miércoles, 19 de febrero de 2020

Hacia un Nuevo Contrato Social para Chile


Discurso inaugural del VI Convento Masónico Nacional de la Gran Logia de Chile

La Masonería tiene por objeto la búsqueda incesante de la verdad, el estudio de la moral y la práctica de las virtudes. Sometida a las leyes de la República, procura la Masonería que sus miembros sean actores de toda reforma que coadyuve siempre a la justicia y al imperio de la razón, que no es otra cosa que el consenso social sobre los desafíos que conduzcan a los conglomerados humanos hacia la felicidad individual y colectiva.
En ese contexto nos reunimos hoy, delegados de todo el país en convento nacional, para culminar un proceso que comenzó a mediados del mes de noviembre, a través de conventos camerales logiales, para continuar luego en conventos camerales jurisdiccionales en las semanas recientes.
Ello ha sido consecuencia de un llamado del Gobierno Superior de la Orden para canalizar las inquietudes de la membresía, ante los acontecimientos que han impactado a Chile desde hace cien días, y para tratar de construir una mirada común frente a los desafíos que emergen de esa crisis.
Convocamos al Convento Masónico bajo la intención de reflexionar en la perspectiva de un nuevo Contrato Social para Chile, ante la comprobación de que hay un profundo quiebre en aquel que emergió con la recuperación de la democracia, hace 30 años.
No podemos ignorar la opinión de una minoría de nuestros Hermanos que consideraron excluyente de nuestro interés institucional, discutir temas que están fuera de las tareas estrictamente docentes. Respetable opinión, pero no compatible con el relato que relaciona estrechamente el curso de la masonería chilena con la República. No compatible también con el propósito de formar mejores personas para una sociedad mejor. No compatible, por último, con el carácter secular de lo masónico, donde el trabajo citerior es parte fundamental del espíritu ilustrado bajo la Luz de la Iniciación.
El masón de cada tiempo es inseparable con la comprensión de su tiempo. Y ese es el desafío del convento masónico. Interpretar nuestra realidad social, para proponer aquello que ayude a la realización humana, en los ámbitos de la sociedad de la cual somos en el día a día. Así, hablar del contrato social no es ajeno a lo que en esencia es el deseo de tipificar los elementos que hacen la convivencia en sociedad.
Cuando hablamos de contrato social, sin duda estamos refiriéndonos a la comprensión que estableciera el pensamiento ilustrado preambular, del cual deviene la francmasonería en su origen histórico. Para los pensadores como Hobbes y Locke, seguido posteriormente por Rousseau, el estado natural de la condición humana, se encuentra sin las reglas que le permitan vivir en comunidad. En esa condición natural surge el poder y la capacidad de unos por sobre otros, sin factores reguladores que garanticen los derechos de los que no tienen poder. Así fue el absolutismo y el despotismo. La sola voluntad de los que tienen poder, implicaba la subyugación absoluta de la vida de cada cual, a un poder ilimitado.
Para vivir en sociedad, para convivir, surge la necesidad de generar un orden, donde todos renuncian a parte del derecho a ser naturalmente libres, y acuerdan las condiciones de convivencia, donde el Estado es el encargado de garantizarla y facilitar condiciones que impidan que alguien será abusado por quienes tienen poder. Aquello es lo que establece el contrato social, que se expresa en el marco constituyente del Derecho, en las leyes y en las convenciones de vida social, donde los aspectos morales cumplen aquellos aspectos que no son necesariamente regulados por la ley o que complementan, por tradición, el sentido y propósito de la ley.
Así, todos cedemos parte de nuestra libertad natural en bien del propósito superior de vivir en comunidad, y el poder debe ejercerse dentro de los límites que convencionalmente se establecen, regulados por el Estado, que debe estar sobre cualquier ejercicio privado ilimitado del poder.
El 18 de octubre pasado, Chile fue testigo de un estallido social que nadie pudo prever en sus alcances, aún cuando muchos habíamos percibido que un descontento profundo estaba manifestándose en el sentir social, producto de las brechas que el sistema económico, político y social, estaba generando, fruto de un sentimiento de exitismo inmoderado frente a cifras, que algunos siempre miraban con marcada indiferencia pese a los altos impactos sociales.
