domingo, 8 de abril de 2018

El aporte ético en la república y la democracia


(Artículo publicado en Revista "Occidente", edición de marzo de 2018)

Las organizaciones éticas – como lo es la Masonería -, están llamadas a jugar un rol fundamental en la reflexión de la sociedad de la que son parte, no solo en relación con los problemas que afectan la cotidianidad de las personas, sino también respecto de lo que implica la presencia y desarrollo de procesos que pueden afectar fundamentalmente la condición humana, el carácter de su convivencia y las formas instituidas de organización social.
Cuando observamos el desempeño de las organizaciones éticas en la realidad contemporánea, comprobamos que, muchas veces, se transforman en un problema para las decisiones de los Estados y de quienes ejercen el poder, ya que lo que hacen es, precisamente, evidenciar miradas distintas a las lógicas de interés, que son propias de todo conflicto político, y ayudan a sostener ciertos principios y valores que atañen al desarrollo de derechos y concepciones fundamentales en torno a la persona humana y al hecho colectivo de vivir en sociedad.
Ese es uno de los grandes legados que ha dejado la modernidad, como proceso reflexivo de los fines del hombre, y el humanismo, como idealidad del valor de lo humano más allá de toda circunstancia que lo limite. Es bueno tenerlo presente cuando muchas voces, en ocasiones o reiteradamente, se valen del paternalismo o de cierta propensión inductiva, para imponer argumentos superiores a lo intrínsecamente humano, así como buscan la hegemonía de argumentos de intereses de grupos de poder específicos, frente a lo que representa la racionalidad por excelencia del propósito humano legado por la modernidad: realizarse cada cual en la oportunidad única de la vida, en la constante contradicción entre la autonomía personal y la necesidad de convivencia en sociedad.
La importancia de las organizaciones éticas está en poner el acento en la preocupación de las sociedades en torno a determinados valores y principios, que tienen una importancia fundamental en los arreglos que hacen posible, precisamente, superar la dicotomía entre la autonomía personal y las obligaciones que nos impone la vida en sociedad.
Si bien ello parece determinado oportunamente por el Derecho, la realidad es que el aporte de las organizaciones éticas está precisamente en prever lo que aquel no asume aún como una constatación o necesidad, o aquello que las prácticas de personas o grupos han impedido o coartado como una práctica legítima o una obligación social socialmente válida.

El efecto de la modernidad

En toda sociedad democrática, y aún en las que dramáticamente no lo son, la política ocupa un lugar fundamental para la resolución de los conflictos y en la construcción, validación y garantización de los derechos. También, para actuar en sentido contrario a esa perspectiva cuando los fines no están enmarcados en la democracia. La nobleza de la política, cuando ella institucionaliza la resolución de los conflictos de intereses mediante el diálogo y el bien común, es un valor indiscutido de cualquier sociedad que consideramos sana en sus formas de convivencia y en su institucionalidad.
Sin embargo, la propia naturaleza de los conflictos y su alcance, que se hacen presente en cualquier sociedad, puede provocar la enfermedad política de la democracia, su crisis o su hecatombe. La historia nos enseña como hubo sociedades que se aproximaron a cierta idealidad en un conjunto de prácticas, que muchos apreciamos como fundamentales para una buena institucionalidad o una forma ideal de convivencia, pero que cayeron en reversiones ocasionales o definitivas.
Muchas de esas experiencias las hemos usado como paradigmas, aun con sus defectos. Así, verbigracia, cuando pensamos en la república y la democracia, muchas veces pensamos en el legado griego como un basamento de reflexión. La república norteamericana también ha sido fuente de paradigmas, como lo ha sido la Francia revolucionaria de 1789 y 1848. También validamos modelos del último siglo, donde la politología ha incursionado en profundidad, por ejemplo, en la experiencia de la llamada República de Weimar.
Más allá de los paradigmas, una buena sociedad será siempre aquella en que los conflictos políticos, consustanciales a la existencia de intereses contrapuestos y en diálogo, se canalicen a través de espacios institucionales legitimados por todos y garantizados por el Derecho, y donde prevalezcan los derechos fundamentales inherente a lo humano.
Sin embargo, las capacidades humanas no son estancas, y cada día lo humano enfrenta nuevos desafíos, muchas veces provocados por la propia capacidad individual y colectiva de crear y construir nuevas realidades e ingenios. La importancia de la modernidad ha sido precisamente constatar la progresión como un resultado consustancial de la actividad del hombre y como un hecho evolutivo que surge de las capacidades creativas humanas. No en vano, en más de 300 años de modernidad el hombre ha creado ingenios y procesos que han cambiado su modo de vida radicalmente.
Una de las consecuencias de la modernidad, es precisamente la emergencia de la reflexión ética sobre lo que el ser humano hace, en tanto las acciones humanas traen consecuencias en los demás seres humanos. El gran valor de la reflexión ética, originada en el pensamiento griego clásico, es sustituir la comprensión conductual determinada por un determinismo por una toma de responsabilidad personal reflexiva frente a los demás.
Es así como, en tres siglos, desde una reflexividad liberada del sentido del pecado, la historia humana ha construido una multiplicidad de derechos y ha tomado cuenta de los problemas que afectan esos derechos, complejizando los ámbitos de preocupación y de resolución de los problemas que afectan o favorecen el existir humano. En esa complejidad aparecen múltiples organizaciones que vienen a expresar el sentido de la convivencia humana, su alcance y sus necesidades.

