sábado, 25 de enero de 2020

Construir lo posible



Chile enfrenta una etapa única de su historia. Por primera vez se da la oportunidad de escribir una Constitución desde una página en blanco en términos de su redacción.
Ello es producto de dos circunstancias que se han dado, de modo dramático, en las últimas siete semanas. En primer lugar, un estallido social de vastas proporciones, que expresó el descontento de sectores ampliamente mayoritarios de nuestra ciudadanía y de su juventud, que exigen un nuevo trato entre el Estado y los chilenos. En segundo lugar, un acuerdo político histórico de nuestros dirigentes políticos, por la Paz y una nueva Constitución Política.
Ello se da en una etapa de la historia marcada por el escepticismo. Hay poca credibilidad para todo lo que signifique establecer tareas comunes y una mirada societaria. Hay sospecha sobre las instituciones cualquiera que ella sea.
El marcado individualismo, que adquiere cierta expresión de nihilismo, sobre todo en los más jóvenes, hace aún más difícil establecer consensos sobre la mejor forma de avanzar societariamente hacia la solución de los problemas, y construir consensos y acuerdos que nos permitan mejorar la convivencia y asegurar derechos.
Construir y asegurar los derechos es una consecuencia histórica de los consensos sociales y de su expresión institucional. La significación de las instituciones, obra de la modernidad, tiene que ver precisamente con la necesidad de que ellas civilicen a la sociedad, soporten la construcción societaria a partir del Estado de Derecho, conduzcan la comunicación y defensa de intereses, signifiquen el hecho colectivo, e impidan el despotismo y el desenfreno de los más poderosos.
Antes de las instituciones, las luchas de facciones o intereses se resolvían haciendo rodar las cabezas de los representantes; el acusado era linchado en la plaza pública, careciendo de cualquier posibilidad de defensa, las personas más pobres eran siervos, y los más ricos parte de la nobleza. Eso cambió cuando surgió el Estado de Derecho y las instituciones que lo hacen posible.
Hoy día, en medio de la propensión nihilista, se advierte cierta virtualización de aquellas prácticas que ofrecen solo la sospecha y luego en linchamiento, donde se ha perdido toda perspectiva de entender la naturaleza misma de lo societario.
De allí que el arte de la política y el rol de los políticos adquiere una dimensión que, hasta el estallido social, podía ser obvia, pero que hoy adquiere una trascendencia fundamental y fundacional.
Minusvalorada por las encuestas, la clase política está llamada a ser determinante en lo que establezcamos como país para las próximas generaciones. De su capacidad de construir en común debe salir un nuevo Chile, en base a la capacidad de consensos y de elaborar lo inimaginable.
Y su máxima tarea hoy descansa en la generación de una nueva Constitución, facilitando los caminos, construyendo el entramado a partir del cual los ciudadanos hagan posible el nuevo contrato social.
No es una tarea fácil. Estamos en un momento fundacional, y así debe entenderse. Fundacional en sus modalidades y refundacional de Chile, en su propósito general.
Hoy, por sobre todo lo exigible, lo que necesitamos es esencialmente política. De aquella que es capaz de construir lo posible.


