jueves, 10 de noviembre de 2016

Reflexiones laicas sobre el Reichspogromnacht

(Reflexión presentada en la conmemoración de los 78 años de la Noche de los Cristales Rotos, organizada por la Iglesia Luterana chilena y la Confraternidad Judeo Cristiana de Chile)e)


Sin duda, sobre el 09 de noviembre de 1938, de la Noche de los Cristales Rotos o Reichspogromnacht, se han dicho muchas cosas a través de los casi 80 años posteriores, y se seguirán diciendo. Su simbolismo, sus alcances, sus efectos, siguen estando latentes en cualquier conciencia informada y en cualquier análisis sobre los factores que disocian a los individuos y a las comunidades humanas, de las comprensiones comunes que tienen que ver con la convivencia y el respeto necesario de la legitimidad del otro, como sujeto válido en todos los alcances que de ello se desprenden: sociales, jurídicos, morales, políticos.
Cuando se conocen, analizan o reconstruyen en la memoria tales eventos, y este en especial, sin duda en la memoria colectiva aparecen otros sucesos igualmente desgarradores, que también expresan de alguna manera, esa misma manifestación de odio, esa irracionalidad, y esa negación de la legitimidad del otro, por alguna explicación sustentada en las conductas más disociadoras de todo colectivo humano: la intolerancia.
Para practicar y verbalizar la intolerancia no se necesitan grandes ideas, sino solo la manifestación de lo más elemental de la odiosidad. Y la odiosidad no necesita grandes cantidades de combustible moraloide o de desarrollos argumentales. Cuando hablo de odiosidad quiero hacer presente que es un estado ambiental, que en su condición de sustantivo abstracto, nos dice que hay una condición anímica y una determinación con atisbos moralizantes, que de lo individual se proyecta a lo colectivo y se transforma en un hecho político.
Los odios que alberga un individuo en sus capacidades emocionales y en los linderos de su conciencia, no es un hecho social, y cuando más queda en la historia dentro de los archivos judiciales, en la página roja de los medios, o cuanto más en la irrelevancia de su propia existencia. Los odios son parte de la existencia cotidiana del hombre individual. Muchas veces odiamos hasta por las cosas más pueriles.
 Sin embargo, cuando hablamos de odiosidad estamos hablando de una condición característica, de una condición cualitativa que, cuando adquiere presencia en los grupos humanos, es inevitable que se proyecte en una disposición política. Es decir, adquiere una manifestación concreta en la intención de intereses que buscan hacerse legítimos dentro del ordenamiento social.  Para ello es necesario solo desarrollar dos o tres ideas, que no necesiten una fuerza argumental compleja, y que establezcan un concepto diferenciador y la voluntad excluyente para zanjar la diferenciación.
Un aspecto diferenciador de recurrencia histórica, en todos los procesos humanos que han terminado en dolorosos dramas, ha sido la distinción racial. Otras veces, ha sido la distinción religiosa. Otras veces, la simple distinción cultural. Señalo estas, porque de alguna manera, estos han sido los factores de discriminación en las comunidades humanas que han escrito las páginas más dolorosas de la historia, al margen de los procesos determinados por las aspiraciones y  acciones de conquista de determinados hombres de guerra.
La condición étnica, la religión y las costumbres características de los grupos humanos, efectivamente, han sido las motivaciones para introducir dentro de las sociedades los efectos más devastadores contra la convivencia pacífica y el respeto a la condición humana que todos nos debemos respecto del otro.  Muchas veces las sociedades son sometidas a graves y hasta violentas tensiones, como resultado del choque de intereses y objetivos, sin embargo, cuando más perversión adquieren tales confrontaciones, son cuando se establece como elemento convocante del interés de algunos, la argumentación racial, la argumentación religiosa o la argumentación cultural.
El más artero de todos, es el factor racial. Cualquier ser humano, tal vez puede tener la posibilidad de cambiar de religión e incluso abandonar las costumbres colectivas más arraigadas, pero no puede abandonar los factores que dominan su linaje o el determinismo de sus genes. Son parte de su existir físico, en el que no tuvo posibilidad de elegir. Odiar a alguien por el color de su piel o sus características étnicas, de este modo, se transforma en una ventaja absoluta para quien estimula la odiosidad a partir de una discriminación racial.  De allí, que no hay peor, más artero y más deleznable propósito, que llamar y estimular el odio social, a propósito de las características étnicas de un individuo o de un grupo humano.
La otra causa histórica de gran alcance que ha estimulado la odiosidad, es aquella sustentada en la discriminación religiosa. Cuando la discriminación religiosa alcanza la categoría política, desde luego que se transforma en una motivación que perfectamente puede convertirse en un vector que se proyecte de la criminalidad hacia el genocidio. Las últimas décadas de la historia humana tienen ejemplos vergonzantes que ofenden a cualquier conciencia decente, y que parecieran ser acontecimientos geográficamente tan lejanos de nuestra realidad sudamericana, pero que son parte de esta aldea global en la que vivimos cada día.
Muchas veces, muy unido a lo religioso, está la cuestión de las costumbres de los grupos humanos, frente a lo cual, otros grupos reaccionan a través de odio. La afirmación cultural muchas veces se transforma en un obstáculo insalvable para el deseo de mezclarnos y admitirnos, para la voluntad de progresar y diversificarnos dentro de las cotidianidades del convivir.
Pertenezco a una comunidad de personas que me ha tenido por veinticinco años, participando en distintas reflexiones, gran parte de ellas centradas en la necesidad de la tolerancia como objetivo fundamental, como tarea societaria de primer orden.
En esas reflexiones he adquirido la convicción de que el racismo, los atavismos religiosos y las reclamaciones culturales, cuando convergen en una voluntad política, adquieren una potencialidad homicida que se abate como un tornado sobre las comunidades políticas. Sé que estoy hablando entre personas religiosas que podrían sentirse provocados por mis palabras. Sin embargo, debo decirles que respeto profundamente los propósitos religiosos, su doctrina y su fundamento. Pero, soy un convencido que cuando la religión deja de ser tal, para transformarse en una propuesta política, no cabe duda que se produce una desviación que siempre trae consecuencias para las sociedades.
Si hay algo que primó en la antesala, durante y posteriormente, en la Noche de los Cristales Rotos, fue precisamente la conjunción perversa del odio racial, del odio religioso y del odio cultural, en una voluntad  expresada a través de una ideología política. Entre los propósitos que insuflaron la intolerancia de aquella ideología demencial, manifestada en una acción política concreta,  convergen con absoluta claridad esos tres elementos que he mencionado.
Y cuando las tenemos presentes en cualquier sociedad, como lo fue la sociedad alemana de los años 1930, lo que viene a hacerse tangible en la forma como opera esa disposición política, donde, a los componentes señalados, se agregan otros tres elementos determinantes: el ejercicio desnudo del poder, lejos de cualquier consideración ética, la hegemonía y la exclusión.
La intolerancia y la odiosidad como categorías políticas adquieren relevancia solo en la medida que hay poder y ese poder es ejercido en función de determinados objetivos, pretendiendo y construyendo la hegemonía, y aplicando, una vez consolidados los pasos anteriores, la exclusión de aquellos a los que se considera prescindibles dentro del modelo que se pretende imponer.
Vuelvo a lo dicho al principio: Para sustentar un estado de cosas como el indicado, no se requieren grandes ideas o desarrollos argumentales de gran alcance. Basta lo más elemental. Hace algunos meses veces vi en televisión un reportaje sobre ISIS cuando tomó control en Mosul. Los hombres entrevistados, los niños, los combatientes, solo se expresaban en dos o tres frases: una frase para alabar a su divinidad, otra frase para definir a sus satánicos enemigos, y la otra frase para indicar lo que harían con sus enemigos.
Recuerdo haber estudiado alguna vez la fuerza argumental que sostuvo el nazismo para desatar la criminalidad colectiva que al final llegó al genocidio. También eran pocas frases, todas muy elementales. Si bien Hitler era abundante en su oratoria, sus seguidores más encumbrados solo necesitaban un reducido grupo de frases precisas para desatar el odio, el encono y la violencia.
He escuchado muchas veces la necesidad de promover la tolerancia en las sociedades humanas. Hay algunos que consideran esencial que las sociedades deben reconocer la importancia de la tolerancia racial, sobre todo cuando han tenido experiencias de odio étnico en sus vivencias. Hay otros que consideran y difunden la demanda de la importancia de la tolerancia religiosa, sobre todo cuando surgen antecedentes de expresiones de poder, hegemonía y exclusión. Creo que ello es positivo, aun cuando creo que expresan sesgadamente el problema de fondo que debe asentarse  radicalmente en toda sociedad donde impere la tolerancia, el derecho a la diversidad, y la paz entre sus distintos componentes en contradicción: la tolerancia civil.
Creo que el gran desafío para las sociedades sometidas a tensiones producto de presencias diversas en su composición, debiera descansar en la forma como articulamos la sociedad civil, a partir de una convicción de tolerancia en el convivir, legitimando a los otros que no son como yo, o no son como nosotros, como legítimos componentes de la sociedad, con sus libertades de conciencia y sus derechos a pensar libremente, con sus derechos a realizarse y desarrollarse como todos y cada uno. Ello lo sintetizo en el concepto de tolerancia civil, aquella que surge precisamente de la condición o cualidad de ser parte de una sociedad articulada por diversos grupos humanos y de personas que conviven dentro de una realidad y un espacio común.
Si las sociedades fueran capaces de construir esa tolerancia civil, cualquier incapacidad de aceptarse, a partir de distintas condiciones o especificidades, estaría en ese ámbito específico de resolución. Ello sería un basamento concreto para construir políticas más tolerantes y más inclusivas.
Cuando ocurrieron los hechos que conmemoramos con dolor y perplejidad, hace 78 años, lo que experimentó Alemania fue un espantoso derrumbe de los fundamentos de la sociedad civil, provocados por una comprensión de poder, de hegemonía y de exclusión. En aquellos años la sociedad alemana se olvidó de una comprensión civil de legitimidad, a la que tenían derecho todos los hombres y mujeres que vivían en su suelo.
Esa horrible realidad se ha reproducido en las décadas siguientes, en todos los continentes por diversas causas, protagonistas, motivaciones e intenciones. América Latina ha sido testigo también de esas rupturas dramáticas por razones ideológicas o de proyectos de sociedad. No hay continente que no tenga que lamentar consecuencias de purgas dentro de la vida civil, donde siempre han habido grupos que deben ser excluidos por criterios y conductas excluyentes. Chile lo vivió dramáticamente hace algunas décadas.
Nuestra sociedad sin embargo, parece haber aprendido la lección. En un sentido general, somos muchos más tolerantes de lo que pensamos. Hay odiosidades que aún están larvadas en la conciencia de cada cual, probablemente. Pero no hay inmunidad en las sociedades para volver a tropezar con piedras conocidas, por eso la importancia de esta actividad de hoy.
La reflexión final que hago frente a la comunidad religiosa luterana organizadora de esta conmemoración, que expresan la tradición de una historia fundada en la tolerancia civil, especialmente bajo el Siglo de las Luces, es que esa historia es un tremendo aporte que siempre deben potenciar. Sobre todo cuando hay muchos que, desde una perspectiva de adoración a Dios, sustentan visiones de poder, hegemonía y velada exclusión. Descomponer una sociedad a través del odio y el rencor es más fácil que componerla a través del amor y la misericordia.
Al recordar los hechos de aquella noche dramática, que como comunidades religiosas nos traen a la memoria y a la reflexión esta noche, pensemos que los desafíos que enfrentan los seres humanos, pueden y deben ser resueltos por nosotros los seres humanos… para gloria de Dios.



