrita, a pesar de la quirurgia de los que exaltan determinados hechos sustentando los propósitos nacionales, en cualquier parte del mundo, desde el punto de vista de la pretensión de la pureza de los heroísmos y del determinismo nacional o social.
No en vano, el saqueo en su génesis conceptual siempre ha estado asociado a la acción de la soldadesca, en su paso voraz por las tierras arrasadas del vencido o del que se encuentra en retirada. Y hay demasiados hechos de vindicación nacional, en demasiadas partes del mundo, donde hechos de augusta afirmación histórica parten o culminan en la ignominiosa y vandálica zapa colectiva de las huestes desatadas en descalabro moral.
Lo propio ocurre en nuestro país, donde hay varios hechos históricos, que son parte de la más profunda exaltación histórica, tratados con una pureza idílica, que con poco escarbar sale a la vista la ponzoñosa escoria del acto avieso del saqueo. Los ha habido cuando chilenos salieron fuera de nuestras de nuestras fronteras, y los ha habido cuando determinados eventos históricos fueron resueltos por la vía militar. Sus protagonistas han sido la soldadezca o la muchedumbre civil o su mezcolanza.
Dentro de nuestras fronteras, baste el ejemplo de dos de las más grandes figuras intelectuales de nuestra historia nacional, para poner en evidencia la ruin expresión de los saqueadores, que no deben ser necesariamente asociados al lumpen o al bajo pueblo de los márgenes de las ciudades. El primero, uno de los grandes intelectuales y eruditos hispano-parlantes del siglo XIX, Eduardo de la Barra, cuya casa fue arrasada por los contrarios a Balmaceda, cuando sobrevino del desenlace de la guerra civil de 1891. El segundo, el más grande poeta hispano-parlante del siglo XX, Pablo Neruda, cuya casa de Santiago fue campo de zapa de una horda claramente identificable a horas después de su muerte y en medio de una sociedad bajo manu militari y una ciudad con toque de queda.
Es que, a pesar de las connotaciones de traducción delictiva, que generalmente se pretende dar, el saqueo es un acato de revanchismo, de punta a cabo. Son las latencias de la venganza emponzoñada con la manifestación colectiva y artera, con la cobardía del dato gregario. Definitivamente, no es el saqueo un acto delictivo, aún cuando adquiera condición de tal, en su persecución civil o penal. Como fenómeno psicológico y sociológico, el saqueo es la expresión manifiesta de un pasar la cuenta a quienes, en su momento, y como consecuencia de la desaparición de las referencias que permiten el equilibrio social y la convivencia, se encuentran en el despoblado de todas las referencias morales y carentes de las mínimas condiciones de defenderse ante la aleve acción de la horda cobarde.
Ello ocurre ante la resolución violenta de los conflictos bélicos o políticos y en la disruptiva eventualidad social, cuando los equilibrios que ordenan las sociedades se desbalancean abruptamente. Y se hacen presentes en las circunstancias de catástrofes, que afectan a países como consecuencia de la acción de la naturaleza.
En todas esas circunstancias la fuerza movilizadora de la horda se encuentra motivada rotundamente en el revanchismo que subyace como fenómeno psicológico individual y como expresión sociológica colectiva. Difiere del acto delictivo, del asalto puro o del allanamiento ilegal, y no tiene relación con el desborde social, que termina lanzando pedradas contra la propiedad pública o privada. El saqueo es la expresión más desnuda y oprobiosa de la horda que se siente dominante, que aprovecha el momento en que los equilibrios de la convivencia son rotos, y se impone la ley del más fuerte.
Seguramente, el horror y la impotencia que sienten los propietarios hoy saqueados, fue el mismo sentimiento que tuvo la viuda de Neruda, al llegar a su casa de Santiago, o la esposa de Allende, después de lo de Tomás Moro, o la familia De la Barra, camino a su exilio en Argentina. Es la misma circunstancia de impotencia ante el acto horroroso de la vindicta emponzoñada con el más bajo sedimento del odio.
Por ello es que no debemos sorprendernos de que, en los hechos que nos han avergonzado como país, luego del TT27F que afectó a las regiones de Maule y Biobío, no solo esté la presencia de aquellos sectores más pobres, sino incluso personas que social y económicamente están lejos de los márgenes de las ciudades. No fueron delincuentes los que se convirtieron en horda, aún cuando aquellos se plegaron ante el hecho cierto del campo abierto. Fueron personas que estaban de este lado del ordenamiento moral, convivencial y ordinal de una sociedad estructurada. No estaban del otro lado, donde campea el delincuente común y la marginalidad societaria.
Fueron personas con trabajo, dueñas de casa, estudiantes, profesionales, etc. Fueron personas en vindicta lógica, contra las cadenas de la propiedad concentrada, o contra los propietarios menores que estaban en el mismo foco de la acción vandálica. Los expertos que las cadenas de supermercados y farmacias pueden contratar, para analizar la animadversión que se expresó en tales hechos, deben permitirles reconocer donde está la explicación del odio social.
Desde el punto de vista del orden social y los basamentos que hacen posible la convivencia en una sociedad debidamente estructurada, no nos cabe sino condenar tales hechos, por lo abominable de su motivación y las consecuencias de su concreción para la sana convivencia y la superación del impacto de la catástrofe sísmica.
Aún no hay dato duro respecto del alcance efectivo de los saqueos, ya que los desprolijos o tendenciosos medios de comunicación de tipo masivo, no han colaborado en reconocer colectivamente el real alcance de la acción vandálica. Por el contrario, los medios de alcance nacional en su momento generalizaron la percepción del saqueo, y medios de tipo local no vacilaron en crear un ambiente de temor y angustia que tuvo más fuerza incluso que aquel que la población tenía ante las propias réplicas sísmicas.
Supe del caso de un pequeño propietario de un almacén de un pequeño poblado cercano a Curicó, cuya familia pasaba en vela armada con garrotes, esperando defenderse de los saqueadores, en circunstancias que no había ningún antecedente en su localidad y en todas las de los alrededores para que ello estuviera como posibilidad real, pero medios radiales de la región seguían creando la sensación diaria de su inminencia. Pude ver por televisión como una patrulla militar en Talcahuano se ensañaba con un vulgar ratero, mientras el relator de la noticia mostraba la acción del antisocial como la de un acto de saqueo. En Santiago, un día cualquiera el comercio cercano a Estación Central cerró sus puertas ante el rumor de saqueos, sin que hubiera antecedente alguno. Personas racionales, reflexivas, profesionales y gente lejana absolutamente a toda acción efectiva de saqueo, permanecieron en vigilia durante varias noches, en distintas ciudades del país, convencidos de que su barrio o su propiedad iba a ser arrasada.
Cuando he conocido sus casos, me ha venido a la memoria la forma como la dictadura desprestigió en Santiago el movimiento social en su contra de los años 1980. Simplemente, con la complicidad de los medios y con sus agentes repartidos por los barrios de clase media y las poblaciones, hicieron correr la especie de que los saqueadores venían avanzando desde los barrios periféricos del sur de la ciudad. En el imaginario colectivo se instaló la convicción de que los saqueadores venían como horda huna avanzando progresivamente, atacando los domicilios de gente común y corriente. Barrios, villas y poblaciones permanecieron más de dos días en vigilia, sin que se hubiera producido un saqueo en parte alguna. Ergo, de los saqueos y saqueadores también se han hecho complots.
Publicado en Tribuna del Biobio el 19 de abril de 2010
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