viernes, 16 de julio de 2021

Solsticio de Invierno

Estamos en tiempo de solsticio, y los Obreros de Paz se reúnen en torno al altar de la Sabiduría, de la Fuerza y la Belleza, ante el Libro y las joyas, para reconocer en el seno fraternal el tiempo de la siembra, cuando reina el frio y las sombras de las noches más largas.  Bajo el agobio de la débil luz del sol y de las hojas que se desprenden de los árboles, la carencia de flores y el gris paisaje, todo parece adquirir una tonalidad lúgubre.

Es el tiempo en que el labrador introduce las herramientas para hacer surcos donde la semilla será depositada para sufrir su proceso de transmutación. La tierra ha sido preparada, a través del barbecho, en un proceso particular de regeneración, y la semilla penetra en ella, para descomponerse en la humedad subterránea, y pasará un tiempo hasta que brote hacia la luz, en forma de un débil brote, reiniciando el proceso de la vida.

 El invierno es una época de cambios por esencia, donde toda la Naturaleza señala con irrefutable evidencia que la descomposición de la materia es fundamental para producir su recomposición.

El pensamiento clásico griego hablaba de cambio sustancial, para referirse a los procesos que implicaban nacimiento, gestación o germinación, que se expresaban en definitiva en muerte, descomposición y pudrición.

Nacimiento, vida, muerte y descomposición, luego la regeneración. He allí un ciclo que determina no solo el proceso de la naturaleza, sino también la percepción de lo humano ante los procesos que, de forma concatenada, en ella se expresan. Es decir, no solo tales ciclos se suceden tangiblemente, sino también que son interpretados como tales y secuenciados en la inteligibilidad del observador humano. Esto es, comprendemos la Naturaleza a partir de los ciclos que conceptualizamos a través de la experiencia, esto es, replicamos lo que nuestro entender significa en lo observado.

La Masonería construye su concepción solsticial recogiendo aquella comprensión desarrollada por la Sabiduría Antigua, donde el misterio iniciático lleva al hombre a vivir el mismo ciclo de la Naturaleza, donde los cuatro elementos actúan para producir el proceso de transmutación. A través de la tierra, el aire, el fuego y el agua, la naturaleza cambia, transforma, regenera, en el ciclo fundamental de la vida. Así también es el proceso iniciático

Cierto. Los masones conceptualizamos el mundo y el universo a través de nuestra comprensión simbólica, en el espacio del templo en que la logia se congrega, donde vemos la marcha del sol a través del zodiaco, imponiéndonos iteradamente el ritmo de un ciclo, donde el rey de la luz recorre las doce columnas, para volver a recomenzar.

El Venerable Maestro, representando al sol en su desplazamiento zodiacal, realiza su marcha, desde el Oriente, a través del norte, el occidente y el sur, para regresar nuevamente al mismo derrotero, siguiendo la secuencia cíclica.

La condición caótica de la Naturaleza

Debemos preguntarnos, sin embargo, si ello ocurre de un modo inalterable, si los procesos de regeneración de la naturaleza mantienen una misma constante ordinal, o si ellos pueden ser imprevisibles.

Bien sabemos que el tiempo de siembra no puede garantizar una cosecha próspera. La transmutación de semilla a brote no es un proceso garantizado y está cruzado por la condición caótica de los factores que concurren en las distintas etapas. No siempre el resultado es exitoso. La semilla no garantiza la mies. Millones de espermios no fertilizan a millones de óvulos en la vida de los mamíferos, incluida la de los seres humanos.

Por cierto, no hay una armonía en cómo ocurren los procesos dentro de ese orden general determinado por los ciclos de la naturaleza. Habrá años de mejor cosecha y otros con resultados paupérrimos, años de más lluvias o de sequía. Habrá períodos en que las pestes y los parásitos atacarán con más intensidad.

Si bien los ciclos se expresan irreversiblemente, en cuanto a su desarrollo consustancial, es decir, inicio, plenitud y declinación, nacimiento, vida y muerte, no es posible establecer condiciones de repitencia u homologables entre uno y otro. Si dos niños nacen en una maternidad, el mismo día y a la misma hora, su ciclo existencial no será homologable o medible en su desarrollo por ningún factor de constancia. Cierto, ambos podrán tal vez estudiar en un mismo colegio, ir a la misma universidad y tal vez tener la misma profesión. E incluso muriendo el mismo día y de la misma enfermedad, nada podrá permitir decir que sus vidas fueron iguales.