martes, 11 de octubre de 2016

Sobre el libro "La Integración Humana" de Luis Téllez Mellado


Introducción

En primer lugar, quiero agradecer la oportunidad que me ha dado la Universidad La República, para presentar el libro de Luis Tellez Mellado, con quien me ha unido la posibilidad de poder colaborarle en instancias de reflexión sobre una misma preocupación por el hombre. Con su claridad de ideas, su humor y su sencillez nos convoca regularmente a algunas de las cuestiones que este libro expresa como parte de su pensamiento.
No puedo dejar de considerar que su estilo y sus convicciones profundas sobre la libertad de espíritu, a veces produce desconcierto en algunos de nuestros amigos, pero para muchos de nosotros es un bien que es inherente a Luis Téllez, como manifestación de  sus certezas y su temperamento, y por lo mismo son un tributo a la sapiencia que le ha dado una vida de experiencias y reflexiones.
Ese acerbo de ideas que bullen en su mente y en su reflexividad es lo que está presente en esta obra que hoy presentamos, gracias al impulso eficaz de la Universidad La República. Es una obra singularísima que la lectura fácil no permite comprender, sobre todo para quienes gustan de las lecturas rápidas que parecen ser la tónica de gran parte de la cotidianidad de este tiempo que nos toca vivir, y donde lo contingente de cada día parece ser una necesidad para quien toma un libro con el preferente propósito de adherir a los debates con alguna munición adicional para disparar opiniones fugaces. 