Una nueva ética para el ejercicio del poder


Nuestro país se encuentra en debate. Diversas ideas están proponiendo distintas soluciones a la crisis que lo afecta. Hay propuestas económicas para los más afectados por el modelo. Están apareciendo algunas propuestas en favor de la clase media, la que ha sostenido con su esfuerzo los logros económicos que el país tiene. Surgen también propuestas políticas y alternativas para realizar cambios institucionales.
Pero, sobre todo, tengamos presente que hay una profunda exigencia social que quiere redibujar Chile con una pluma nueva, que otorgue nuevos colores a la comprensión de un país que tiene que ser más inclusivo y más justo. Hay una profunda reflexión que se hace presente, como producto de las omisiones de la riqueza, donde, para la mayoría de las personas, especialmente de la clase media más esforzada, al final todo su esfuerzo es para la avaricia de unos pocos.
En ese contexto de proposiciones y expectativas legítimas, es necesario considerar que todas las posibles soluciones, debieran enmarcarse primero en un soporte ético, que debemos concordar desde la sociedad civil, para dimensionar las obligaciones políticas y las decisiones económicas y también socio-económico.
La construcción de un nuevo pacto social todos los sectores sensatos lo ven como necesario, cuando están reflexionando seriamente sobre la agenda que ha impuesto con nitidez la demanda social. Más, todo contrato social debe expresarse en una Constitución.  Un nuevo contrato social implica una nueva constitucionalidad, que deberá dar cuenta de las necesidades y los desafíos de una comunidad nacional que requiere unirse en torno a sueños comunes.
Ello, empero, exige construir en tal perspectiva convenciones éticas profundas, en todos los actores políticos, económicos y sociales, que recojan como primer insumo, en toda su envergadura, el reproche ético que la sociedad mayoritariamente ha hecho.
En ese contexto, el mayor de los desafíos en establecer claros contenidos ético en el ejercicio del poder, sea este en el mercado o en el Estado.
Solo en la medida que se adquieran fortalezas éticas para las conductas en el mercado y en el propósito superior de la gestión pública, cada cual en sus distintos roles, será posible encontrar la solución para construir el nuevo contrato social.
A la realidad que hemos arribado en nuestro país en las últimas semanas, es producto precisamente a la comprobación social de la pérdida de la rectoría ética de quienes ejercen funciones y roles, tanto en el ámbito público como privado. Baste dar una mirada a las investigaciones más sonadas en los tribunales de justicia de los últimos tiempos, para darse cuenta cuanto se ha fallado al respecto. Es imposible que hayan ocurrido tales lamentables conductas, sin considerar una consecuencia social.
Cuando realizamos el pasado 9 de setiembre, en la Gran Logia de Chile, la Fraternitas Republicana, expresamos nuestra reflexión en torno al ejemplo, aquel que modela las culturas humanas, en todas sus escalas y ámbitos de expresión. “Es el ejemplo – dijimos - el que puede llevarnos hacia el futuro con las certezas de todo lo bueno que hemos hecho y podemos lograr, a partir de nuestros talentos y capacidades”.
Pero también, es el ejemplo “el que puede llevarnos a conductas y acciones que terminen por destruirnos como sociedad, como país, incluso como especie. El ejemplo tiene siempre un efecto conductual, porque lo que aprendemos a través de un modelo impuesto en la cotidianidad, en definitiva, se plasma en una forma de conducirnos y de actuar. Nadie sigue mejor nuestro ejemplo que nuestros niños y jóvenes, siempre ávidos de aprender de sus mayores. Nuestro actuar colectivo produce modelos, que luego se repiten social y moralmente”.
“Tal vez, por sobre los deberes de la escuela, los grandes docentes somos los que generamos patrones en el hecho colectivo del hacer sociedad”.
Construir un soporte ético para las soluciones que el país deberá abordar es la primera tarea del momento actual. Para ello hay que convocar a muchos. A los que saben a partir de su experiencia, de sus necesidades, de sus reflexiones, de sus experticias, de su sabiduría, de sus fortalezas culturales, de sus carencias, de sus virtudes, de sus riquezas, de sus tenencias, de sus herencias, de sus frustraciones.
Nadie piense que, la solución a la crisis que nos conmueve, solo se desprende de una simple capacidad de gestión política. También requiere de una construcción de lo social desde una mirada más integradora. Ambos requieren una nueva ética en el ejercicio del poder.