Mucho se puede especular sobre los actores sociales que están en la explicación del estallido social y su enorme impacto. Se mencionan varios. Pero, sin duda, el sector social más determinante en lo ocurrido desde octubre, ha sido la clase media, que se siente vulnerada y abusada. Una clase media que es difusa en su composición y número, pero que, en definitiva, está integrada por quienes sostienen con su esfuerzo, trabajo, sacrificio e impuestos, los logros del modelo que ha sido defendidos de manera irrenunciable por quienes lo han liderado, con ausencia de una mirada de país, con ausencia de un sentido republicano, y muchas veces, con cierta prepotencia intelectual y técnica, en desmedro de una comprensión societaria más solidaria y fraterna.
Parece extraño que nuestras élites no se hayan dado tiempo para analizar la crisis de la democracia en el mundo, en América Latina y en nuestro país, a partir de las cifras que entregaban muchos estudios de seriedad incuestionable. Verbigracia, dos tercios de los habitantes de los países democráticos del mundo, han considerado e la última década que los partidos políticos ignoran su opinión; cerca del 70% cree que la economía está organizada para favorecer a los más ricos[1].
En América Latina, en 2008, un 59% sentía insatisfacción por la democracia. Diez años después la cifra había aumentado a 71%[2]. En nuestro país, en 2018, un 42% de los chilenos se sentía satisfecho con la democracia.
La confianza en el gobierno, en 2008, estaba bajo el 40% y 10 años después bajo el 20%. La confianza en los partidos político en los mismos diez años, nunca superó el 20%. La confianza en el Congreso, en el mismo periodo, se mantuvo en promedio bajo el 15%. Respecto a la confianza en los tribunales de justicia, cada año fue en caída, con excepción del 2012, siendo en 2018 en torno al 10%[3].
La percepción de que los partidos políticos “solo sirven para dividir a la gente” era de un 31% en 2008, y 10 años después era de un 49%. Respecto del Congreso, la evaluación de su labor legislativa, era un 36% favorable en 2010, mientras en 2018 solo llegaba a un 18%. El 80% de los encuestados pensaba en 2018, que los Tribunales siempre favorecen a los poderosos.
En la percepción de la corrupción de las instituciones, los partidos políticos eran percibidos con un 69% de imputabilidad, seguidos por Carabineros con un 63%, el Congreso con un 62%, el Gobierno con un 59% y los Tribunales con un 57%.
Justa o injusta esa apreciación, ello nos habla de una profunda erosión de la confianza en las instituciones fundamentales de la República y que hacen posible la democracia. Una creciente erosión, que nos ha llevado a constatar un quiebre del contrato social.
Sin embargo, pese a la profundidad de la llamada recesión de la democracia, por parte de algunos expertos y analista, cuando se han hecho estudios de opinión, la democracia sigue siendo considerada por los chilenos como la mejor forma de generar las representaciones y el gobierno. Seis de cada diez personas siguen creyendo que la democracia es mejor que el autoritarismo, mientras que menos de dos piensan que esto último es mejor[4].
Un segundo aspecto fundamental de la crisis, tiene que ver con la imposibilidad de las élites, y de quienes han sido electos para representar y/o gobernar, para interpretar o comprender los enormes cambios culturales que se han producido en las sociedades a las que deben conducir y satisfacer, no solo someter a la ley.
Desde una concepción paternalista y, a veces, reminiscentemente autoritaria, cuando no derechamente prepotente, temas naturalmente entendidos como derechos por las nuevas generaciones han sido ninguneados, ridiculizados ignorados o atropellados por parte de las élites, sin meditar los efectos discriminatorios y las humillaciones que tales decisiones o disposiciones han provocado en los afectados y en quienes se han sentido violentados por las argumentaciones reactivas y, luego, por las decisiones.
A saber, temas tales como la igualdad de derechos y de trato con las mujeres, las orientaciones sexuales, el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la protección a los animales, el derecho a los accesos, el trato a los migrantes, la garantización de la vida a través del sistema de salud, la vejez en dignidad, los derechos de los indígenas, los derechos a un medio ambiente protegido, etc. son demandas que han sido minimizados, tipificados ideológicamente y nunca aceptados como cuestiones que tienen que ver con nuevos cánones morales, propio de nuevas comprensiones del existir y del ser.