Reflexionar sobre lo humano

No deja de ser necesario un libro que escape a las condiciones de la decepcionante condición incierta que nos toca vivir. Decepcionante por cierto para quienes sentimos en la piel los tráfagos del hombre histórico de nuestro tiempo, para quienes creemos que el hombre tiene solo una oportunidad de vivir, y que cualquier otra posibilidad está en ámbitos que nos son desconocidos y que están fuera de nuestra verdadera comprensión intelectiva, es decir, fuera de procesos verdaderamente inteligibles, al margen de experiencias que nos permitan otear otra oportunidad de vivir y corregir tal vez todo lo que ahora debemos resolver.
Cada ser humano solo tiene un tiempo para vivir, desde que sale desde el caldo uterino en el cual llegó a ser posible, por un conjunto de frágiles circunstancias, entre la casualidad y la causalidad, hasta que sus signos vitales se apagan por causas prematuras o por la culminación necesaria de los órganos que lo componen.
No es posible reflexionar sobre lo humano, sin mensurar aquella fragilidad sustancial que lo hace propiamente humano. Un ser finito que tiene solo una oportunidad para precisamente ser.
Un ser finito que debe realizarse como tal, esto es, hacer posible sus anhelos más sentidos, vivir y convivir, satisfacer sus necesidades, aproximarse a la realización de sus ambiciones personales y colectivas, vislumbrar y construir su felicidad, encontrarle un sentido a su propia existencia y transmitirla a los demás en el hecho mismo del convivir. Reproducir la vida con una impronta de esperanza. Todo un desafío, tal vez inaudito, que debe asumir con alcances indómitos todo ser humano en la significación del vivir. Con ello no estoy diciendo que, tal vez, por procesos intelectivos diferenciados, no haya individuos humanos que tengan el gozo de no tener que asumir su finitud y avancen hasta la ancianidad y su inexorable desenlace, sin tener que hacerse cargo de la contextualización inevitable de su humanidad.
Pero ello no es la regla de quienes abrevaban en el día a día, en la constancia de la reflexividad. No ocurre con quienes, cada día salen del sueño, y afrontan el día haciéndose cargo de aquello que implica nuestra temporalidad humana, y salen a la calle con un propósito vital: superar las realidades para transformarlas, sobre la base de un conocimiento y la experiencia, en la búsqueda de la realización individual, en el marco absoluto de lo colectivo.
Eso es lo que hace posible la pequeña historia de cada día, lo que hace posible la condición del hombre histórico, de aquello que llamamos ser humano, una caracterización de lo colectivo en el ámbito de lo individual.
Y aquel individuo que se gesta en el líquido amniótico, entre la casualidad y la causalidad, ciertamente estará sometido a una vida extrauterina, que también tendrá una inexorable realidad entre la casualidad y la causalidad. Y su historia individual, en su búsqueda que se desencadena desde que apenas puede discurrir algunas ideas, estará señalada por un deseo vital de realización, que solo la casualidad le dará la oportunidad, en  tanto las causalidades de su tiempo lo ubiquen en un espacio donde pueda ser relativamente posible.
Cuando leía, en días precedentes, este libro que hoy presentamos, leía paralelamente en las noticias que en la frontera de Bolivia con la provincia argentina de Jujuy, había un sórdido tráfico de niños, donde, por doscientos o trescientos mil pesos chilenos, un niño era arrancado de su hogar para ser entregado como esclavo en la producción agrícola o una niña era vendida para prestar servicios sexuales. Cuando leía a Luis Téllez, estábamos trabajando para preparar la próxima edición de la revista Iniciativa Laicista, donde informamos que se va a realizar un congreso del libre pensamiento en Ecuador y queríamos contextualizarlo en la realidad de América Latina, nuestro vecindario geográfico y cultural, y tomábamos nota de las 67.000 niñas que , año a año, en Guatemala son embarazadas antes de los 14 años, como consecuencia de violaciones o abusos de sus mayores; de los 520.000 niños mexicanos que cada año son víctimas de alguna manifestación de violencia que determinará irreversiblemente su vida antes que dejen la adolescencia.
Entenderán Uds. esa aprehensión mía cuando remarco la idea de casualidad y causalidad de lo humano. ¿Cómo será el ámbito de lo humano de esas vidas? ¿Cuántas serán sus posibilidades? ¿Habrá en ellos una posibilidad de esperanza, o llegarán a reflexionar algún sentido o propósito de vida?
Y cuando hablamos de nuestro vecindario, de todo ese continente que nos identifica, desde el Río Grande hasta el Cabo de Hornos, como pueblos unidos por muchas historias comunes, luego de un tiempo no lejano en que los derechos humanos fueron pisoteados, las vidas arrebatadas y  los sueños destruidos, fruto de las botas militares y los estados de excepción, una encuesta nos dice que la desilusión con la democracia en los latinoamericanos sigue aumentando, y solo unos puntos nos permiten decir que aún, poco más de la mitad de nuestras sociedades siguen dándole algún crédito a la democracia como sistema político adecuado para resolver los problemas cotidianos de las personas. Por cierto, Chile, con una clase política desprestigiada, está entre los países donde la democracia ha perdido más confianza.
No pretendo hacer una reflexión amplia sobre nuestra contemporaneidad, sobre la condición de casualidad y causalidad que marca al hombre histórico, cuando ya estamos en medio de la segunda década de este siglo XXI, el siglo que, hace cuarenta o cincuenta años veíamos como el siglo de la gran oportunidad del Hombre individual y colectivo.
Lo que quiero traer a Uds. es la convicción de que, quienes estamos en condiciones de reflexionar, porque la casualidad y la causalidad nos ha dado la oportunidad de realizarnos en muchos de nuestros anhelos, tenemos que hacernos cargo de todos los proyectos y oportunidades de vida que se han visto y se verán frustradas. Debemos hacernos cargo de todos aquellos que están marginados de la felicidad, de los que están rezagados de la historia y en la imposibilidad de construirse según sus sueños, de los que están ignorados y ninguneados por la opulencia, de los que ni siquiera sueñan con una idea de justicia social, o con la posibilidad de sumarse a los beneficios del conocimiento. Y allí está precisamente el valor extraordinario que tiene este libro de Luis Téllez, que nos viene hablar de la Integración Humana.

Vindicación de lo intelectual

Cuando observamos lo que diariamente se publica en Chile, en el formato de un libro, sea este en papel o digital, queda la sensación de que el inmediatismo es lo que marca el estado de ánimo de los individuos y los colectivos cualquiera sea su dimensión. Detenerse a pensar desde una perspectiva humanista, es decir, desde una perspectiva que reflexione sobre el hombre en una vectorialidad que escape de lo político contingente o de la especialización del conocimiento, es una locura. Para quienes, desde la academia o desde alguna atalaya de la consagración del pensamiento institucionalizado, donde se sostienen las presuntas legitimidades del pensamiento reflexivo, hacer un esfuerzo de integración puede parecer de locos o de ilusos, o de religiosos, ya que las religiones son las únicas instancias que creen tener el derecho de unir al hombre en una visión común,  y que son aceptadas como legítimas para propender a integrarnos más allá de nuestras diferencias políticas o civiles.
¿Cómo no podría ser así, cuando los intelectuales han sido dados por muertos por la sociedad del consumo y por el conservadurismo que ha sostenido, contradictoriamente, todo el discurso neoliberal? Porque allí está la contradicción de las contradicciones de los santones y gurúes del modelo neoliberal; ser conservadores en esencia, para proponer una suerte de concepción libertaria solo en los negocios y el comercio, en tanto se sustenten firmemente en el monopolio y el control de los mercados. Son esos conservadores en esencia los que han desprestigiado y dado extremaunción a los intelectuales, y que aspiran a que ojalá desaparezca todo vestigio de la filosofía hasta en los planes de estudio.
Para estos, la intelectualidad y la filosofía son armas demasiado cargadas de futuro y de rebeldía libertaria, para que existan en los ámbitos del pensamiento que tiene alcance en la cotidianidad de las personas. Está bien en la academias, señalan en un extraña tolerancia, y que ojalá se esconda en un lenguaje incomprensible, pero no puede estar en los círculos donde se permea la cotidianidad de las personas.
Lo que hace a contrapelo, Luis Téllez, es precisamente reclamar con su libro los fueros de la intelectualidad y de la filosofía dentro del alcance mundanal. Reclama para sí la práctica del intelectualismo y la necesidad de hacer un ensayo filosófico fuera de las atalayas de los academicismos. Lo que nos dice con el solo hecho de gestar esta obra que hoy presentamos, es que no podemos pensar al hombre y contribuir a una perspectiva humanista, es decir, donde el hombre es el sujeto y objeto de la acción del hombre, para su realización histórica, para su verdadero progresismo, sin que sea necesario una disposición de intelectualidad, es decir, un terreno donde el imperio cualitativo de la reflexión intelectual y de una disposición al debate filosófico, ocurra necesariamente en los ámbitos ciertos del derecho de todo hombre a concebir su propia ubicación en el mundo, para encontrar un destino mejor a partir de la superación de las cuestiones de fondo que nos desintegran.
Hay varios componentes y caracteres en este libro que lo señalan con claridad. Como buen intelectual, Luis Tellez hace su exploración desde un intachable secularismo. Y con coraje se introduce decididamente a abordar un tema que pareciera, en el tiempo actual, que solo fuera patrimonio de las religiones: la integración humana. Y viene a hacerlo usando como objetivo, un concepto que ha sido usurpado por las concepciones  sustentadas en los determinismos de diverso tipo: el bien común.
Y parte su esfuerzo, poniendo sobre la mesa una afirmación contradictoria, no sé si en un afán de provocación. Sus primeras líneas dicen concretamente: “la integración humana, como disciplina social, corresponde a una preocupación mayor del espíritu humano por conocer, comprender y erigir las bases de una cultura integrada, solidaria y responsable, que impregnada de humanidad permita a cada individuo un crecimiento más digno dentro de la realidad circundante, que le garantice un progreso singular con un desarrollo social sustentado en relaciones de confianza que agreguen valor a los nobles impulsos de quienes trabajan por cristalizar una vida más justa e inclusiva, que erradique toda forma de trato discriminatorio y perjudicial generado por motivos de raza, sexo, religión, política o riqueza, por constituirse en actos arbitrarios que afecten las condiciones de calidad de un colectivo mundial que está enfermo, carente de valores morales suficientes como consecuencia de un proceso despótico y deliberado de deshumanización”.
Nadie que tenga una visión humanista puede estar en desacuerdo con tan enaltecedor propósito fundado en el hombre e inspirador de un libro que pretende aportar a una reflexión sobre el pensamiento humano, sin embargo, me golpea fuerte como presentador que aquello se deba dar en el marco de una disciplina, aun cuando ella sea en un sentido social. Las disciplinas, como procesos intelectuales, creo que son una consecuencia de un proceso de desintegración objetiva, que han marcado la compartimentación del pensamiento, e invocarlas aportan una regimentación que agota precisamente toda potencialidad integradora. Como también lo agota todo concepto de valoración de la cultura como un fin. Creo que todo objetivo que supere las visiones que separan al hombre, necesariamente deben sostenerse siempre en la superación de todo concepto de cultura, causas de muchos males de la humanidad. No en vano todo purismo nace de una sustentación cultural, y por lo tanto, toda reivindicación cultural termina segregando y luego asesinando a personas.
Luego de esas primeras líneas del libro, toda la reflexión que nos aporta Luis Téllez es precisamente lo contrario. Escapa a las disciplinas y reniega de los moldes culturales, y con evocación renacentista, pasa de un área a otra del conocimiento, burlando las compartimentaciones de los especialistas. De allí que quiero entender esos dos conceptos iniciales como una provocación o como los objetos intelectuales de los cuales el autor quiere renegar, para pensar de modo eficaz en torno a la integración humana.

