En 1990, Chile suscribió la Convención de los Derecho del Niño, proclamada por el Asamblea de las Naciones Unidas el año anterior, y sus alcances fueron integrados a la legislación de nuestro país en diciembre de ese mismo año.
Constituyó la ratificación chilena de la Convención, junto a poco más de una cincuentena de países, un paso de enorme significación para nuestra, entonces, aún tambaleante democracia, y una saludable expresión de consenso de las distintas fuerzas políticas sobre la importancia que para nuestra sociedad tienen los derechos del niño, más allá de la simple enunciación discursiva.
Reconociendo la existencia de violaciones de los derechos consagrados por la Convención, que se hacía presente en muchos niños chilenos, la ratificación significó que el Estado chileno asumía las obligaciones presentes en la Convención como una prioridad y un desafío a abordar con decisión. Quedando aún mucho por hacer, en un sentido general, se puede afirmar que el Estado chileno ha actuado coherentemente con esa ratificación.
Dentro de lo que queda por hacer, está lo relacionado con los artículos 14 y 36 de la convención, en lo relativo a la libertad de conciencia, los derechos de los padres de guiar al niño conforme a la evolución de sus facultades, y la protección del niño respecto de formas de explotación que son perjudiciales para su bienestar.
Ello tiene especial importancia cuando los niños carecen de discernimiento, producto precisamente del proceso de evolución natural de sus facultades, y corresponde a los padres o tutores legales ejercer el derecho de educar a sus hijos según sus creencias y valores.
La ley de cultos de nuestro país establece el derecho de los padres y guardadores legales de los menores no emancipados, a elegir la educación religiosa que esté de acuerdo a sus convicciones. Más allá del alcance legal, desde un punto de vista racional y ético, resulta inobjetable que los padres formen a sus hijos bajo los valores que son consustanciales a sus convicciones morales y religiosas, cuando estos aún no están en condiciones de discernir con autonomía.
Sin embargo, ese derecho puede verse cuestionado por las acciones emprendidas por los padres o tutores legales, a partir de un interpretación abusiva de la ley. Desde el punto de vista legal y ético, el derecho a educar al hijo no emancipado legalmente según los particulares valores y convicciones de sus tutores legales es específico, y no debe considerar extensiones en tales derechos.
Esto tiene que ver con la constatación del uso de niños en actividades de proselitismo religioso, que es posible de observar por parte de ciertas congregaciones o credos, y que nuestro sistema legal debiera de prever, por constituir prácticas abusivas de los padres o tutores legales que afectan los derechos de los niños.
El uso de niños sin discernimiento legal, en actividades misionales o de difusión de contenidos religiosos, resulta tan abominable como el uso de menores en actividades propias de mayores, a los cuales son inducidos por sus padres, tutores o cualquier persona mayor de edad que busque un propósito definido, y que utilice a menores de edad para sus fines e intereses.
El uso de menores de edad en actividades de proselitismo religioso es tan repudiable como lo puede ser el padre que hace trabajar a un niño para apropiarse de los beneficios económicos de su trabajo, o como aquel que induce a un niño a delinquir, o como aquel que utiliza a un niño con objetivos perversos. En cualquiera de las alternativas expuestas hay un abuso de poder que se da entre el mayor y el niño sin discernimiento.
Es probable que las intensiones que están presentes en los padres que usan a sus hijos menores en actividades misionales estén bien inspiradas, y sean lógicas a partir de la cultura y los conceptos doctrinarios de su fe, pero desde el punto de vista de las convenciones que han permitido determinar los derechos del niño, ello constituye una explotación del menor, dado que no tiene las facultades legales ni mentales para oponerse ni discernir respecto a los objetivos que le son planteados por sus padres o tutores.
Llevar a un niño a las ceremonias religiosas o llevarlos a las actividades misionales que puedan realizar sus padres, son situaciones obvias e inobjetables, porque los menores de edad dependen de sus mayores, y estos están facultados por la ley para educarlos en torno al culto que la familia posee. Cosa distinta es hacer del niño un protagonista en las actividades misionales o de proselitismo de una fe particular.
Durante la última Semana Santa, por ejemplo, a través de la televisión se vio a niños de 10 o 12 años repartiendo propaganda religiosa, puerta a puerta, producto de la iniciativa de una congregación religiosa, con la amplia satisfacción y dirección de sus padres. Habitualmente, ciertos credos realizan actividades misionales, casa por casa, y quien acude al llamado a la puerta se sorprende al encontrarse con un niño desarrollando una actividad de proselitismo religioso bajo la supervisión de mayores, que consideran absolutamente normal que aquello esté ocurriendo.
Más dramático resulta el hecho cuando padres separados, de distinta confesionalidad religiosa, usan a su hijo para promover sus particulares valores religiosos en el momento en que están a su cargo, no importando el contrasentido que ello implica y las consecuencias afectivas y emocionales que esta dicotomía pueda tener en el menor de edad.
Lo que los involucrados debieran preguntarse es que, si las convenciones internacionales censuran el reclutar un niño menor de 15 años para fines militares, o el llevarlo a actividades productivas o laborales, o inducirlo a acciones propias de mayores de edad, ¿por qué no puede ser atentatorio a los derechos del niño usarlo con fines de proselitismo religioso? ¿La diferencia estaría planteada por la naturaleza doctrinaria del propósito a que el niño es inducido? La realidad indica es que, en cada caso, hay un abuso de poder, y una ventaja insalvable de quien determina la acción o toma la decisión sobre el que está desventaja: el menor de edad.
Es de mucho interés, entonces, que los órganos del Estado, que están llamados a proteger los derechos del niño, tomen en consideración esta violación a los derechos determinados por la ley y las convenciones internacionales, y si la ley no es específica en ese aspecto corresponde a los legisladores actuar con premura para garantizar los derechos de la infancia e impedir el abuso de sus mayores.
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