Democracia y república: la crisis


Durante los últimos tres siglos pensadores, filósofos y políticos, han intentado establecer un concepto unívoco de democracia. Estos intentos, naturalmente, han sido construcciones históricas cuya validez se agota en el devenir social de nuestros pueblos. Las revoluciones sociales, tecnológicas y culturales, han asestado duros golpes a estos intentos.
Sin perjuicio de la natural precariedad de toda definición de la “cosa social” que esto significa, es menester establecer alguna base conceptual básica que nos permita situarnos en algún espacio intelectivo particular, dado que, una vez establecida la definición, nos resulta sencillo abordar las precariedades o déficit de dicha creación política.
Comenzar la construcción conceptual, debe llevarnos inicialmente a fijar los elementos de la esencia de la democracia. A nuestro entender estos son: una creación política superior a todas las otras formas de regimentación política; su existencia es convencional, es decir, aceptada por todos; busca regular la convivencia social en beneficio de todos y cada uno de los miembros comunitarios y, desde ahí, lo más importante, constituye un mecanismo de redistribución del poder, el cual tiende a ser naturalmente desigual.
Si aceptamos que los elementos detallados no resultan lejanos a un concepto de democracia, más o menos aceptado, podemos dirigirnos ahora a intentar establecer sus mayores déficits.
El primero de ellos, lo constituye la debilidad del contrato social que la mantiene, vale decir, las permanentes tentaciones autoritarias que nacen en el seno de la misma democracia. Tentaciones autoritarias que tienen distintas manifestaciones, desde aquellos que consideran que el pueblo es ignorante para manejar ciertos conceptos o cuestiones del día a día del contrato social, hasta extremos perfectamente conocidos.
Nos referimos, particularmente en Latinoamérica, a los asaltos de los presidencialismos a la división republicana de las funciones esenciales del Estado: los poderes Judicial y Legislativo. La permanente intentona - invocando situaciones de peligro extraordinarios - para cooptar ambos poderes con miras a darle a la comunidad una conducción única, vale decir, una sola interpretación de la realidad presente y futura.
En segundo lugar, la ausencia de debates que aborden cuestiones sustanciales para la vida de las comunidades, junto con transparentar las formas de llevarlo adelante. La corrupción viene a ser no solo una consecuencia de la falta de transparencia, sino también de una forma de secuestro del debate en que se deberían abordar las cuestiones cotidianas, reservándolo en subsidio solo a quienes, supuestamente, tienen las experticias para abordar los grandes temas.
Por último, la completa inutilidad de la democracia en cumplir un rol esencial: redistribuir el poder naturalmente desigual en la sociedad o, dicho de otra forma, la sustitución de la República por formas estamentales constituidas por estructuras de poder excluyentes.
Si aceptamos que estos déficits de la democracia se convierten en componentes estructurales de crisis de los sistemas democráticos, no puede sorprender a ningún observador, la consistente pérdida de confianza en esta forma de organización social o en quienes están expresando las funciones de sus órganos fundamentales (gobierno, parlamento, judicatura).
Lo complejo, en este sentido, es que la democracia requiere del sometimiento conductual de todos sus miembros, para poder funcionar adecuadamente. Los actos de “no acatamiento”, vale decir, la abstención de los ciudadanos y ciudadanas en la discusión y expresión electoral, sólo termina demoliendo la autoritas institucional, transformando a la democracia en un mero mecanismo legal. El “no acatamiento” de quienes prefieren ser élites, con la responsabilidad de hacer paternalmente lo que no saben los “ignorantes” o el “populacho”, y a partir de allí establecer un sistema de privilegios.
En este panorama, valga hacerse las siguientes preguntas: ¿qué esperan de la democracia sus ciudadanos? y ¿cuál es hoy, desde el punto de vista cultural, el mínimo democrático tolerable?
No cabe duda alguna que, si miramos con detención todos los medios con contenido informativo - estudios, investigaciones, encuestas, “barómetros” sociales u otros -, la mayor aspiración societal se corresponde con llevar una vida decente y mejorar el futuro de sus hijos respecto a su realidad presente. En este mismo sentido, las tremendas brechas entre los más favorecidos y los desposeídos es el verdadero obstáculo para lograr la felicidad personal, familiar y social.
En este punto debemos ser enfáticos: las desigualdades económicas no son más que una expresión de la desigualdad de poder entre los ciudadanos y ciudadanas de un país. Las distintas desigualdades constituyen manifestaciones específicas de la desigual distribución del poder en la sociedad, respecto de las cuales la democracia no se hace cargo.
Sería justo preguntarse: ¿por qué el debate sobre los modelos económicos, como formas de distribución de la riqueza que produce una comunidad, es un tema técnico y propio de unos pocos, y no es un tema central de la democracia y del contrato social?
Un futuro más cierto y seguro para revalidar el modelo democrático, superando la crisis que afecta a Chile, no será otro que aquel capaz de abordar la desigual distribución del poder en su dimensión más completa, vale decir, pasar de una democracia electoral a una democracia integral, donde los derechos constituyan el foco central y formal de la democracia, que genera los modelos capaces de distribuir los bienes que esta misma genera, en beneficio de todas y todos. Lo que hagamos lo debemos hacer en bien de todos. En fin, la república.

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