Un autor político

En su obra Luis Téllez nos introduce en un viaje que es tremendamente seductor, un viaje que es raro encontrar en un libro en estos tiempos. Y lo hace con la sinceridad de un hombre político, aquel espécimen que ciertamente es también una rareza. Me dirán que estoy hablando sandeces, sobre todo cuando hay tantos políticos en la agenda diaria, manchando o degradando la condición política. Creo que justamente ello ocurre porque están lejos de la cualidad del hombre político, es decir, de aquel que pone la política al servicio de la condición esencial de la comprensión de su naturaleza humana: ser político a partir del interés inicial de ser hombre, un ser humano que se construye colectivamente en el interés de lo humano. Es decir, un hombre político es aquel que se entiende en un contexto histórico y en un plan de humanidad. Los que integran las clases políticas de muchas sociedades contemporáneas – no todos, por supuesto, pero si demasiados - son solo un conjunto híbrido de inmediatismos y de parasitismos en torno al poder.
Luis Tellez es un zoon politikon en propiedad. Usa las herramientas políticas y los productos del pensamiento contemporáneo para asentar su reflexividad y esbozar afirmaciones certeras sobre lo que pueden ser las políticas públicas para establecer basamentos efectivos que permitan redimensionar la conducta humana. Y eso me parece extraordinariamente valioso como hipótesis de trabajo y de reflexión. Esto sobre la base de que las políticas públicas no solo son soluciones a problemas, sino que también son instrumentos capaces de gestar una nueva moral y una nueva comprensión ética en las personas. Es decir, no son solo medios de consagración de derechos, sino que crean una comprensión que permea a toda la sociedad sobre la necesidad de determinada política en el tiempo, como una forma de hacer sociedad, de validar un derecho como una actividad social permanente, que enseña y la hace parte de una cotidianidad. 
El desafío de la integración hoy está en la disposición intelectiva de muchos pensadores honestos. La fragmentación del pensamiento es una cuestión que tiene alcances que dan certeza a muchos, de que ello es lo que impide poner un acento efectivo en un proyecto de Humanidad, que recupere aquel impulso inicial de los grandes procesos de renovación del pensamiento humanista, pero corrigiendo las deformaciones que vinieron después del impulso primario.
Hace ya aproximadamente dos años, compartimos con Luis Téllez el momento en que el profesor Luis Razeto presentó un libro con su tesis sobre el cosmos noético, donde propone ideas para fundar la posibilidad de unificar el conocimiento, o establecer los fundamentos teóricos y epistemológicos de lo que pudiera ser “una teoría única capaz de comprender toda la realidad”, una respuesta final a todas las indagaciones del hombre a través de los tiempos, a través de distintas disciplinas y teorías.
Aquella tesis contiene 20 proposiciones complejas aunque perfectamente armónicas con la idea que motivó a ese autor,  apuntando a la idea de salvaguardar el planeta que nos hizo posibles, reorganizar la sociedad y crear una civilización superior, que facilite el más pleno desarrollo humano.
Creo que hay, inevitablemente, una conexión entre aquel libro y lo que hace Luis Téllez en el libro que hoy presentamos. Porque, para entender lo que Luis Téllez pretende, hay que entender también lo que se vislumbró para el ser humano en el Renacimiento, en la Grecia clásica o en el Iluminismo. De allí que, nadie que se considere humanista puede abstraerse de esta proposición de Luis Téllez.
Vivimos una época de fragmentación del conocimiento que construye las catedrales, y consagra los obispados y los arzobispados de la especialización. Poco se discute desde la convergencia y mucho sobre la disgregación y la segmentación. Cuando queremos ver a un traumatólogo, debemos tener claro si es especialista en codo, mano, pies, rodilla, brazos o piernas. Ya pocos se atreven a considerarse en medicina hijos de un Hipócrates universal, sistémico, capaz de responder a la complejidad del cuerpo humano desde una mirada integral.
En nuestro tiempo, en las instituciones que financian la profundización del conocimiento, nadie puede ser considerado con respeto si no luce una especialización y no ha labrado su propio pequeño nicho para horadar en la roca inconmensurable del saber. Cada cual sobrevive y se potencia en la celda de este panal cada vez más imponderable de información que constituye la compartimentación del conocimiento de la especie humana.
La diversidad de intereses y visiones, de formaciones profesionales y de historias personales, es un escollo que cuesta compaginar, no digo unificar, sino simplemente compaginar para establecer ciertas metas, ciertos objetivos comunes. Por ello, a muchos nos viene haciendo peso, que las posibilidades de vencer la atomización, la fragmentación y la excluyente especialización, es posible en la medida que se ponga en ejercicio una idea concreta de Hombre y de Humanidad.