De este modo, cada ciclo solsticial es único, aun cuando se manifiesten ciertas constantes que nos aventuren a pensar que todo ocurre dentro de un orden natural de las cosas. Habrá quienes piensen, entonces, que la iteración solsticial nos da una certeza de cómo se suceden las cosas. Sin embargo, siendo el solsticio una interpretación de ciertas observaciones sobre el comportamiento solar y su efecto sobre la naturaleza, esa interpretación solo está señalada por la esperanza. Por eso, la lógica científica nos ha privado de la conciencia solsticial de un modo brutal.

Sin embargo, la Masonería recoge en la comprensión solsticial, no el fenómeno astronómico que es solo aparente, producto del movimiento de inclinación sobre el plano de la eclíptica – la oblicuidad - y la nutación, o movimiento de trompo que nuestro planeta ejecuta en su viaje en torno al astro rey. La percepción terrestre es la que nos hace creer que el sol se detiene, luego de desplazarse hacia el sur, para volver hacia el norte, o viceversa, luego de desplazarse hacia el norte, parece detenerse para reversar su movimiento hacia el sur.

Como aquella condición produce las estaciones, siempre en sentido inverso, en los hemisferios, ello es lo que los pueblos antiguos interpretaban como el comienzo de un nuevo ciclo, cuando el sol parecía detenerse en la puerta solsticial de invierno. Asociado a la necesidad de preparar la siembra de los granos, el solsticio de invierno acogía la esperanza de que cuando el sol trajera el verano vendría el tiempo de la abundancia, de la plenitud de la naturaleza.

Iniciáticamente ello es rescatado por la Masonería en ese sentido de futuro, que abriga la esperanza de que vendrá un tiempo mejor para la condición humana, donde la abundancia y la fraternidad permitan que la felicidad llegue a cada vez más seres humanos. Así, sobre todo, el solsticio es una promesa de felicidad, que se construye en el convivir, en el hecho social, con el anhelo de que nadie sufra de privaciones, postergaciones ni injusticias.

Los cambios de época bajo una comprensión de los ciclos vitales

¿Es posible pensar que las comprensiones solsticiales nos den una respuesta a los fenómenos que afectan a los conglomerados sociales? ¿Pueden, desde el esoterismo, desde lo iniciático, entenderse los procesos que afectan a las sociedades? ¿En particular desde lo iniciático, es posible entender los procesos de descomposición de las sociedades, las crisis que las conmueven, los grandes cambios que han afectado a la Humanidad? ¿La comprensión del ciclo vital de lo humano puede ser aplicada a los procesos que desarrollan los seres humanos a través de las culturas, de la historicidad o de las civilizaciones? ¿Si el ciclo vital humano hace referencia al proceso de crecimiento y desarrollo que atraviesan las personas desde el nacimiento hasta su muerte, ello es aplicable a las obras humanas?

Por cierto, las sociedades humanas también viven ciclos y procesos de cambios, que presentan cierta recurrencia en cuanto a expresar ritmos, o al menos períodos en que las cosas parecen iniciar un proceso, que luego se desarrolla en sus virtudes, complejidades o características, para, en definitiva, vivir la descomposición y la muerte. Luego, la sociedad nace de nuevo con una impetuosa emergencia, para alcanzar una nueva maduración, pero sobrevendrá la fatiga irrecuperable y la muerte. Así parece ser, sucesivamente, a través de los tiempos.

Probablemente esa forma de percibir los desarrollos sociales y, luego, civilizacionales, no sea más que una consecuencia de nuestra propia forma de interpretar a la Naturaleza, que nos induce a establecer periodizaciones y tratar de incrustar en una línea de tiempo los desarrollos antropológicos.

Es que la historia de la Humanidad es una lucha de siglos, de milenios, en la búsqueda de lo que se considera mejor.

Aquello estuvo en la impronta de las comunidades pastoriles, de las tribus agrarias, de los pequeños reinos entre los ríos Tigris y Éufrates, de los pueblos nómades, de las comunidades primordiales de los distintos continentes. Cada siembra era motivo de la esperanza comunitaria. Se esperaba la abundancia, la seguridad, la constancia de la naturaleza en el ciclo vital.

