Publicado en portal web de Radio Portales, en marzo de 2012
Sebastián Jans
Ha trascendido hacia la opinión pública, el anuncio del Presidente de la República, en la presentación de la Estrategia Nacional de Energía del pasado 28 de febrero, de la intención de su gobierno de privilegiar el desarrollo de la energía hidroeléctrica, a partir de una planificación para los próximos 20 años. Ello responde a un plan de acción, que impulsará este gobierno, sustentado en varios “pilares” que contemplan la eficiencia energética, el uso de energías renovables no convencionales, el incremento de la participación de la hidroelectricidad, la no prescindencia de la generación térmica, la planificación de una carretera pública de transmisión, un mercado eléctrico “más transparente y competitivo”, la interconectividad con países vecinos y el perfeccionamiento de nuestra legislación e institucionalidad ambiental.
Desde luego, lo que ha provocado mayor interés mediático, ha sido el enunciado de incrementar sustancialmente la participación hidroeléctrica, que actualmente representa un 34% de la generación, para llegar a cifras próximas a 45 o 50%, sobre la base de una potencialidad cifrada en 20.000 megawatts.
No cabe duda que el planteamiento tiene importancia, si consideramos que la apuesta en torno a las potencialidades hidroeléctricas es compatible con una mirada medio-ambiental, que recoge la conciencia creciente sobre la necesidad de eliminar la generación energética que produce un impacto ambiental degradante, y que contribuye agresivamente a la huella de carbono.
Toda opción por una generación libre de emisiones está en una dirección correcta, más aún cuando se considera un vigoroso impulso para el aprovechamiento de energías renovables no convencionales, como la geotérmica, el aprovechamiento de las mareas, la biomasa y la radiación solar, además del incremento eólico. Se suma también a ello, la decisión de establecer un impuesto específico a la generación a carbón.
Los enunciados que se están haciendo desde luego que deben ser valorados, aun cuando tengan aún ese carácter, porque esbozan una política que pretende reducir de modo creciente la participación del carbón en nuestra matriz eléctrica, y aleja la posibilidad del uso de energía nuclear del horizonte de necesidades de los próximos 20 años.
Desde luego, en las próximas semanas, según indicara el Presidente de la República, se podrá conocer sus alcances con más profundidad. Ojalá eso genere un buen debate nacional al respecto, y que haya un interés efectivo de parte de la autoridad en considerar las opiniones alternativas, que hay suficientes y bien fundamentadas, y que no quede en el aire la sensación de que hubo solo enunciados y aspiraciones, y que el tradicional pragmatismo de la lógica del buen negocio o de la aspiración de un indefinido crecimiento termine frustrando las buenas intensiones.
La idea que debe primar es que el desafío energético de nuestro país no puede quedar dimensionado solo en torno a una gestión de gobierno, sino que debe ser expresión de una verdadera voluntad nacional, una política de Estado que cuente con un amplio consenso en el país. Es un tema que trasciende las particularidades de la alternancia en el poder y las formaciones de mayorías coyunturales.
Si miramos los grandes temas-país de los próximos veinte años, hay un grupo de ellos que debieran constituirse en políticas de Estado, debidamente consensuadas en los ámbitos políticos, económicos y sociales, y que deben agregarse a las políticas de defensa y relaciones exteriores. Ellos son: los recursos hídricos, la educación, los recursos no renovables, la salubridad, el medio ambiente, las migraciones, la descentralización y, desde luego, la energía.
Si nuestro país es capaz de construir sólidas políticas de Estado, con un amplio consenso social en las materias indicadas, será capaz de asegurar un tránsito seguro hacia el desarrollo coherente con las seguridades humanas, con la paz y el orden social, y no estar, en cada gobierno, cambiando lo que hizo el anterior en temas que deben tener una definición adecuada para garantizar los logros que, como país y comunidad nacional, siempre hemos esperado.
Los chilenos, en su gran y enorme mayoría, tienen la capacidad de unirse en torno a grandes desafíos, como son las políticas de Estado capaces de incorporar el aporte plural que imponen las diferencias de opinión y de intereses. Una buena política, consensuada en sus fundamentos, contenidos y alcances, es capaz de superar el ideologismo y los intereses corporativos, convicción que subyace en el sentido común de la conciencia política nacional. Si hay tanta expresión vociferante e irritación en nuestra realidad cotidiana, es porque no han prevalecido políticas de consenso.
De tal modo que, para construir una política de Estado en torno al desafío energético, es fundamental estar abierto a escuchar y considerar que hay opiniones serias en los distintos ámbitos en que las políticas existentes se han estado discutiendo. Hay gente seria, patriótica y responsable, que ha formulado objeciones de fondo respecto a ciertas tendencias del desarrollo de nuestra matriz energética.
Hay críticas profundas a la proclividad hacia megaproyectos, mega-inversiones y mega-utilidades, que se justifican en las presuntas necesidades de desarrollo del país, pero que producen justificadas reservas en sectores importantes de la ciudadanía. Como consumidores, obviamente, los ciudadanos terminan siendo víctimas de precios que no se condicen con la media del costo de energía que se observa en la mayoría de los países de nuestra región, y cuyo ingreso per cápita está en condiciones inferiores. Este aspecto ha sido un tema de creciente desconfianza respecto de los proyectos recientes.
Por otro lado, la conveniencia de los megaproyectos genera serias dudas, no solo por su consecuente impacto físico, sino por la utilidad de su implementación. Son dudas que van desde el impacto sobre el ambiente, hasta aquellas que surgen por su vulnerabilidad frente a contingencias de las más variadas. Pero, también tiene que ver con la creciente dependencia respecto de actores excesivamente homogéneos, tanto en la propiedad como en la incidencia porcentual sobre el mercado, lo que puede ser riesgoso en muchos aspectos dentro de una lógica-país. La energía es un asunto estratégico que cada día adquiere más importancia presente y futura, y se requiere un distingo más heterogéneo en el desarrollo de proyectos y políticas al respecto.
Así como la matriz tiene que diversificarse en la búsqueda de una generación más limpia, uno de los cambios determinantes para el éxito de una potencialidad energética nacional debiera descansar en la diversificación de la propiedad y en la heterogeneidad en la producción y en la naturaleza de los proyectos. Es probable que ello implique un mayor esfuerzo de intervención del Estado, para asegurar la presencia de más actores de distintos tamaños, pero ello permitiría desde luego tener menos vulnerabilidad y promovería una saludable competitividad entre actores diversos.
Obviamente, es importante definir cuanta energía requerimos en los años futuros, y para que la requerimos. Ello tiene mucho que ver con los objetivos de desarrollo y como caracterizamos un modelo de crecimiento coherente con la sustentabilidad y con el manejo de nuestros recursos no renovables de modo sensato. Tiene que ver también con cómo manejamos, con una profunda mirada de futuro, los desafíos de tener mucho que dejar a nuestros descendientes, en términos de capacidades y potencialidades.
Esa mirada a mediano o largo plazo requiere mucho consenso y es lo que ha faltado en medio de las contingencias y la presión enorme de los intereses en juego.
Si la política anunciada por el gobierno persigue dejar una huella importante en el futuro, es la ocasión propicia para abrirse a una opinión mayor y más amplia que la de sus propias convicciones y fundar una política energética de largo plazo. No hacerlo, dejará sus enunciados en la desconfianza pública y en el terreno fangoso de las coyunturas de cada día.
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