La integración como propósito

Cada cierto tiempo surgen reflexiones sinceras, de que no hay posibilidad efectiva de que la ciencia y la investigación científica logren encontrar aquella teoría, que logre ser comprobada, que permita unir lo macro-cósmico, con aquello que es atómico y hasta subatómico. Creo que cada vez es más difícil, porque cada cual prefiere su propia caverna donde cobijarse, sin poner en el centro de su motivación la necesidad de la Humanidad, y solo importa el éxito particular de su tesis, de su equipo, de su Universidad, de su centro de investigación.
Muchos han llegado a sostener que estamos en una época extraordinaria del conocimiento humano. Sin embargo, gran parte de ese conocimiento no está disponible como un instrumento útil  para resolver problemas graves de los seres humanos en muchos lugares del mundo, frente a distintos procesos del desenvolvimiento humano, o para entender lo macro y lo micro del universo. Sabemos que estamos poniendo a la Naturaleza en que vivimos en situaciones límites, pero no aplicamos las capacidades que nos ha dado el conocimiento que tenemos, para proteger la continuidad de las virtudes planetarias que han permitido la casualidad de la vida humana.
Frente a esas convicciones un tanto desalentadas, se expresa el pensamiento de hombres como Luis Téllez. Alguien podría motejar este libro de ambicioso,  y no faltará alguien que diga que es utópico. Esas son virtudes que inducen precisamente a leerlo.
En sus contenidos está el deseo holístico de muchas de las apreciaciones que el autor expresa en sus conversaciones con quienes comparten sus espacios de reflexión. Ambos participamos en una institución que recoge antiguas sabidurías que se fundan en una pretensión holística de hacer del hombre objeto y sujeto de la acción humana, en pos de la realización de una idea cierta de Humanidad, de un humanismo que expresa determinantemente una idea de integración.
Eso es lo que refleja y expresa arraigadamente este libro.
Téllez no está pensando en Chile, cuando escribe esta reflexión profunda que nos ofrece, pero toma a Chile para pensar el conjunto. El autor nos dice que somos parte de un barco mucho más grande que la pequeña nave que es nuestro aún provinciano país, que se sigue mirando el ombligo en la cotidianidad de una clase dirigente cortoplacista y economicista, que vive atrapada en el disciplinarismo y la tecnocracia, y subyugada por los intereses mezquinos de una clase poseedora incapaz de cambiar sus tradiciones conceptuales. Resulta una pena no haber podido tener en Chile, clases ricas como las que tuvieron los holandeses del siglo XVII o las repúblicas italianas del renacimiento. Pero eso es tema de otro momento.
Recomiendo a todos los que conocen a Luis Tellez que lean este libro, y la misma recomendación hago a esta comunidad educacional que esta tarde nos acoge.  Nuestra sociedad y nuestro tiempo necesita de este tipo de reflexiones y aportes.  Acompañemos, leyendo su libro, a este viaje que nos  propone para construir afirmaciones en torno a su deseo holístico.
Su lógica se entiende en el contexto de su concepto de unidad que posibilita la integración como un hecho irreversible.
Dice, avanzando hacia el final de su análisis: “La unidad existe y subyace en la frondosa diversidad de formas esparcidas por el universo. La cadena de la existencia está compuesta de interdependencias e inter-relaciones que conforman ecosistemas, cuya homeóstasis puede verse alterada por el comportamiento irresponsable de parte de un segmento poderoso y/o refractario de la humanidad que atente contra el delicado equilibrio de la naturaleza.
En el entendido que las formas de pensar han llevado a una desintegración gradual del sistema social de la humanidad, con un fuerte impacto en las condiciones planetarias, se hace aconsejable invertir el proceso de creación humana, a través de un actuar integrado que incorpore el sentido de pertenencia al grupo humano, como una fórmula capaz de eliminar formas torcidas de pensamiento que se han constituido en la raíz de los males que aquejan la orbe”.
Para Luis Téllez es necesario un plan universal, insiste en que se requiere de un esfuerzo armónico y armonizador, es necesario recurrir a ciertas marcas sobre el terreno de alcance universal (usa el concepto landmark), acoge la idea de un orden universal de nuevo tipo, defiende la originalidad del individuo como base de la integración, exige una cultura solidaria, anhela una educación integral,  en fin.
Comparto ampliamente la idea del prologuista, Francisco Coloane, de que después de leer este libro quedamos con una buena dosis de optimismo y de convicciones de que sus enunciados son posibles, de que el hombre histórico puede asumir el desafío de la integración, a partir de un factor motivador tremendamente potente: la fraternidad y los procesos re-ligadores que ese sentimiento relacional contiene.
Los amigos y quienes constantemente nos relacionamos con Luis Téllez, podemos sentirnos congratulados de conocer esta obra que nos entrega, fruto de sus tantas y diferenciadas reflexiones. Nos confirma que no se tratan de pensamientos improvisados, sino de un deseo sincero de buscar y aportar las respuestas que la Humanidad y el hombre histórico necesitan para abordar la próxima etapa de su desarrollo, aquella en que se ponga fin a la locura de la fragmentación y la dispersión como paradigmas del accionar en torno a la formación y profundización del conocimiento, y como práctica de los modelos de construcción social y de las políticas que distancian a los grupos humanos de los objetivos comunes.
Las convenciones, los consensos, las convergencias, son más que nunca necesidades estructurales. La integración un desafío inevitable. Muchas columnas deben ser derribadas para ese efecto. Los  desafíos nos señalan que hay una tarea que hacer para lograrlo: instruir e iluminar a los hombres. Creo que este libro es una aportación tremendamente valiosa para ese efecto.
Insisto. Este libro debe ser leído, para contaminarnos positivamente con su optimismo, con sus ideas maduradas más allá de las disciplinas y con una inspiración que trasunta una voluntad arraigada en los clásicos del Humanismo. Felicito a la Universidad La República por haberlo publicado, porque este tipo de reflexiones merecen una oportunidad y todos los que lean el libro lo agradecerán por lo que aporta a la reflexividad que trasciende las motivaciones pedestres de  cada día.



domingo, 22 de noviembre de 2015

La crisis de la democracia en Chile. Los desafíos democráticos pendientes.