Un tercer aspecto, tiene que ver con la ética del poder, que ha producido profundos efectos en la sociedad. Una ética excluyente ha generado mutaciones en los procesos institucionales y en el prestigio del ejercicio de la política. El reproche ético de la ciudadanía se ha expresado permanentemente contra esa forma de ejercer poder en la política, en la economía, y en la propia realidad de la sociedad civil. Imposible no considerar que hay una comprensión ética nefasta, fundada en el solo hecho de tener poder, que se ha expresado en colusión y corrupción.
Cada vez que en los últimos años se han producido notables escándalos investigados por la justicia, estos han involucrado a personas con poder, o socialmente vinculados con el poder político o económico, y la sensación social es que no hay justicia, y que la desigualdad atraviesa todo, entre los que tienen poder y los que no lo tienen.
El 14 de noviembre, transcurrido ya un mes del estallido social, luego de movilizaciones masivas y de jornadas de violencia imposibles de contener a través de medios legítimos, un acuerdo político se produjo, teniendo como escenario el parlamento y como protagonistas principales a los partidos políticos. El Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución abrió una posibilidad de poder dar salida política a la profunda crisis de confianza y de repudio social a la forma como se ha expresado el poder.
No cabe duda que habrá algunos que consideren que la solución a la crisis que vivimos está en el uso absoluto de la autoridad. Sin embargo, en los tiempos de la tecnología, nadie parece estar en condiciones de actuar con tal libertad y empecinamiento.
Así, entonces, el gran desafío está en la política y en la democracia. De allí que dicho Acuerdo debemos entenderlo como una oportunidad muy importante y trascendente para posibilitar una solución política e institucional.
Surge, pues, la posibilidad de construir un nuevo contrato social, y ello no tiene que ver con el simple hecho de generar una nueva Constitución. Si así fuese, sería un enorme fracaso.
Un nuevo contrato social tiene que ver con determinar como podemos convivir en el futuro y como nos vamos a relacionar los ciudadanos con quienes tienen poder, y como el poder del Estado de Derecho es capaz de garantizar más humanidad para las personas, aquello más cercano a sus sueños, a su realización personal y colectiva, una realidad más vinculada a una moral más próxima al sueño humano por excelencia: encontrar la felicidad.
 La oportunidad que se genera en este Convento, es ayudar a buscar las ideas, los sueños, las aspiraciones y las reivindicaciones, con el simple ejercicio del intelecto y la reflexión, para aportar a los debates de nuestra sociedad, donde cada cual encuentre su camino con la inspiración de nuestros más altos principios, que la Orden sugiere a la conciencia individual en su proceso iniciático, esotérico y simbólico.
Las conclusiones de este convento no constituyen obligación para masón alguno. Solo representan un momento de reflexión colectiva, reflejando los aportes de todos los que trabajaron en sus Cámaras a lo largo del país, sintiéndose conminados moralmente a expresar su libre e ilustrada opinión. Pero, en la sociedad, en el espacio en que cada masón actúa, cada cual debe aplicar los dictados de su conciencia, bajo la conminación moral de la Orden de ser un esforzado Obrero de Paz.
Aún así, sin duda, las personas de buena voluntad, los espíritus esclarecidos y los patriotas, agradecerán el aporte, aún con las carencias que se expresen en estas conclusiones, porque, en definitiva, nadie puede pretender que cualquier producto humano sea definitivo.
La sociedad y la condición humana, son producto de la diversidad de sus partes, y esta parte de la Orden que producirá este convento, es una más, pero siempre bajo la inspiración iniciática de trabajar en bien de nuestra sociedad, bajo los principios y doctrina que nos entrega el proceso de la Iniciación


[1] Populist and nativist sentiment. Encuesta Ipsos Global Advisor, año 2019. Realizada en 27 países democráticos. Citada en Diez años de auditoria a la Democracia. PNUD
[2] Encuestas Latinobarómetro., citadas en Diez años de auditoria a la Democracia. PNUD
[3] Diez años de auditoria a la Democracia. PNUD
[4] Diez años de auditoria a la Democracia. PNUD

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