Hace 83 años, luego de los debates y controversias que marcaron la agenda política chilena del siglo XIX, se produjo la separación de la Iglesia Católica y el Estado. Culminaba así un esfuerzo que comenzaron los propios Padres de la Patria por reducir el poder y la influencia de los clérigos sobre la cosa pública.
Sabemos que ese paso, como todas las decisiones políticas, no rompió con el pasado de un modo determinante, y el confesionalismo se las ha arreglado para seguir siendo un factor omnipresente en las decisiones políticas del Estado chileno. A veces con menos éxito, en otras con una capacidad extraordinaria para convocar en torno a sus objetivos a sectores del más variado espectro político, ideológico y social. Demás está decir que los sectores que se relacionan con el poder económico, tradicionalmente han estado comprometidos con los intereses políticos del confesionalismo - por tradición familiar, por vínculos del más rancio origen -, siendo un factor determinante en la recurrencia confesionalista y clericalista dentro de la sociedad chilena.
El maridaje tradicional entre las familias que controlan el poder económico en Chile - las antiguas familias patricias de origen colonial, el conservadurismo político-social, y los nuevos ricos prohijados por la economía neo-liberal -, con una visión tradicional de la religión y convencidos de su determinismo autoritario sobre la sociedad, encontraron terreno abonado en el proyecto refundacional de Chile impulsado por Pinochet.
La influencia de ideólogos del conservadurismo católico como Jaime Guzmán, fue decisiva para potenciar una idea de república bajo la égida confesionalista, como solo se había realizado bajo la restauración pelucona a partir de 1830. Pinochet, enfrentado al sector de la Iglesia que tenía un mayor compromiso secular, bajo el impulso del Concilio Vaticano II, desde el primer momento esbozó que su base de sustentación estaba en aquel clero que se vinculaba con el poder económico y con una visión más funcional al patriciado confesional, que había sido despojado del poder político por la mesocracia de manera progresiva desde 1938 en adelante.
El beneficio del tiempo histórico de la Iglesia Católica, bajo el Papado de Juan Pablo II, que significó un retroceso significativo de los sectores más seculares o conciliares, impulsando un fuerte viraje hacia el conservadurismo religioso, fue extraordinariamente favorable al proyecto pinochetista, que encontró un respaldo conceptual a su visión del poder político y de la sociedad.
Como modo de asegurar su proyecto, luego de su derrota en el plebiscito de 1988, se promulgó un conjunto de leyes, en aquellas áreas más sensibles, que aseguraran el poder confesional conservador y su influencia sobre la institucionalidad. De este modo, hay una malla de amarres institucionales, legales y constitucionales, que tienen a nuestra sociedad en punto muerto. Así, tenemos una de las sociedades más conservadoras y con mayor influencia confesional, no solo de América Latina, sino de todo el Hemisferio Occidental.
La idea de Guzmán y Pinochet fue fundar una república católica, como lo ha pretendido siempre el conservadurismo chileno, desde la época pelucona, y donde el patriciado tenga en sus manos todos los hilos del poder y la regimentación de lo social, bajo el sello católico. Ese sector ha logrado que institucionalmente toda la Iglesia jerárquicamente se vea involucrada en la defensa de las prebendas que el sistema genera, y que una visión unilateral, la del poder confesional, sea la que predomine incluso entre los clérigos que no la comparten y que les gustaría una Iglesia menos comprometida con el poder económico y su relación con el pinochetismo.
Así como los sectores del clero se incomodan ante la realidad de comulgar con las ruedas de carreta del conservadurismo confesional, cuya agenda valórica está recargada de resabios decimonónicos, resulta paradójico que quienes políticamente representaron una alternativa al pinochetismo y plantearon la agenda de la modernidad, estén en su mayoría anclados en el proyecto fundacional de la dictadura, y asuman la conducta patricia como una lógica consustancial de lo fundante de nuestra república. Ello se refleja en la constante cautelación de los planteamientos de una jerarquía eclesial que valóricamente es tremendamente sensible a cuestiones formales, pero que no tiene el mismo espanto frente a los nudos del autoritarismo que siguen vigentes de un modo determinante respecto del carácter del sistema político y económico.
Sin embargo, la experiencia enseña, y una de las lecciones que aprendió el propio peluconismo en el siglo XIX, fue que la república, como sistema de organización política, es por esencia no confesional. Ellos comprobaron que, ante una sociedad que era permeada por la modernidad, el sistema político no podía estar determinado por una concepción confesional hegemonizada por los clérigos. Las discrepancias con el clero, que vivieron Montt y Varas, fueron la señal de que el sistema político debía abrirse a una diversidad inevitable.
Si los despotismos de hace tres siglos eran coherentes con una caracterización religiosa, obedecían a la lógica monárquica, no a una lógica republicana. Es más, la lógica de un Estado confesional no era posible sino en el fundamento de un autoritarismo que excluía el aporte a la nación de otros valores, de otras interpretaciones de la vida y de la fe. Arrastrado por la constatación de los tiempos, parte del peluconismo terminó aceptando la necesidad de abrirse a la multiconfesionalidad, aunque sin llegar a institucionalizarla.
