(Artículo publicado en Revista "Occidente", edición de marzo de 2018)
Las organizaciones éticas – como lo es la
Masonería -, están llamadas a jugar un rol fundamental en la reflexión de la
sociedad de la que son parte, no solo en relación con los problemas que afectan
la cotidianidad de las personas, sino también respecto de lo que implica la
presencia y desarrollo de procesos que pueden afectar fundamentalmente la
condición humana, el carácter de su convivencia y las formas instituidas de
organización social.
Cuando observamos el desempeño de las
organizaciones éticas en la realidad contemporánea, comprobamos que, muchas
veces, se transforman en un problema para las decisiones de los Estados y de
quienes ejercen el poder, ya que lo que hacen es, precisamente, evidenciar
miradas distintas a las lógicas de interés, que son propias de todo conflicto
político, y ayudan a sostener ciertos principios y valores que atañen al
desarrollo de derechos y concepciones fundamentales en torno a la persona
humana y al hecho colectivo de vivir en sociedad.
Ese es uno de los grandes legados que ha
dejado la modernidad, como proceso reflexivo de los fines del hombre, y el
humanismo, como idealidad del valor de lo humano más allá de toda circunstancia
que lo limite. Es bueno tenerlo presente cuando muchas voces, en ocasiones o
reiteradamente, se valen del paternalismo o de cierta propensión inductiva,
para imponer argumentos superiores a lo intrínsecamente humano, así como buscan
la hegemonía de argumentos de intereses de grupos de poder específicos, frente
a lo que representa la racionalidad por excelencia del propósito humano legado
por la modernidad: realizarse cada cual en la oportunidad única de la vida, en
la constante contradicción entre la autonomía personal y la necesidad de
convivencia en sociedad.
La importancia de las organizaciones
éticas está en poner el acento en la preocupación de las sociedades en torno a determinados
valores y principios, que tienen una importancia fundamental en los arreglos que
hacen posible, precisamente, superar la dicotomía entre la autonomía personal y
las obligaciones que nos impone la vida en sociedad.
Si bien ello parece determinado
oportunamente por el Derecho, la realidad es que el aporte de las
organizaciones éticas está precisamente en prever lo que aquel no asume aún
como una constatación o necesidad, o aquello que las prácticas de personas o
grupos han impedido o coartado como una práctica legítima o una obligación
social socialmente válida.
El efecto de la
modernidad
En toda sociedad democrática, y aún en las
que dramáticamente no lo son, la política ocupa un lugar fundamental para la
resolución de los conflictos y en la construcción, validación y garantización de
los derechos. También, para actuar en sentido contrario a esa perspectiva
cuando los fines no están enmarcados en la democracia. La nobleza de la
política, cuando ella institucionaliza la resolución de los conflictos de
intereses mediante el diálogo y el bien común, es un valor indiscutido de
cualquier sociedad que consideramos sana en sus formas de convivencia y en su
institucionalidad.
Sin embargo, la propia naturaleza de los
conflictos y su alcance, que se hacen presente en cualquier sociedad, puede
provocar la enfermedad política de la democracia, su crisis o su hecatombe. La
historia nos enseña como hubo sociedades que se aproximaron a cierta idealidad
en un conjunto de prácticas, que muchos apreciamos como fundamentales para una
buena institucionalidad o una forma ideal de convivencia, pero que cayeron en
reversiones ocasionales o definitivas.
Muchas de esas experiencias las hemos
usado como paradigmas, aun con sus defectos. Así, verbigracia, cuando pensamos
en la república y la democracia, muchas veces pensamos en el legado griego como
un basamento de reflexión. La república norteamericana también ha sido fuente
de paradigmas, como lo ha sido la Francia revolucionaria de 1789 y 1848. También
validamos modelos del último siglo, donde la politología ha incursionado en
profundidad, por ejemplo, en la experiencia de la llamada República de Weimar.
Más allá de los paradigmas, una buena
sociedad será siempre aquella en que los conflictos políticos, consustanciales
a la existencia de intereses contrapuestos y en diálogo, se canalicen a través
de espacios institucionales legitimados por todos y garantizados por el Derecho,
y donde prevalezcan los derechos fundamentales inherente a lo humano.
Sin embargo, las capacidades humanas no
son estancas, y cada día lo humano enfrenta nuevos desafíos, muchas veces provocados
por la propia capacidad individual y colectiva de crear y construir nuevas
realidades e ingenios. La importancia de la modernidad ha sido precisamente
constatar la progresión como un resultado consustancial de la actividad del
hombre y como un hecho evolutivo que surge de las capacidades creativas humanas.
No en vano, en más de 300 años de modernidad el hombre ha creado ingenios y
procesos que han cambiado su modo de vida radicalmente.
Una de las consecuencias de la modernidad,
es precisamente la emergencia de la reflexión ética sobre lo que el ser humano
hace, en tanto las acciones humanas traen consecuencias en los demás seres
humanos. El gran valor de la reflexión ética, originada en el pensamiento
griego clásico, es sustituir la comprensión conductual determinada por un
determinismo por una toma de responsabilidad personal reflexiva frente a los
demás.
Es así como, en tres siglos, desde una
reflexividad liberada del sentido del pecado, la historia humana ha construido una
multiplicidad de derechos y ha tomado cuenta de los problemas que afectan esos
derechos, complejizando los ámbitos de preocupación y de resolución de los
problemas que afectan o favorecen el existir humano. En esa complejidad
aparecen múltiples organizaciones que vienen a expresar el sentido de la
convivencia humana, su alcance y sus necesidades.