Ese sueño de la felicidad sería desechado por los sueños de conquista, cuando la codicia de posesión se estableció para dar paso a las tribus conquistadoras, anhelo maximizado por los imperios guerreros. Ya no era necesario sembrar, sino apoderarse de las cosechas y del ganado de las comunidades conquistadas.

Ramsés II, Alejandro, Darío, Gengis Khan, Atila, Julio César, Constantino, los Incas, en fin, no tenían como meta la felicidad de sus vasallos sino la grandeza de sus conquistas, dejando una profunda huella de destrucción y portentosas obras, que muchas veces nos maravillan por sus vastas construcciones, y donde la sangre de los esclavos, provenientes de los pueblos conquistados, humedecieron la greda de la argamasa.

Cada uno de esos enormes procesos civilizacionales, encabezado por hombres como los mencionados y otros muchos que los homologaron, pusieron a la condición humana al servicio de sus aspiraciones monumentales de hegemonía militar. Grandes procesos de opresión y de aniquilación, en que lo humano era un simple sustrato de sacrificio y subyugación.

Luego, sabemos bien que, en nuestro Occidente vincular, surgió una iglesia que sinceró el ejercicio de su poder: la felicidad no era para esta vida, sino para otra que se conseguiría a través de la prosternación y la sumisión a un poder religioso excluyente y absoluto, fundado en la verdad supuestamente revelada a un poder temporal, expresado en un Papa, sus cardenales y obispos.

Fue más de un milenio de hegemonía, donde los placeres de la vida estaban radicados en las jerarquías religiosas y en los señores y reinos leales, cada uno con sus propios afanes de conquista y hegemonía.

Esa concepción de poder comenzó a descomponerse con el renacer de las visiones helenistas y con la aparición del movimiento de protesta que inició Lutero y siguió Calvino. Desde entonces, el omnímodo poder de la Iglesia hegemónica nunca sería, civilizacionalmente, igual. Se inició un nuevo ciclo, que abrigó una nueva forma de pensar.

En medio de la sangrienta contienda entre protestantes y papistas surgen los Estados Nacionales, donde uno de sus fundamentos radicaba en la fidelidad al rey o príncipe, y la subordinación de la individualidad a la Nación, incluso con la vida misma.

Asomó, poco después, el Siglo de las Luces, con la emergencia ilustrada, y tal vez, en el siglo XVIII, por primera vez, fue recuperado el sueño de las pequeñas sociedades primordiales, de que la felicidad era una meta en la vida humana. La Ilustración nos aportó una visión humanizadora. Surgieron los Derechos del Hombre, y una idea de sociabilidad sustentada en el Derecho. Cada ser humano debía ser respetado en sus propiedades y en su libertad a decidir por sí mismo respecto de las alternativas de la vida. Los poderes religiosos, los gobernantes absolutistas, fueron reemplazados por la soberanía del pueblo y por la decisión de los ciudadanos.

Aquella apreciación sobre el valor de la libertad y de la condición humana pronto sería negada por la emergencia de los Estados que llevaban la delantera en la revolución industrial. Un nuevo ciclo. Este trajo como consecuencia la división del mundo por las grandes naciones capitalistas, y sus disputas las pagaron con su vida los enrolados en los ejércitos y los países avasallados por el colonialismo. Asia, África, Oceanía y América Latina fueron repartidos entre los países europeos industriales y Estados Unidos.

América Latina sufrió pocas invasiones, pero primó el dominio a través de la corrupción de los gobernantes y de la dependencia económica.

Contra ese nuevo mundo de violencias y despojos, de las fábricas y del desarrollo industrial, emergió el capital financiero y, antagónicamente, la clase obrera, nuevamente levantando la esperanza de la felicidad para quienes producían con sus manos la riqueza. Esa emergente demanda por la justicia y el respeto a la condición humana, produjo revoluciones que fracasaron o fueron capturadas por el poder del Estado, revestido ahora de una reclamación de Estado Nacional de nuevo tipo, donde las estructuras condicionaron la idea de la felicidad a la abnegación y el sacrificio: una nueva forma de religión, esta vez sin divinidad.