150 años después, el neopeluconismo concebido por el proyecto pinochetista, tal vez en un giro de pretendida modernidad, acepta la multiconfesionalidad, pero tampoco asume su institucionalización. Ello no debe extrañarnos. A la luz de los tiempos, la valla de la aceptación de la diversidad valórica sigue siendo insalvable para el exclusivismo de nuestros patricios, y la lógica que prima – que es básicamente autoritaria – es que la república chilena es católica. Así lo entiende la clase empresarial y parte significativa de la clase política, es decir, quienes componen una oligarquía que tiene un concepto patricio, una práctica patricia y una lógica patricia. Allí se presenta su brutal choque con la modernidad en su contexto principal, el espiritual. La modernidad no está en los recursos físicos, en las disponibilidades del progreso material, sino en el ámbito de las ideas, de las prácticas y de la inspiración de un modelo de sociedad y de vida. La modernidad está indisolublemente ligada a las prácticas que se liberan de los sojuzgamientos de conciencia y de la represión de las ideas, sea por la vía que sea. De tal modo que, si la modernidad recuperó desde el pasado griego la idea republicana, fue por su naturaleza ciudadana, donde los componentes de la nación son iguales en derechos y obligaciones, más allá de cual fuere su lugar de nacimiento, de residencia, de casta, o de cuales sean sus valores, sus ideas, sus creencias, etc.
La república, verdaderamente, no es un sistema en el cual se ponga una bandera de reclamación en función de un interés particularizador. Si bien algunos han tomado su nombre para establecer dictaduras, en esencia, más allá del autoengaño o del pretendido engaño a la conciencia civil de la Humanidad, desde los griegos hasta ahora, una dictadura es una dictadura. Así lo han sido las eufemísticamente llamadas “repúblicas populares”, “repúblicas democráticas”, “repúblicas islámicas”, etc. Lo serían incluso una “república atea” o una “república agnóstica” o una “república cristiana”.La naturaleza del sistema republicano, está en la diversidad que compone el colectivo social o nacional, en el aseguramiento de los derechos ciudadanos y de todos los derechos que permiten el ejercicio de la libertad, en la concurrencia de la más amplia diversidad del pueblo a las cuestiones que son de su interés particular. Está en el reconocimiento de la autonomía de lo político y civil respecto a lo religioso, está en la separación entre la esfera terrenal - normas y garantías que todos debemos compartir - y las esferas íntimas de las creencias de cada cual – que son obligaciones que debe asumir ante su exclusiva conciencia -. Pasados casi 20 años, desde que el proceso de democratización superó la realidad de la dictadura, los resabios de ella siguen omnipresentes, impidiendo que la república sea una realidad plena. Institucionalmente sigue primando el concepto tutelar y la idea de la “democracia protegida”, que concibiera el autoritarismo. Los fundamentos constitucionales siguen descansando en bases que subordinan derechos que son propios de un ejercicio republicano, y la tuición patricia y la tuición religiosa siguen sojuzgando libertades que son esenciales y derechos que debieran haber alcanzado su madurez, pero que siguen siendo en muchos casos un esbozo. Nuestra democracia y nuestra república siguen siendo precarias en muchos aspectos, tal vez demasiados.Hoy se está abriendo debate sobre la necesidad de generar de una buena vez una nueva Constitución Política. Enhorabuena. Sin embargo, para algunos, hay conceptos que tienen solo una variable. Se habla de exclusión solo en términos de la participación política de determinado sector. En realidad la exclusión es una constatación bastante más amplia y que está en los genes de nuestro ordenamiento político, económico y social. Es más: está en la práctica patricia de nuestras élites. La exclusión es política, social, económica, cultural, valórica, religiosa, ética.
Entonces, frente a un nuevo proceso electoral, que se juega con cartas marcadas, y donde lo obvio es lo determinante, y donde se trata solo de dar cumplimiento a los plazos legales contemplados en la Constitución – elegir Presidente, diputados y parte del Senado -, lo lógico es poner en debate aquellas cuestiones que son relevantes para las personas. Si se trata de plantearse como objetivos cierto nivel de cambio constitucional, que estos no estén planteados solo en el ámbito del maquillaje que se funda en la componenda, sino que abramos un debate realmente significativo sobre los temas que ponen coto a las libertades y a la participación. Que sean las cuestiones valóricas, en todo su más amplio espectro, las que marquen la agenda de este proceso electoral. En ese contexto, abramos el debate sobre qué tipo de república queremos, sobre cuál es la democracia a que aspiramos. Saquemos la discusión de la esfera de las élites de nuestro país, de las castas patricias, y llevemos la discusión a la más amplia base social. Y quienes aspiren a representarnos o dirigirnos, que sean confrontados con los intereses y los valores más variados de nuestra realidad nacional, los que están mucho más allá de las creencias, convicciones y certezas de quienes se presentan una vez más como candidatos. En fin, de una buena vez, hagamos república y un ejercicio realmente democrático.
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