La función de las
organizaciones éticas
En el principio de la modernidad, y hasta
parte del siglo XX, hubo organizaciones que eran capaces de expresar no solo el
interés político, sino también el interés de reflexión ética y el interés por
demandas y reivindicaciones. Grandes movimientos sociales aunaron no solo la
práctica política, sino también la promoción de los derechos y la lucha social
por aquellos. Las revoluciones del siglo XVIII, las emancipaciones americanas,
las revoluciones de 1848, la comuna de París, el movimiento obrero, las
demandas sufraguitas de la mujer, etc. dan cuenta de la convergencia en una
organización de lo político, lo ético y lo reivindicativo, en un propósito de
consumación de derechos y formas de convivencia.
Sin embargo, la complejización de los
problemas de las sociedades de la era postindustrial, han ido separando los
fueros institucionales y las responsabilidades de cada organización o
institución. Así, hoy los roles institucionales y organizacionales, como muchas
de las actividades humanas, tienden a separarse y compartimentarse.
Contemporáneamente, no podemos pensar la
república y la democracia, sin organizaciones políticas, sin organizaciones
reivindicativas de los derechos e intereses, y sin organizaciones que apunten a
la reflexión ética, estas en el preludio de los derechos y la manifestación del
interés particular de proteger y estimular ciertos valores esenciales de la
convivencia social.
Desde esa separación creciente de
funciones, las organizaciones éticas se han convertido en la oportunidad de
poner énfasis en aquellos valores que son fundamentales, frente a una actividad
política que, a veces, está determinada por sesgos ideológicos o
particularidades de poder, que lesionan o amenazan los propósitos de bien común
que debe tener toda actividad política en democracia. El mismo rol atañe a las
organizaciones éticas, cuando las demandas sectoriales – sobre todo reivindicativas
- buscan imponerse por sobre ese bien común, aún en la legitimidad de sus
aspiraciones.
De allí la importancia de sacar a las
organizaciones éticas del marco de lo específicamente político o reivindicativo,
es decir, de la pugna de intereses legítimos en una sociedad democrática, para
que puedan tener la capacidad de anticiparse al establecimiento de derechos y
conductas, previendo siempre que ellos se impongan bajo la sustentación de
valores que promuevan las mejores prácticas y las mejores conductas en la
cotidianidad del ejercicio republicano y democrático.
La necesidad de tener organizaciones
éticas dedicadas a cumplir su tarea informadora y formadora de buenas prácticas
y buenas conductas sociales, así como poner el valor de lo humano ante las
nuevas realidades, es el gran desafío que estas organizaciones e instituciones
deben asumir, más allá de todo interés político particular o de un interés
reivindicativo específico. Su responsabilidad es prever el alcance del valor de
lo humano, sus oportunidades y amenazas, antes del Derecho y de las
consecuencias de las decisiones que competen a los organismos, instancias o
instituciones de la democracia y la república.
El rol de la
Masonería en la república
La Masonería es, tal vez, una de las
primeras instituciones éticas de la modernidad, y su vigencia radica,
precisamente, en que pone en su centro la construcción de buenas prácticas y
buenas conductas en beneficio de la sociedad y de la Humanidad. Hay valores
supremos que le son característicos y que han sido una contribución esencial en
la forma en que se han organizado las democracias, más allá de donde haya sido
exitosa o haya experimentado reversiones históricas.
Desde sus orígenes formales e informales,
como organización ética, ha pregonado entre sus miembros los valores
fundamentales del humanismo, desde su mirada dieciochesca hasta las miradas de
las convenciones de derechos humanos que hoy imperan en las sociedades
democráticas, para construir una práctica social que garantice el valor de lo
humano y una convivencia de derechos y deberes basada en la fraternidad, la
tolerancia y la filantropía.
Como toda organización ética, trata de
prever los escenarios que presenten amenazas a esos propósitos y que pueden
afectar el valor de lo humano y la convivencia, al Derecho y su imperio.
En el análisis del tiempo que vivimos, ciertamente
hay desafíos formidables: el deterioro medioambiental, la pérdida creciente de
los recursos no renovables y el agua, la precarización de la habitabilidad
humana, los efectos de los procesos de automatización y robotización, los
accesos al conocimiento y la educación, la garantización de los derechos de
conciencia, las variables que surgen de la prolongación de la vida, el aseguramiento
de la laicidad en los sistemas políticos; los desafíos de la territorialidad,
comunidad y soberanía que afectan a los países por variables globales en
constantes cambios, de alcances muchas veces imprevisibles; todo ello, cuando
aún no se concretan a plenitud muchos de
los derechos fundamentales de lo humano en una parte importante de la
Humanidad.
El siglo XXI está plagado de oportunidades
y amenazas para la condición humana, y lo que corresponde a las organizaciones
éticas, en la república y en la democracia, entre ellas y de modo privilegiado
a la Masonería, es profundizar su rol y alcance, tanto en lo formativo como en
lo informativo. Solo de esa manera podrán cumplir su rol ético – en las
personas – y moral – en la realidad social -, en un sentido práctico que la
sociedad reconocerá y valorará en sus necesidades cotidianas de ejercicio
republicano y democrático. ///
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.