¿Cuántos cambios de época y de emergencia y muerte de ciclos podemos comprobar en esta tan somera síntesis? Desde Babilonia hasta cualquier proceso reciente, hay miles de ciclos de las comunidades humanas, de civilizaciones, de poderes hegemónicos, que han surgido por lo general brutalmente, para alcanzar su esplendor o máxima ruindad, para luego descomponerse y fenecer irreversiblemente.

Del ciclo de la modernidad a la postmodernidad

Uno de los grandes debates de nuestro tiempo, tiene que ver con el cambio, donde debemos discernir si estamos viviendo una época de cambios o un cambio de época.

Cuando el Siglo de la Luces irrumpió hace 300 años, implicó un cambio de paradigmas que provocó una profunda promesa contra las bestialidades sostenidas en las torcidas aspiraciones de la hegemonía.  Como consecuencia de ese cambio, surgió el liberalismo, el capitalismo, la revolución industrial, la primera generación de los DDHH, el proletariado, el socialismo, el Estado moderno, la opinión pública.

Pero también, el Siglo de las Luces nos aportó instituciones, que morigeraron el rol de los poderes fácticos que instrumentalizan la condición humana. Cortes de justicia, parlamentos, gobiernos elegidos por el pueblo. Muchas veces nos parece horroroso cuando estas instituciones fallan, pero lo realmente es horroroso recorrer la historia cuando ellas no existen.

El pudor frente a los abusos y la violencia del poder permitieron ir estableciendo convenciones para proteger a los seres humanos de los propios seres humanos. Convenciones para hacer la guerra menos brutal, leyes laborales, derechos de los niños, declaración universal de DDHH, derechos de la mujer, arbitrajes económicos internacionales, justicia internacional, etc. Una institucionalidad internacional representada en la Organización de Naciones Unidas.

Las brutalidades del militarismo y de las violaciones sistemáticas de los DDHH por parte de dictaduras con distintos fundamentos - ideológicos, religiosos, étnicos, nacionalistas, etc. -, permitieron en las últimas décadas el incremento de acuerdos, tratados o convenciones, y varios genocidas han sido llevados a los tribunales. No todos, pero ya es un avance significativo.

Paralelo a ello, sobrevino el derrumbe de los grandes metarrelatos, es decir, aquellos relatos que están más allá del propio entorno objetivo de la historia, es decir, comprensiones abarcadoras, con una historicidad grandilocuente que se sobrepone a las particularidades, donde todo es comprendido dentro de un relato que subordina toda diversidad y contradicción. Una pancomprensión que asume los hechos – de cualquier tipo – de manera absoluta y predeterminada, pretendiendo dar respuesta a toda contingencia o coyuntura, a toda controversia.

No fue mucho después que, desde el pensamiento filosófico liberal y la filosofía devenida del revisionismo religioso, se culpó a la modernidad de muchos males, ya que había secularizado el transcurrir humano. Así, todos los excesos de la industrialización, del colonialismo del siglo XIX, del capitalismo salvaje, de la especulación financiera, la polución, fue sindicado a la modernidad, aquel movimiento espiritual, filosófico y moral, que había desvinculado al hombre de su historicidad devenida de la “recta Iglesia”. Curiosamente, al decir de Steven Spinker, el desdén por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso tiene un largo pedigree entre cierta elite intelectual y cierta cultura artística, también en el siglo XXI[1].

Pensadores secularistas previeron la gran frustración frente a la distorsión de los sueños obreros de un mundo más justo, y señalaron de un modo cierto el gran cansancio ante las utopías arrebatadas por el poder de los Estados. Pareció ser entonces que lo único digno de ser rescatado de las revoluciones del siglo dieciochesco y de aquellas que insinuaron las revoluciones sociales del siglo XIX fue, en definitiva, la democracia.

No fue una constatación absoluta en el siglo XX, donde casi el 70% de la Humanidad no alcanzó a vivirla. Sobreviniendo el siglo XXI, los porcentajes no han mejorado sustancialmente. Por cierto, en la última generación, la Humanidad se ha visto enfrentada a turbulencias profundas, donde la inestabilidad es un factor determinante producto de procesos sociales, económicos, políticos, tecnológicos, y donde la inseguridad para la vida humana adquiere nuevas amenazas.