La función de las organizaciones éticas

En el principio de la modernidad, y hasta parte del siglo XX, hubo organizaciones que eran capaces de expresar no solo el interés político, sino también el interés de reflexión ética y el interés por demandas y reivindicaciones. Grandes movimientos sociales aunaron no solo la práctica política, sino también la promoción de los derechos y la lucha social por aquellos. Las revoluciones del siglo XVIII, las emancipaciones americanas, las revoluciones de 1848, la comuna de París, el movimiento obrero, las demandas sufraguitas de la mujer, etc. dan cuenta de la convergencia en una organización de lo político, lo ético y lo reivindicativo, en un propósito de consumación de derechos y formas de convivencia.
Sin embargo, la complejización de los problemas de las sociedades de la era postindustrial, han ido separando los fueros institucionales y las responsabilidades de cada organización o institución. Así, hoy los roles institucionales y organizacionales, como muchas de las actividades humanas, tienden a separarse y compartimentarse.
Contemporáneamente, no podemos pensar la república y la democracia, sin organizaciones políticas, sin organizaciones reivindicativas de los derechos e intereses, y sin organizaciones que apunten a la reflexión ética, estas en el preludio de los derechos y la manifestación del interés particular de proteger y estimular ciertos valores esenciales de la convivencia social.
Desde esa separación creciente de funciones, las organizaciones éticas se han convertido en la oportunidad de poner énfasis en aquellos valores que son fundamentales, frente a una actividad política que, a veces, está determinada por sesgos ideológicos o particularidades de poder, que lesionan o amenazan los propósitos de bien común que debe tener toda actividad política en democracia. El mismo rol atañe a las organizaciones éticas, cuando las demandas sectoriales – sobre todo reivindicativas - buscan imponerse por sobre ese bien común, aún en la legitimidad de sus aspiraciones.
De allí la importancia de sacar a las organizaciones éticas del marco de lo específicamente político o reivindicativo, es decir, de la pugna de intereses legítimos en una sociedad democrática, para que puedan tener la capacidad de anticiparse al establecimiento de derechos y conductas, previendo siempre que ellos se impongan bajo la sustentación de valores que promuevan las mejores prácticas y las mejores conductas en la cotidianidad del ejercicio republicano y democrático.
La necesidad de tener organizaciones éticas dedicadas a cumplir su tarea informadora y formadora de buenas prácticas y buenas conductas sociales, así como poner el valor de lo humano ante las nuevas realidades, es el gran desafío que estas organizaciones e instituciones deben asumir, más allá de todo interés político particular o de un interés reivindicativo específico. Su responsabilidad es prever el alcance del valor de lo humano, sus oportunidades y amenazas, antes del Derecho y de las consecuencias de las decisiones que competen a los organismos, instancias o instituciones de la democracia y la república.

El rol de la Masonería en la república

La Masonería es, tal vez, una de las primeras instituciones éticas de la modernidad, y su vigencia radica, precisamente, en que pone en su centro la construcción de buenas prácticas y buenas conductas en beneficio de la sociedad y de la Humanidad. Hay valores supremos que le son característicos y que han sido una contribución esencial en la forma en que se han organizado las democracias, más allá de donde haya sido exitosa o haya experimentado reversiones históricas.
Desde sus orígenes formales e informales, como organización ética, ha pregonado entre sus miembros los valores fundamentales del humanismo, desde su mirada dieciochesca hasta las miradas de las convenciones de derechos humanos que hoy imperan en las sociedades democráticas, para construir una práctica social que garantice el valor de lo humano y una convivencia de derechos y deberes basada en la fraternidad, la tolerancia y la filantropía.
Como toda organización ética, trata de prever los escenarios que presenten amenazas a esos propósitos y que pueden afectar el valor de lo humano y la convivencia, al Derecho y su imperio.
En el análisis del tiempo que vivimos, ciertamente hay desafíos formidables: el deterioro medioambiental, la pérdida creciente de los recursos no renovables y el agua, la precarización de la habitabilidad humana, los efectos de los procesos de automatización y robotización, los accesos al conocimiento y la educación, la garantización de los derechos de conciencia, las variables que surgen de la prolongación de la vida, el aseguramiento de la laicidad en los sistemas políticos; los desafíos de la territorialidad, comunidad y soberanía que afectan a los países por variables globales en constantes cambios, de alcances muchas veces imprevisibles; todo ello, cuando aún no se  concretan a plenitud muchos de los derechos fundamentales de lo humano en una parte importante de la Humanidad.
El siglo XXI está plagado de oportunidades y amenazas para la condición humana, y lo que corresponde a las organizaciones éticas, en la república y en la democracia, entre ellas y de modo privilegiado a la Masonería, es profundizar su rol y alcance, tanto en lo formativo como en lo informativo. Solo de esa manera podrán cumplir su rol ético – en las personas – y moral – en la realidad social -, en un sentido práctico que la sociedad reconocerá y valorará en sus necesidades cotidianas de ejercicio republicano y democrático. ///


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