Chile enfrenta una etapa única de
su historia. Por primera vez se da la oportunidad de escribir una Constitución
desde una página en blanco en términos de su redacción.
Ello es producto de dos circunstancias que
se han dado, de modo dramático, en las últimas siete semanas. En primer lugar,
un estallido social de vastas proporciones, que expresó el descontento de
sectores ampliamente mayoritarios de nuestra ciudadanía y de su juventud, que
exigen un nuevo trato entre el Estado y los chilenos. En segundo lugar, un
acuerdo político histórico de nuestros dirigentes políticos, por la Paz y una
nueva Constitución Política.
Ello se da en una etapa de la historia
marcada por el escepticismo. Hay poca credibilidad para todo lo que signifique
establecer tareas comunes y una mirada societaria. Hay sospecha sobre las
instituciones cualquiera que ella sea.
El marcado individualismo, que adquiere
cierta expresión de nihilismo, sobre todo en los más jóvenes, hace aún más
difícil establecer consensos sobre la mejor forma de avanzar societariamente
hacia la solución de los problemas, y construir consensos y acuerdos que nos
permitan mejorar la convivencia y asegurar derechos.
Construir y asegurar los derechos es una
consecuencia histórica de los consensos sociales y de su expresión
institucional. La significación de las instituciones, obra de la modernidad,
tiene que ver precisamente con la necesidad de que ellas civilicen a la
sociedad, soporten la construcción societaria a partir del Estado de Derecho, conduzcan
la comunicación y defensa de intereses, signifiquen el hecho colectivo, e
impidan el despotismo y el desenfreno de los más poderosos.
Antes de las instituciones, las luchas de
facciones o intereses se resolvían haciendo rodar las cabezas de los representantes;
el acusado era linchado en la plaza pública, careciendo de cualquier
posibilidad de defensa, las personas más pobres eran siervos, y los más ricos
parte de la nobleza. Eso cambió cuando surgió el Estado de Derecho y las
instituciones que lo hacen posible.
Hoy día, en medio de la propensión
nihilista, se advierte cierta virtualización de aquellas prácticas que ofrecen
solo la sospecha y luego en linchamiento, donde se ha perdido toda perspectiva de
entender la naturaleza misma de lo societario.
De allí que el arte de la política y el
rol de los políticos adquiere una dimensión que, hasta el estallido social,
podía ser obvia, pero que hoy adquiere una trascendencia fundamental y
fundacional.
Minusvalorada por las encuestas, la clase
política está llamada a ser determinante en lo que establezcamos como país para
las próximas generaciones. De su capacidad de construir en común debe salir un
nuevo Chile, en base a la capacidad de consensos y de elaborar lo inimaginable.
Y su máxima tarea hoy descansa en la
generación de una nueva Constitución, facilitando los caminos, construyendo el
entramado a partir del cual los ciudadanos hagan posible el nuevo contrato
social.
No es una tarea fácil. Estamos en un
momento fundacional, y así debe entenderse. Fundacional en sus modalidades y
refundacional de Chile, en su propósito general.
Hoy, por sobre todo lo exigible, lo que
necesitamos es esencialmente política. De aquella que es capaz de construir lo
posible.
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