Son las evidencias de un cambio de época, que producen desorientación, confrontaciones, inestabilidad, discontinuidad, incertidumbre e inseguridad, que coinciden y marcan el inicio de este nuevo milenio. Ello aparejado con cambios tecnológicos, que destruyeron todas las referencias con que se estructuraba el conocimiento y la opinión pública en las democracias. Sabemos que el cambio climático y la explotación irracional de los recursos amenaza con un próximo ciclo de carencias y cambios irreversibles en el planeta.

La textualización del conocimiento, uno de los grandes aportes de la Ilustración, sucumbe ante la digitalización, el nuevo vehículo de la información. Las estructuras de la democracia política son superadas por la democracia de las llamadas redes sociales, donde el acto de elegir por sufragio se relativiza y las personas deciden a través de una opinión, generalmente emocional y no construida a partir del raciocinio informado.

Hoy, millones de personas en las sociedades democráticas consideran que la propia democracia nada tiene que ver con sus intereses y sus libertades, convirtiéndose en ciudadanos permeables al populismo y a la deriva de las instituciones. Un peligroso giro hacia un sistema sin Estado de Derecho, donde el linchamiento del delincuente apresado nos retrotrae hacia el feudalismo o hacia la masa brutal que ahoga con sus brazos de pulpo al mismo pensador que aspira a emanciparla.

Como dice el pensador humanista canadiense, Steven Pinker, en una entrevista reciente para el diario La Tercera, al no estar al tanto de los progresos humanos, se considera que “si todo el sistema está fallando y está corrupto, y no puede ser corregido, entonces destrocemos todo, porque cualquier cosa que salga de estos escombros va a ser mejor que lo que tenemos ahora”.

Reflexión solsticial a modo de conclusión

Un trovador que permeó a tres generaciones, entre ellas las nuestras, masones de un milenio a otro, cantaba a propósito de un talismán de muchos sueños por muchos compartidos:

 

Le he preguntado a mi sombra
A ver cómo ando, para reírme
Mientras el llanto, con voz de templo
Rompe en la sala regando el tiempo

Mi sombra dice que reírse
Es ver los llantos como mi llanto
Y me he callado, desesperado
Y escucho entonces
La tierra llora

La era está pariendo un corazón
No puede más, se muere de dolor
Y hay que acudir corriendo
Pues se cae el porvenir

En cualquier selva del mundo
En cualquier calle

Debo dejar la casa y el sillón
La madre vive hasta que muere el sol
Y hay que quemar el cielo
Si es preciso, por vivir

Por cualquier hombre del mundo
Por cualquier casa

Esa trova tiene mucho que decirnos respecto de lo que estamos viviendo, con todo su dramatismo y angustia, donde la tierra llora.

Pero somos masones y somos humanistas. Nos comprometemos con un sistema de moral que no depende de creencias sobrenaturales o relatos mesiánicos seculares, sino en la comprensión de que las virtudes humanas son el cimiento de la bondad necesaria, que hace posible que la condición humana se encuentre frente a frente con la propia finitud de la vida y con lo efímero del vivir, y que evidencia la inutilidad de las hegemonías, provengan ellas de las ideas políticas, del poder económico, de las ideas religiosas, del poder de las armas, de las razas, o de cualquier distinción que justifique oprimir o degradar a otros seres humanos por ser diferentes o desafortunados o descaminados.

Pero estamos en tiempo solsticial, un tiempo de cambio. El inicio de un nuevo ciclo. Un momento en que podemos soñar con la felicidad que llegará al género humano. Como masones jamás podríamos dejar de soñar o aspirar o trabajar para que la condición humana tenga la oportunidad de realizarse como Humanidad.

Que no haya hambre, que las enfermedades sean sanadas o calmadas, que la justicia llegue a los postergados o humillados, que todo ser humano tenga un techo; que los talentos construyan, que generen arte, o que investiguen, para que la creación humana exalte la portentosa virtud de lo bueno y lo bello, o que sea capaz de desentrañar los misterios del universo.

Imposible entender a la Francmasonería sino en la buena nueva de la modernidad, a la cual representa en su espíritu y aspiración humanista: el derecho humano a la felicidad.