Presentación

Hace una década atrás, cuando se analizaba la realidad política de Chile, en ambientes que asumían las deudas pendientes que había dejado la transición a la democracia, el diagnóstico más consensuado era que nuestro sistema político post transicional tenía una profunda crisis de representación.
Ello se expresaba de manera más patente en el parlamento, producto del sistema electoral binominal, la modalidad que la dictadura de Augusto Pinochet había diseñado para mantener una fuerza política relevante en el parlamento, que impidiera desmontar el modelo institucional que había concebido para la sobrevivencia de su proyecto refundacional de país.
En ese diagnóstico – la crisis de representación – estaban de acuerdo gran parte de los parlamentarios y dirigentes políticos (nacionales, regionales y comunales) de los partidos políticos que formaban parte de la coalición en el poder – la Concertación Democrática -, formada en el fragor culmine de la lucha contra la dictadura, heredando el impulso de lo que fuera la Alianza Democrática.
La evidencias que señalaban que había una profunda crisis en el sistema de representación eran muchas, pero, lo más determinante en la demostración, era que, gran parte de los parlamentarios, habían logrado su elección luego de ser nominados  por medio de procesos que no se caracterizaban por la transparencia democrática y que validaran una legitimidad representacional.
Ese diagnóstico fue parte de muchos debates, foros, paneles televisivos, seminarios, etc., especialmente durante el primer gobierno de la actual Presidenta de la República. Era un periodo en que había la sensación de que era posible aspirar a más democracia, a más legitimidad política.
Sin embargo, lo que quedó en el ambiente fue que, aquellos dirigentes y parlamentarios que exponían con más fuerza la crisis de representación, jamás asumieron un compromiso cierto de poner con fuerza y decisión, dentro de los partidos y las instancias institucionales, una voluntad efectiva por provocar el cambio de ese estado de cosas. Es más, fue fácil constatar que, ellos y la clase política en general, se veían claramente favorecidos con un sistema urdido para no poner en riesgo las bases de la institucionalidad, como le gustaba decir a los barones de la política post dictatorial.
A los parlamentarios que siguieron siendo reelegidos por la fórmula binominal, una y otra vez, y a los partidos políticos, que obtenían una bastante previsible representación parlamentaria, todo ese andamiaje legado por la dictadura, al fin y al cabo, les resultaba bastante conveniente. De hecho, los cálculos de los expertos electorales de los partidos eran determinantes para saber con quienes había que competir, y a que candidatos había que poner para perder. Los expertos electorales lograron así convertirse en los grandes electores del sistema político.
El diagnóstico sobre la crisis de representación fue diluyéndose en el esfuerzo simplemente académico o mediático, que nunca logró cuestionar seriamente una práctica extendida y transversal (desde los partidos conservadores hasta los partidos de la Concertación).
Como demostración de aquellos vicios, en la elección parlamentaria cruzada por el diagnóstico de la crisis de representación, hubo un ejemplo paradigmático: en la Región de los Lagos fueron electos senadores, en representación de los partidos conservadores, Andrés Allamand, y en representación de la Concertación por la Democracia, Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Ambos no tuvieron compañeros de lista, que diera un atisbo de interés en señalar alternativas que otorgaran validez a la supuesta intención democrática de los partidos, en aquellas elecciones senatoriales.
Fueron electos supuestamente en las elecciones de la circunscripción. La verdad es que la elección la habían hecho los negociadores de las coaliciones.
Aquel episodio fue categóricamente el summun de la crisis del sistema de representación y uno de los más oscuros episodios del binominalismo.
No fue extraño que ambos fueran luego postulantes a la Presidencia de la República. De tal modo que su legitimidad política no estuvo en las prácticas democráticas, sino en el manejo del sistema electoral. Fueron ambos las expresiones de un sistema basado en el manejo de la representación entre las bambalinas, en una política manejada por quienes hicieron del binominalismo una ventajosa modalidad de reparto del poder político a espaldas del pueblo.



Las causas de la crisis.

Con el paso de tiempo la crisis de representación ha conducido a una crisis de la democracia. Y si nos preguntamos cómo evolucionó la crisis de representación hacia una crisis de la democracia, ello se debió a dos aspectos que considero fundamentales:

1)      La crisis de la institucionalidad democrática, producida por el agotamiento de la Constitución de 1980 y la insuficiencia de reformas en 2005 y por los efectos del sistema binominal.
2)      Y la crisis de los partidos políticos, provocada por la pérdida de prácticas democráticas y por un proceso de oligarquización de la clase política.

La crisis de la institucionalidad democrática.

Absurdo sería afirmar que en Chile no ha habido democracia por el hecho de regir la Constitución de 1980. Absurdo sería desconocer que los cambios aprobados en 2005 no fueron avances en la desarticulación de ciertos bastiones institucionales de la dictadura. Quien lo piense así, solo se guía por consideraciones esencialmente voluntaristas y poco sabe de la política como actividad sujeta a tensiones permanentes y como arte que trata de las contradicciones de intereses que se conjugan para construir opciones de solución válidas para todos.
La transición chilena, del régimen militar a un régimen democrático fue una de las más largas que se constata en la política contemporánea. Fue un largo avance a través de un campo minado. Desde el momento que las fuerzas democráticas optaron por un proceso institucional, y luego de fracasar todas las opciones rupturistas de los años 80´s, estaba claro que no sería fácil arrebatar el poder a quienes lo habían tenido a su merced de manera absoluta.
Para quienes hacen duras críticas hoy, sobre lo que se hizo y no se hizo, no ha estado nunca en su perspectiva de análisis las amenazas que se cernían de manera constante sobre el proceso de transición. Creo, al respecto, que la transición recién pudo amarrarla y dejarla enclavada al análisis de la historia el Presidente Ricardo Lagos. Lo hizo después de superar la amenaza que significaba para el conservadurismo la presencia de un Presidente de identidad política socialista, el primero después de Salvador Allende.
Allí, en 2005, se selló la desvinculación de los militares del poder político. Creo que fue una enorme victoria para la democracia. Determinante para tener FF.AA. subordinadas al poder civil. Sin embargo, quedaron pendientes problemas fundamentales que la propia consolidación democrática exigía.
Son esos factores los que comenzarán a pesar en el tránsito democrático y que determinan el carácter de la crisis de la democracia que tenemos ante nuestros ojos.  Los sectores conservadores, sin embargo, consideran que no hay tal crisis. Pero ella aflora incuestionablemente en cualquier análisis objetivo.
Si alguien considera que no es manifestación de crisis la alta reprobación social a los partidos, coaliciones y a todo el ejercicio política, es que vive en un limbo, o es simplemente indiferente a las prácticas democráticas.
Si alguien considera que no es crisis la percepción social frente a los procesos políticos, que se manifiesta en abstención y en reprobación pública, y no en legitimidad y participación, quiere decir que ignora el valor de la ciudadanía en el ejercicio político.
Si alguien piensa que la profunda objeción ética establecida por la evidencia de corrupción, que los procesos seguidos por la Fiscalía Nacional investigan, no tiene un impacto en la institucionalidad, es que no tiene la capacidad de calibrar los hechos con objetividad.
Estas graves señales dan cuenta de un proceso de descomposición de las prácticas políticas, que están poniendo en grave riesgo  a la democracia y la estabilidad social.
Con asombro hemos escuchado a políticos conservadores que supuestamente preconizan ideales democráticos, señalar que la Constitución Política no requiere cambios, y que el actual texto da estabilidad. Por cierto, al analizar esas expresiones, queda la profunda duda sobre el trasfondo de esas aseveraciones.
Es casi natural que el conservadurismo tenga como propósito la perdurabilidad de lo existente, sobre todo si ello genera beneficio para los sectores que representan, pero cualquier observador constata que la actual Constitución tiene un cuestionamiento de fondo que impide una institucionalidad sana y creíble.
Hemos observado que en Chile, la soberbia que impusiera el conservadurismo frente a nuestros vecinos, no nos permite ver el alcance de nuestra crisis política. Sin embargo, esta semana se han realizado elecciones presidenciales en Argentina, donde votó el 80% del electorado. En las últimas elecciones en Bolivia, de carácter departamental, participó el 95% de los electores. Chile, en tanto, es el país con los índices más altos de abstención, según el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral. Si esto no es expresión de una crisis, no sé cómo podría calificarse. No olvidemos que, en nuestras últimas elecciones presidenciales, de cada 100 electores 58 no ejercieron su derecho. De ese modo, hemos superado en abstención a Mali, Serbia, Portugal, Lituania, Colombia, Bulgaria y Suiza, todos con más de un 50% de abstención, De los nombrados, solo dos tienen una larga tradición democrática.

La pérdida de prácticas democráticas en los partidos democráticos.