¿Preguntamos nuevamente, cuantos ciclos o épocas ha vivido la especie humana? ¿Cuántos procesos históricos han nacido, se han desarrollado y han muerto, en el determinismo que la naturaleza y la vida imponen de modo irreversible?

Porque todo lo que surge de cualquier modo tiene que sucumbir; así nos lo enseña el tiempo solsticial. Y nos enseña también que lo nuevo surge de la podredumbre de lo viejo. No hay cosecha que no se haya generado en la descomposición de las semillas, cosechadas en un tiempo previo, que muere con ella misma.

Tal vez ello nos induzca a colegir que todos los sueños de una vida mejor en el ser humano, parecen descomponerse finalmente en la degradación de la convivencia social, producto del factor corruptor del poder mal conducido.

Frente a las estructuras que imponen los sistemas de opresión, siempre nacerá la esperanza de la libertad, un anhelo y una demanda que la modernidad ha promovido como consustancial a la condición humana, pero ella, la Masonería – considerándola intransable -, la equilibra con la igualdad – el reconocimiento del otro para también ejercerla – y con la fraternidad – el lazo que nos une como seres humanos -.

Allí, el perfecto triángulo equilátero de la convivencia.

Ello implica que existe una contradicción entre el ejercicio de la libertad absoluta, donde cada cual se realiza sin importar deber social alguno, y la necesidad de mirarnos asociadamente para ayudarnos y construir en común la felicidad.

Pareciera ser que aquello está en los debates ocultos que nos plantea el estado de postmodernidad que marca esta época de profundas frustraciones, asumido por muchos actores sociales contemporáneos, desde la más absoluta ideologización.

De alguna manera podría estar al acecho una comprensión reminiscente del servilismo feudal, donde alguien debe protegernos y cuidarnos, a cambio de la obsecuencia que entreguemos como moneda de cambio. De alguna manera, aquello trató de ser representado también en los Estados policiales: te damos lo que necesitas, pero necesito tu sumisión, y en algún momento requeriré de tu vida.

El filósofo Fernando Savater, en su “Política para Amador” se peguntaba hace casi treinta años: “¿libres o felices?”, a partir de las ideas expuestas por Erich Fromm, en su libro “Miedo a la libertad”.

Nuestra sociedad en crisis se encuentra en una encrucijada donde debiera estar alguna interpretación en torno a esa pregunta.

La libertad ciertamente debe entenderse como un ejercicio con responsabilidad, y la felicidad como una consecuencia del devenir de la responsabilidad. La cuestión de fondo parece estar en la anécdota con que Savater concluye su reflexión en torno a aquella pregunta.

Cuenta Savater que, a Manuel Azaña, presidente de la Segunda República Española, alguien le preguntó “¿cree Ud. de veras que la libertad hace más felices a los hombres?”, y la respuesta del republicano fue “francamente no lo sé, pero de lo que estoy seguro es de que los hace más hombres”.

Y luego de la anécdota, Savater cita a Stendhal, quien expresara: “Un gobierno libre es un gobierno que no hace daño a los ciudadanos, sino por el contrario le da seguridad y tranquilidad. Pero aun, hay mucho trecho de ahí a la felicidad, y el hombre debe recorrerlo por sí mismo, pues sería un alma muy grosera la que se considerara perfectamente feliz porque goza de seguridad y tranquilidad”.

A pesar de dos siglos y medio, la triada de la redención humana - Libertad, Igualdad y Fraternidad - es insustituible para soñar el Humanismo, el tiempo en que lo humano sea una realización de la felicidad, tan efímera, tan circunstancial, pero tan necesaria en la suma y resta del existir. La barrera que se opone, ciertamente se encuentra precisamente en lo humano y en sus defectos de herencia: la codicia, la violencia, el fanatismo, la instrumentalización de las creencias, la ignorancia, el odio, los integrismos, los metarrelatos, la mentira, la superchería, los vicios, el egoísmo, en fin.

Hagamos votos para que este tiempo de solsticio, nos traiga un cambio en favor de nuestras esperanzas de que la felicidad impere en el género humano, especialmente en nuestra Patria, como producto del imperio moral de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Pero también por el imperio del Derecho, de la justicia social, y de las virtudes sociales y ciudadanas.

 



[1] En defensa de la Ilustración. Paidós. España, 2018

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