Es un hecho que los partidos políticos hace rato dejaron de ser expresión de una praxis democrática y son manifestación palmaria de una oligarquía política, que, como lo hemos constatado, se vincula y es funcional a la oligarquía económica. De hecho, las investigaciones de los fiscales han puesto en total evidencia esta afirmación, aún cuando en definitiva esas investigaciones no terminen con acusados encarcelados.
Y aquí tenemos que hacer una distinción importante. Cuando hablamos de la perdida de las prácticas democráticas en los partidos políticos, nos estamos refiriendo a la pérdida del compromiso democrático que se produce en los partidos que protagonizaron la lucha por la democracia. Es allí donde se produce una censurable pérdida del compromiso que posibilitó dar paso a la transición, y ello afecta rotundamente el modelo de democracia que se habían comprometido a introducir.
No es el mismo diagnóstico que pueda aplicarse a los partidos conservadores – UDI y RN -, que han sido exitosos en los resultados y en su formulación, ya que su rol ha sido entorpecer el desarrollo democrático, y constituirse en una fuerza de tarea para desarmar la pujanza democratizadora. No eran ellas las organizaciones llamadas a convertirse en el laboratorio en que se constituirían las prácticas democráticas que había que enseñar al pueblo, al país. El autoritarismo y la oligarquización ha estado siempre en la naturaleza de los partidos conservadores, que surgieron para sostener el andamiaje político legado por la dictadura.
 Nuestra perspectiva de análisis se centrará, en virtud de ello, en los partidos que estaban llamados a desarticular el régimen legado por la dictadura, y hacer de la democracia una expresión fidedigna de sus propósitos políticos.
Si analizamos lo que ocurre en la lucha por la democracia y los esfuerzos por terminar con la dictadura de Pinochet, comprobaremos que todos los partidos y organizaciones políticas – cual más, cual menos -, construyeron sus organizaciones con niveles de participación y debates internos.
Seguramente, ello devenía de la impronta de que la lucha por la democracia había que hacerla con convicciones muy firmes y con la capacidad de ser transmitidas a un pueblo que había perdido toda posibilidad de ejercicio democrático. Era necesario imbuir a las personas de la necesidad democrática, aunar fuerzas y sumar convicciones. Hubo partidos que lograron movilizar tras sus enseñas a importantes contingentes de personas  y sus registros de inscripción legal se nutrieron de entusiastas chilenos, convencidos de que su partido encarnaba los ideales y propósitos que mejor le representaban.
Algunos fueron capaces de atraer a los jóvenes y a los estudiantes, con una convocatoria atrayente, prometedora e incorporadora. Recuerdo por ejemplo, lo que ocurría en las elecciones estudiantiles de fines de los 80´s e inicios de los 90´s.
Sin embargo, el proceso de transición a la democracia fue erosionando esa realidad, y poco a poco los partidos democráticos se fueron transformando en instancias burocráticas, dominados por los “barones” o caudillos que actuaban solo ante sí y por sí mismos, y con un acendrado conformismo frente a los vicios del sistema democrático. Aquello que en algún momento se definió como “lo posible” – recordemos la frase de Aylwin: “en la medida de lo posible” -, dejó de ser un resultado final frente a los objetivos esperados, para convertirse en “la praxis de lo posible”.
Los “barones” – término acuñado en la transición española a la democracia, y que señalaba a los jerarcas de los partidos sin historia democrática - se apoderaron de la dinámica interna de los partidos democráticos, y sustituyeron las instancias de participación por simples puestas en escena de discusión y debate, protagonizada por los concursantes a los cargos públicos detrás del padrinazgo de alguno de los jerarcas.
Fenómenos extranjeros de similar carácter los hay. En México ocurrió con el Partido Revolucionario Institucional, que gobernó por décadas, y que hoy en el poder nuevamente vuelve a replicar el fenómeno. De alguna manera es lo que se vive con el peronismo en Argentina, aún cuando en Chile ha existido algo de pudor, ciertamente.
Un proceso que se dio en los años de la dictadura, para mantener las organizaciones políticas que existían antes de la dictadura, y una buena parte de sus líderes debían mantenerse en el extranjero o en Chile en una peligrosa ilegalidad, la cooptación, recuperó su importancia para transformarse en un modalidad de construcción y mantención de poder de los caudillos políticos, que se han repartido el poder político dentro de los partidos.

Factores determinantes en la práctica política de los liderazgos.

Cuando analizamos la realidad de los partidos, se hace necesario comprender desde la teoría política cuales pudieron ser los factores que determinan que personas, con un importante aporte a las ideas democráticas de nuestro país, en realidad construyeron desde la práctica política partidos que han sido la negación de ese propósito superior.
Sin ánimo de exculpación, creo que ello se encuentra en el carácter mismo de la transición.  Recordemos que la transición a la democracia en Chile, no fue como en Argentina, por ejemplo, consecuencia de una degradación irreversible de la dictadura. En Argentina, por ejemplo, la derrota en la breve guerra de las Malvinas tuvo un efecto determinante. No fue como en España, donde la muerte de Franco provocó un efecto en cadena de descomposición de los sustentos políticos de su régimen.
En Chile, la transición a la democracia fue negociada. Fue negociada con la dictadura, fue negociada con EE.UU., cuando aún estaba vigente la guerra fría. Los acuerdos y las negociaciones que allí se plantearon, crearon niveles de compromiso que obligaron a sus protagonistas, con seguridad, y las consecuencias se evidencian cada vez más, a medida que pasa el tiempo.
Ello estableció un curso transicional que delimitó las posibilidades de participación y el debate democrático. Por cierto, el debate no podía ser socializado de manera amplia, sin arriesgar el alcance de lo consensuado en cada oportunidad. Ello creo una lógica política que, si bien tuvo una explicación en la transición, buscó y logró perpetuarse en la práctica de los liderazgos. El episodio de la resolución del debate en torno a la Reforma Tributaria, hace menos de un año, es muestra clara de ello.
En esa práctica política, la realidad ha demostrado que el sistema electoral binominal fue de enorme beneficio para la clase política entronizada en la institucionalidad del Estado, y su ilimitada ambición de perpetuarse. No solo permitió consolidar y proteger a un grupo dirigencial del país, sino que creó las condiciones para establecer una oligarquía política, que se ha avenido muy bien con la oligarquía económica y financiera, que domina ampliamente en el país. Se supone que la reforma aprobada hace menos de un año cambiará ese escenario, sin embargo, es una reforma que sigue siendo funcional a las proyecciones de los expertos electorales, no precisamente a mejorar sustancialmente el sistema de representación.
En las semanas recientes, hemos visto el debate por las proposiciones de la Comisión Engel, y la discusión parlamentaria en torno a alguna de sus propuestas, que buscan modificaciones legales importantes a la ley de partidos políticos. Frente a los claros planteamientos del presidente de esa Comisión Presidencial que le da nombre a la instancia, ha sido insólito escuchar determinados argumentos descalificatorios, y que, en definitiva, apuntan a la mantención del statu quo político de los partidos. Algunos han acusado a Engel de no saber de política, mientras otros han aseverado que desconoce lo que es militar en un partido.

Desafíos pendientes.

Uno de los objetivos de esta noche tiene que ver con los desafíos pendientes, para enfrentar la crisis de la democracia. Nos referimos, sin lugar a dudas, a los desafíos que quedaron sin abordar por la transición, y por el estado institucional que surge de las reformas constitucionales del año 2005, y que siguen siendo aspiraciones fundamentales para contar con una institucionalidad completamente democrática.
A juicio de este observador, la agenda de profundización de la democracia, tiene a lo menos 6 aspectos fundamentales:

1.      Republicanizar la institucionalidad.
Cuando hablamos de República, lo estamos haciendo respecto de un sistema político existente en una jurisdicción territorial, donde la soberanía descansa en el pueblo. Toda dictadura es lo opuesto a una república. Todo sistema oligarquizado está lejos de un sistema republicano. Uno de los objetivos fundamentales en una etapa de profundización democrática es reponer la efectiva soberanía popular en la generación del poder y en el ejercicio de toda política. Solo en la medida que republicanicemos la institucionalidad, los mandatarios del pueblo, en la instancia en que fueron elegidos por el voto ciudadano, responderán a sus mandantes, y no a los intereses particulares a los que se deben por compromisos oscuros. Republicanizar implica también establecer los mecanismos de verificación del mandato e instancias revocativas del mandato recibido, única forma de garantizar  la soberanía popular sea efectiva.

2.      Una nueva Constitución.
Creo que hay un consenso nacional de que la Constitución debe ser cambiada.
Ello debe ocurrir a través de un proceso ampliamente participativo. Lo que debemos tener a futuro, debe ser una carta magna con los atributos suficientes como para acoger una idea común de país, con sus diversidades, con sus desafíos comunes, con su común comprensión sobre los elementos institucionales fundantes de un país para todos.
Países con menos tradición política democrática que Chile, han tenido la capacidad de generar una Constitución mucho más ligada a la idea de país que todos los ciudadanos tienen y más coherente con una idea integradora. Pongo dos casos exitosos al respecto: Túnez y Bolivia.
Chile tiene mayores ventajas institucionales y más experiencia histórica para lograrlo, en la medida que los sectores conservadores se abran a reconocer la viabilidad de una Constitución más cercana a nuestras mejores tradiciones políticas, asumiendo la evolución de los tiempos que nos toca vivir como sociedad política.

3.      Institucionalización de la laicidad del Estado y del sistema político.
Entendemosla laicidad como un régimen social de convivencia, cuyas instituciones políticas están legitimadas por la soberanía popular y no por elementos religiosos. Ella descansa en tres pilares: la libertad  de conciencia, lo que significa que la religión es libre porque solo compromete a los creyentes, y que el ateísmo es libre porque solo compromete a los ateos; la igualdad de derechos, que impide todo  privilegio público de la religión o del ateísmo; y la universalidad de la acción pública, esto es, sin discriminación de ningún tipo (esto, es sin ventajas para algunos y desmedro para otros).
El Estado laico es una tarea aún por cumplir.
Cuando pensamos la institucionalidad que debe regir a nuestra república, y que debe caracterizar el desempeño de nuestros representantes, creemos que es fundamental construir los basamentos definitivos de un Estado laico.

4.      Desoligarquización política.
Un desafío fundamental de la agenda política de hoy, es imponer fuertes énfasis en la desoligarquización política de nuestra clase dirigente.  Las propuestas de la Comisión Engel, apuntan a hacia ese proceso.
En ese contexto, hay tarea claves que deben ser asumidas;
a)      Es necesaria la reforma a la ley de partidos políticos, estableciendo instrumentos y mecanismos de control eficaces, que garanticen procesos de decisión democrática en sus estructuras.
b)      Deben imponerse normas que impidan las reelecciones y que garanticen el aprovechamiento técnico de la experiencia acumulada, Si quien ejerce la Presidencia de la República no puede ser reelecto (a) de manera inmediata, no hay razón alguna para la reelección de otros cargos de elección popular (senadores, diputados, consejeros regionales, alcaldes, concejales).
c)      Pese a la reforma del sistema binominal, se hace necesario seguir insistiendo en tener un sistema de representación que sea más proporcional a la realidad poblacional y geográfica del país. Si bien hay avances y mejoras, respecto al sistema binominal previsto por la dictadura, el nuevo sistema electoral no pasa de ser un sistema binominal corregido.

5.      Financiamiento público de la política.
Sin financiamiento público de la política y la penalización drástica de todo aporte de empresas o de personas con dinero, una institucionalidad sana no sería posible. La experiencia de los últimos 25 años da cuenta de la enorme distorsión que producen los aportes millonarios a determinados candidatos o partidos. Sobre la base de esa experiencia ninguna persona rica debiera convertirse en el soporte financiero de un partido o candidatura. Los aportes para los partidos y las campañas electorales deben ser financiadas por el sistema público, y estableciendo las condiciones en que los militantes o simpatizantes o adherentes puedan contribuir a los esfuerzos económicos de una campaña. En lo personal, he sostenido que las contribuciones económicas de las personas no pueden superar las 2 UF.

6.      Vigencia de los Derechos Humanos.

Por último, creo que el aseguramiento constitucional de los Derechos Humanos, es uno de los grandes desafíos  que deben ser asumidos por nuestra institucionalidad republicana. Se trata concretamente que los puntos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por la ONU, sean integrados a nuestra carta magna. Ello tendría un efecto pionero de alcance mundial. El alcance que tendría en nuestra institucionalidad sería de gran importancia para convertir a nuestro país en un ejemplo señero, que sería ampliamente favorable también a los derechos de las personas y las seguridades humanas.

República




En los conceptos políticos que han abundado en nuestra actual democracia - y que es bueno tener a la vista en el debate que debiera permitir modificaciones constitucionales -, se advierte el uso del concepto “republicanismo” por algunos personeros políticos, para dar atributo a ciertas conductas que deberían constatarse en las prácticas entre estos actores.
Queda la duda siempre, respecto a lo que pretenden expresar esos actores, porque ocurre que “republicanismo” no tiene que ver con determinadas conductas de caballerosidad o de atildado trato entre representantes de partidos o de las instituciones del Estado.
Lejos de ello, lo republicano viene de algo mucho más equidistante del trato que deban darse entre ciertos tribunos o exponentes institucionales del Estado. Concretamente, lo republicano viene de la relación entre el Estado y el pueblo, del contrato que los ciudadanos dan a quienes cumplen funciones de poder a su nombre y viceversa.
En una república la soberanía radica en el pueblo. Cuando no hay república la soberanía radica en otras expresiones y estructuras de poder.
Es un hecho histórico que, cuando se forman los países americanos, a partir de su emancipación de las metrópolis coloniales, los líderes del proceso independentista optan por la república, no solo para romper con las casas reales coloniales, sino también romper con un sistema político radicado en una soberanía absolutista, muchas veces pretendidamente derivada de un mandato divino.

Las corrientes del pensamiento político, sustentadas en la reflexión del llamado “siglo de las luces”, y los sectores sociales que las acogieron, lo que buscaron fue precisamente establecer un nuevo carácter del Estado y de la organización política que debía regir su ordenamiento.
De esta manera, recuperan y reescriben el concepto de ciudadanía - que nace de la escuela política griega, que recobra valor en el Renacimiento, y que es vindicada por la revolución francesa -, para establecer una propuesta de ordenamiento político donde la soberanía la ejercería el pueblo a través de mandatarios, que debían cumplir las tareas de administración y legislación.
La República, por la que optaron los jóvenes dirigentes de la emancipación americana, en general, se vio frustrada por diversos procesos de restauración de los poderes dominantes de la etapa colonial.
Ocurrió en Chile con el régimen pelucón o portaliano. Ellos reescribieron el conceptos de república, a través de algunas mascaradas conceptuales. Así, desde entonces, lo republicano, lo asociado a la determinación de la soberanía popular, ha experimentado posteriormente distintos procesos de reemergencia y de retrocesos.
En consecuencia, se ha usado el concepto de república muchas veces como una definición formal, y todas las Constituciones de 1933 en adelante, han soslayado el fundamento mismo de la idea republicana: que la soberanía 

(Publicado como editorial de la revista digital "Iniciativa Laicista", edición de septiembre de 2015)

Bicentenario de la batalla de Ayacucho. La gesta final en Perú.

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